07 Crear polvo es una tarea de siglos

¡Advertencia!: No hay advertencias.

Cuando volví a pasar, la escultura de mierda seguía ahí. La comodidad de un colectivo en las mañanas de invierno es irremplazable. Cuando pasé hacía frío. No me detuve a mirar, porque ahí estaba: quince fragmentos, despedazados, amontonados religiosamente, con un orden pensado, en las cuatro esquinas de un mundo adorador de una bombita rota. Seguí por las vías y una calle sin hojas (los árboles todavía verdes), esperé hasta y diez en la parada, levanté un brazo, corrí un poco, me agaché para recoger las llaves y heme aquí, Malena arrinconada entre dos asientos de colectivo al lado de una ventana. Pero tuve tiempo para pensar, mientras esperaba con los lentes apuntando al horizonte de los mesías que anuncian nuestro viaje. En tanto reconstruía en mi cabeza ya no bombardeada por mp3 “Todo el amor que existe en esta vida” (el cuerpo entero hecho un huracán), y me decía que sería mejor un ritmo suave e inaprensible como el de la bossa, tuve tiempo para desenfocar apenas la vista y escuchar cómo la canción se transformaba en música de fondo de una entrecortada voz en off.
Pensaba en mierda; sobre todo, en el tabú que se hace de la mierda. Y en los distintos tipos de mierda que sufren un mismo destino común, que es el del rechazo. La mierda es mucha, se reproduce; hija de una circunstancia única pero de intestinos varios, la mierda es un abanico de variedades: heterogénea. Y la mierda, un único fragmento de azarosa mierda es, a lo largo de su vida, varias mierdas distintas. ¡Mierda! Mierdas hay miles, de características variadas. Más claras, más negras, más gruesas o flacas, flácidas o rocosas, con mayor o menor peso específico. Todas son mierdas, pero no hay dos mierdas iguales. Y, ¡mierda!, si una mierda pudiera ser igual a “sí misma” en algún momento de su vida... si una mierda pudiera ser la misma mierda para siempre... Pero es inexorable el tiempo, la vida: las mierdas cambian, y está hecho de pavor el momento. Desde que se ofrece al mundo tiene los segundos contados, no permanece: el llanto, el viento, el sol que quema la piel la desgastan; se seca, se vuelve inflexible, frágil, pierde los colores; marchita como una colilla de cigarrillo, ya no huele, se desgasta por el roce con el tiempo, se hace polvo en la tierra y se diluye, ya no hay mierda. Las mierdas mueren solas, despreciadas o minimizadas por el mundo, atropelladas por suelas prepotentes, subestimadas por estar viejas... Las mierdas nacen y mueren solas, eso sólo comparten. Y sin embargo, generalizamos. Un mundo de mierda, variedad rica ante los ojos y sin embargo, generalizamos. El tabú, el principio retrógrado. Es mierda, sí. Es arte.
Supuse eso detrás del tabique impotente de la parada, que no aislaba del frío, mientras pensaba en el artista nocturno maquinando la escultura que ya desaparece bajo la lámpara, entre las vías y un armatoste de metal, en el rincón más feo de los días de mi barrio, en la zona orillera de mi barrio, en mi barrio, al costado del mundo. Después vino un mesías y perdió su nombre: fue colectivo, lo tuve que correr, conseguí asiento. Y entonces escribí, escribí para no estudiar, escribí porque a la mierda, despreciada, debemos mucho; porque sin embargo la mierda, entre todos los tabúes, es el único del que faltan los panegíricos de una mirada hondamente preocupada, porque la mierda es lo que hay, de donde venimos y adonde vamos, polvo y mierda y polvo y...
Esto no es un panegírico, no es una vituperación: habla de la mierda como es la mierda. Y la mierda es esto: mierda. Eso es todo.

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