Mostrando entradas con la etiqueta 05. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 05. Mostrar todas las entradas

05 Ábaco

Unos días atrás desperté y me di cuenta de que yo era el pájaro. Pero nadie me había convertido en eso, simplemente lo era. Lo peor es que, a diferencia del sueño de Castel, ese tipo que le confesaba cosas a Sábato, yo ni siquiera podía chillar. Abría mi pico y no emitía ningún sonido, el silencio me rodeaba hasta cuando agitaba mis cortas y ridículas alas grises. Nadie se dio cuenta del cambio, nadie me hirió con una manzana ni me mostró abiertamente el desprecio. Para los otros yo seguía siendo el mismo de siempre, ni siquiera los sorprendió mi mutismo.
Todavía ven la fachada, nadie descubrió la verdad. Los escasos murmullos que salen de mi garganta los deja satisfechos: yo los había acostumbrado a mi parquedad. Los pájaros no lloramos, y en mi situación, poco puedo hacer para demostrar lo miserable que me siento. De modo que sigo haciendo lo mismo de siempre y pretendo creer en la fachada que ellos ven en mí. Soy, para el mundo y para mí, un ser humano común y corriente, reservado, serio y conforme con su vida. Logré engañarme tanto que ya ni siquiera percibo el cambio en mi cuerpo: el pico se refleja en el espejo como labios, mis plumas ásperas son piel seca y morena, las cortas alas son brazos flacuchos y velludos. Lo único que no ha cambiado son los ojos, que siguen siendo grandes y oscuros, vidriosos e inexpresivos, tal como cuando me veía a mí mismo como pájaro.
Aparento ser el mismo solitario de antes, un poco más callado y con una voz distinta que puedo emplear nuevamente, aunque con menos frecuencia. Pero en el fondo de mi mirada límpida y vacía, a veces, durante las noches, puedo ver eso que me atormenta y recuerdo que todo esto es una farsa. Enseguida distingo algunas plumas y trato de chillar, pero mi voz desaparece una vez más. Es entonces cuando voy a dormir, porque no sé qué más hacer, y permanecer despierto es doloroso. Esas noches tengo pesadillas, y temo despertar y descubrir que sigo viéndome como un pájaro mudo. Todavía no sucedió, y no quiero pensar qué haría si eso pasara. Soy cobarde: prefiero engañarme, creer que soy humano, y olvidar por unos segundos eso que se esconde en mis ojos cuando me rodean las sombras. Por lo menos así puedo contarle a una hoja de papel una historia presuntamente ficticia que me permita canalizar un poco esto que me persigue en las noches.

05 Globo rojo

Es como cuando ves al globo irse volando, más allá de tu alcance (es inútil que saltes), y tu papá te dijo que lo sostuvieras fuerte porque esta vez el techo no iba a impedir que se escapara. Pagaron: elegiste; abrieron la billetera y pagaron: es un tesoro el que tenés entre tus manos, el que busca verticalmente aspirando el cielo. Un hilo, un trozo largo y delgado de plástico blanco lo sujeta a la tierra, a vos con los pies bien plantados, incapaces de tanta volatilidad. Vas con la cabeza inclinada hacia arriba, mirando al globo con forma, y tu hermana, al lado tuyo, te dice que los globos son caros y duran poco, que se pinchan, que no valen la pena. Pero quizás te envidia. Caminando con el globo, levantar un pie es revivir la fantasía de salir volando, hasta el techo del supermercado donde agonizan los que se escaparon sin sus dueños, o luego, hasta las nubes como azúcar o más allá. Entonces aferrás fuerte el hielo de plástico blanco, como sabiendo que cuando se vaya ya no va a haber nada que le impida seguir alejándose más y más. Tu papá te lleva de la mano para cruzar la calle y tu hermana camina al lado con su algodón de azúcar tan etéreo, vaticinando las nubes que se aproximan cuando tu mano olvidadiza se abre para cerrarse un segundo después, demasiado tarde ya, mientras tus ojos no se cansan de mirar como el cielo se aproxima y vos quedás tan abajo. Alguien te reta; tu hermana tira la madera endulzada y te dice, "yo te dije, el precio, los globos no duran, no vale la pena". Vos ya casi no lo distinguís, un manchón rojo tan cerca de la luna que se nota a plena luz del día, tan lejos del auto que te encierra y se aleja más, más, hasta que ya ni siquiera podés imaginarlo en las alturas, un punto de color desafiando las ataduras y la tierra.

05 El corte

Un hombre iba caminando por un descampado en una noche oscura. No había luna en el cielo encapotado, las estrellas no se divisaban y el próximo pueblo quedaba a kilómetros de distancia. Adelante, atrás y a los lados, el camino se perdía en las tinieblas impenetrables. Un par de luces alumbraban algunas partes de la calle rota, llena de baches, y marcaban su sendero. El hombre contó los pasos, sesenta en total de uno a otro poste de luz. Sesenta pasos largos. Las piernas le dolían de tanto caminar – le dolían de sólo pensar lo mucho que quedaba por recorrer-, pero él seguía contando hasta llegar a sesenta, hasta llegar al próximo poste. Allí se detenía por un segundo y pensaba en descansar, pero siempre se decía lo mismo: “en el próximo”: Sesenta pasos, sesenta postes, y seguía caminando. A veces soñaba con que un auto pasaba por ahí y lo alcanzaba a la ciudad. A veces se reía cuando imaginaba un taxi. Pero seguía.
Cuando la cantidad de postes pasados ya era incontable y, sin embargo, sentía que no había avanzado ni un paso, tropezó. Faltaban diez trancos para el próximo poste. El cantar de un grillo se hizo ensordecedor. El hombre, cansado, levantó la cabeza lastimada y miró la luz. Ésta no titiló antes de apagarse.
Ahora la oscuridad era completamente impenetrable. Se levantó tambaleante, adolorido, y miró con los ojos abiertos la oscuridad que lo rodeaba. No pudo percibir nada, era un negro uniforme el que lo cercaba. Parado atento a un lado del camino, esperó, y muchas veces creyó ver algo antes de darse cuenta de que todo era un engaño de los sentidos ansiosos. Faltaba mucho para el amanecer y las nubes cubrían las estrellas. Indeciso, sintiéndose completamente vulnerable, después de mucho esperar avanzó un paso, tres, seis. Diez en total, y llegó al poste. La marcha se reanudó en las penumbras.
No supo bien cuánto tiempo había pasado desde el corte cuando escuchó el ruido en la lejanía. El ruido de un motor, y el chillido de un pájaro a lo lejos. Locamente esperanzado escudriñó sus alrededores. Nada; todo seguía sumergido en la triste oscuridad. Pero el ruido crecía, crecía, y aunque el insensato conductor avanzaba con las luces apagadas, el hombre oteaba inquieto buscando algo que no podía ver. Y el ruido crecía; creció hasta hacerse insoportable.
Una fugaz ráfaga de viento acompañada de un ruido atronador lo envolvió en una nube de polvo que lo hizo toser. Una bandada de pájaros chilló a los lejos; el auto se alejó velozmente, oculto en sombras. El hombre se dejó caer; sus piernas temblaban. La herida en la cabeza, el corte de la primera caída, sangraba otra vez. Ya no sabía cuánto faltaba para el próximo poste; el sol calentaba su piel. Su mundo seguía envuelto en sombras.

05 Sobre la ejemplar juventud de Peter Held.

En el vigésimo aniversario de la muerte del Subgeneral.

Peter Held no siempre fue el dechado defensor de las costumbres que supimos conocer. Investigando, cronistas tiempo ha desaparecidos realizaron una recopilación de datos que aún se encuentra en el archivo de la Excelentísima Biblioteca de Morón, donde se detalla pormenorizadamente la juventud del patriota. Nos centraremos especialmente en un documento manuscrito de su psicoterapeuta Horacio Laguña, quien asistió al derrumbamiento y la milagrosa mejora del Subgeneral en el año 19...
Cuenta el doctor Laguña que a finales de década, recién salido de la Colimba, el Subgeneral Held se mudó solo al pequeño monobloc que lo acompañaría el resto de su humilde vida, y abandonó los estudios para dedicarse por entero a actividades de rara procedencia. El doctor Laguña, amigo de la madre del Subgeneral y ya por entonces interesado por el futuro del joven que llegaría a ser como un hijo, preocupado por la salud y la herencia de Held, de quien creía acertadamente había entrado en el accidentado camino de las substancias corruptas, comenzó a visitarlo asiduamente para intimar, a fin de conocer lo que perturbaba a nuestro Subgeneral. Observose entonces en el joven indicios de un desvarío leve, derivado de una manía de orden que lo llevaba a alterar las sanas usanzas con arbitrarios reordenamientos de efectos inútiles, a saber:
- las pastillas confitadas por colores, detalle inexcusable ante las visitas por lo sudoroso y manoseado de sus manos;
- los muebles de la casa por tamaño, creando una organización espacial escandalosa, puesto que es una locura buscar los anteojos en la mesa de luz sentándose en el inodoro con los pies sobre el paragüero;
- los artículos cotidianos por peso, lo cual incomodaba en las tareas cotidianas, por ser imposible vivir si lo más pesado se alinea sobre lo más frágil;
- los días de la semana por orden ortográfico, creando confusiones laborales inaceptables.
Todo lo señalado y otros desvaríos que no contribuyen a la cuestión más que de manera anecdótica, surgidos indudablemente por el lastimoso contacto del ingenuo joven con las substancias dañinas, arruinadoras de juventudes y amenazas de onanistas torcidos de pelo largo, acabaron por convencer al preocupado doctor de la necesidad de tomar recaudos con Peter Held, para así poder salvaguardar la herencia familiar, que desaparecía entre tanto orden disparatado como ceniza en cenicero. De modo que sin llamar a su santa amiga, madre de nuestro Subgeneral, a fin de ahorrarle la preocupación, el conocimiento de la futura ruina y la vergüenza, calladamente dio parte del asunto a las autoridades, que no tardaron en apersonarse en la casa del loco. Y como no podía ser de otra forma, entonces lo encerraron.
Trascribo a continuación lo que el doctor Laguña anota en su librera, citando las palabras del Subgeneral en el momento de su detención y traslado al hospital Borda:


....Acá
....buscan curarme de enfermedades ficcionales.
....Grito, “Horacio”, indignado, "joputa”
....¡kioscos! ¡laderas!
....¡madres, nerdas, ñoñas!
....Opúsculos.
....¿Pero qué refreno se tuvo?
....Uno
....Varios
....(What? WHAT?)
....¡Xenófobos!

....... y zumo.

Cuenta el excelentísimo doctor Laguña que Peter Held se bebió todo el líquido de una, obligado, que le pusieron el chaleco de fuerzas y lo confinaron al cuarto más seguro, para su mayor protección, sin hacer caso a los gritos del desquiciado, que como todo loco, clamaba estar cuerdo con total credulidad. Dice, también, que sólo luego de tres días el trastornado se calló la boca, tras probar en él técnicas alternativas para la recuperación del juicio, y que recién entonces, en el cuarto meticulosamente acolchado de blanco, el Subgeneral Held cayó en la cuenta de lo que tenía que caer, es decir, que estaba obsesionado con trivialidades por efecto del odioso enemigo de la juventud. Y a partir de entonces se prestó con docilidad al tratamiento de Laguña, que decidió ser ordenado, e ir por partes, con algo de meticulosidad elegante, aunque difícil y exhaustiva. Condujo, pues, a Held con técnicas modernas hacia el claro sendero de la razón, entre, según las palabras del paciente, “zumbidos y xerófilas; watts vacíos, unánimes, tontos. Se rompió, qué pillo, ordenando ñañas, nadas; maltratándome, lamiendo knockdowns, jodiéndose, inflándose, hinchándose, gutural, fofo enclenque de caradurismo boludo, ahí”. Aparentemente, no tardó un mes el tratamiento en dar resultado; relata Horacio Laguña que cuando vio a su discípulo sano de nuevo, se alegró indeciblemente y, por supuesto, lo dejó salir. Dijo que era un milagro, tanto desorden, que Peter Held ya estaba curado. Se admiró de las proezas de la voluntad y el conductismo, y lo observó volver a casa.
Cuenta el doctor Laguña, con emoción, que las puertas del hospital Borda se abrieron, y entonces, lo soltaron.
Ahí, en las calles de Buenos Aires.
Cuenta el doctor que lo vio todo: Peter Held se fue caminando por el cordón negro de la calle, y luego por el precipicio del fin de la vereda, y cuando ya estaba lejos, de uno en uno, en diagonal, de dos en dos, a puntapiés, y sólo volvió a bajar a la calle cuando empezaron las baldosas amarillas, cuadriculadas muy chiquito, donde no había modo de vencer. Peter Held, alejado de la mala influencia de substancias peligrosas, había vuelto a las sanas diversiones de la juventud, en una saludable despedida de las mismas. A Horacio Laguña, entonces, esto no le preocupó, porque ya sabía que Peter Held sabía que eso era una meticulosidad ingenua, inútil. Llegado al departamento, que gracias a las amables sugerencias del doctor había sido reacomodado, limpiado y tenía las ventanas abiertas para dejar escapar el aire viciado, nuestro Subgeneral, pobre ya, pero cuerdo, observó una conducta impecable, y cuando a la noche recibió visitas de Horacio, gran amigo, dio muestras de haber encaminado su vida por el recto camino por el que hoy lo reconocemos con cariño: había entendido que el orden, el Orden, es una cosa más grande que alfabetos o baldosas, que muebles; es mucho más grande. Y a partir de entonces, el Subgeneral Held, secundado por su maestro y salvador, se abocó a la humilde tarea de contener el desbande en la nación, salvaguardar las virtudes y conservar la moral, tarea que hoy agradecemos efusivamente en su día.

05 CONFIRMADO: 31 de febrero, Dios encarnado visita Argentina

La noticia se difundió por todos los medios. La gente estaba como loca: de pronto, la vida en el país del tango, las empanadas, los shoppings y la cumbia villera se trastocó completamente. Todos se preguntaban por qué ese que supuestamente había creado todo y al que supuestamente le debíamos la vida, y quien tenía supuestamente la culpa de una existencia eterna de regocijo o castigo luego de la muerte en la Tierra, por qué, vuelvo a repetir, ese había decidido visitar nuestro país humilde, mañoso y truculento como las olas del mar en invierno. Todavía no teníamos respuesta (faltaban cinco días para el tan esperado encuentro), pero eso no era un gran problema: los diarios se habían llenado de encuestas y columnas de opiniones, y la gente se contentaba barajando suposiciones, como había hecho hasta el día en que miles de gaviotas bajaron del cielo llevando en sus picos folletos de un oro finísimo y extrañamente flexible estampados con la palabra divina.
Los avisos habían llegado el 24 de febrero al mediodía. Dios había sido cortés y conciso. (Yo tendría que aprender de él, porque siempre termino yéndome por las ramas.) En los folletos que cubrieron todas las avenidas, calles, caminos y techos de nuestro país, desde la Patagonia hasta las cataratas, él nos explicó que se presentaría en el obelisco a las 12 pm del 31 de febrero y que, como sabía que los argentinos somos desconfiados, nos regalaría un milagro sumamente provechoso por día hasta que se presentara el momento del encuentro. Nos dejó su mail por si queríamos escribirle, pero por si las dudas, incluyó una pequeña aclaración explicando que dada la cantidad de mensajes que seguramente recibiría, la mayoría de ellos serían respondidos por sus asistentes personales. Luego les contaré sobre mi mail y la escueta respuesta que recibí.
Lo prometido es deuda, dicen; el dios se encargó de saldarla: en los días que siguieron ni los más escépticos pudieron mantener sus gestos de incrédulos viejos, y terminaron estando tan entusiasmados (en su caso, negativamente entusiasmados) como el resto del vulgo que se agolpaba en las calles todos los días a las 11:50 para esperar que se produjera un milagro. Recuerdo que desde la ventana de mi departamento espiaba a mis vecinos amontonados en la playa de estacionamiento, mirando al cielo con las palmas juntas en un gesto de hipócrita y tardía confianza en un ser superior. Yo los miraba desde el tercer piso, sonreía socarronamente e imaginaba que el otro, de ser cierto todo ese circo que había alargado el mes del año más caluroso, debía estar riéndose al igual que yo de sus pequeños adoradores. Me daba asco, ese dios, por ser tan cruel y manipulador, porque ubicado allá arriba (o abajo, o en todos lados, qué más da), se daba el gusto de gozarnos, compadecernos o castigarnos, y encima esperaba a cambio nuestro amor. Por orgullo y bronca me limité a observar por la ventana, y por ello me perdí el botín que nos hizo, de mediodía en mediodía, una nación superficialmente feliz, con pocas preocupaciones y riquezas para tirar para arriba. Debo admitir que ese dios tenía una gran capacidad para agradar y manipular a la gente. Les daba justo lo que creían querer y les prometía mucho, mucho más a cambio de un precio aparentemente irrisorio, pero difícil de estipular.
No hicimos ricos del día a la mañana. Los políticos de turno aprovecharon para amoldar los hechos a gusto y placer, los turistas invadieron hasta los poblados más remotos y los otros países nos miraron con envidia. Esos días fueron una auténtica fiesta, y todos, a excepción de los enfermos terminales y quizás los familiares más cercanos a los fallecidos, estuvieron de buen humor. De pronto dejamos de recibir tan fácilmente a la gente de afuera, y los que no nos habíamos ido del país comenzamos a sentirnos afortunados. Fueron días de absoluta felicidad, confusión, escepticismo, ilusiones e ironías. Nunca se había visto nada parecido. En el exterior inventaron novísimos chistes basados en el gran ego de nosotros los argentinos.
Y de pronto llegó el día. Yo había escrito el mail y había recibido la correspondiente respuesta, que me incitaba a asistir a la conferencia programada para el 31 de febrero al mediodía en el Obelisco. Luego me enteré que quienes residían en otras provincias recibieron la misma contestación, pero con diferentes horarios y direcciones. En Córdoba, si no me equivoco, la conferencia se realizó a las 15 hs.
La avenida 9 de Julio estaba atiborrada de gente. Quienes habían decidido llegar en auto se vieron obligados a abandonar sus vehículos, y los que habían tomado colectivos atestados (que, por cierto, eran muy difíciles de conseguir) habían tenido que caminar varias cuadras. Noticieros de todo el mundo mostraban la enorme congregación de personas en vivo y en directo, y la vista era increíble, una marea humana compuesta por seres de diferentes religiones (no había quedado claro qué dios nos venía a visitar) se movía a compás de una música inexistente, avanzando, retrocediendo, aplastándose y creciendo en una mezcla de ropas y pieles de distinto color. La unión y convivencia fueron increíbles: los blancos más racistas no se molestaban al sentir que un negro les rozaba la piel, y los intelectualoides intercambiaban impresiones con fanáticos de la cumbia villera. Unos pocos lo veíamos todo cómodamente sentados en el sillón, frente al televisor viejo y gastado. Cuando nos cansábamos buscábamos en la cocina algo para comer y volvíamos a esperar. Eso hasta que sonaron los doce gorjeos del cucú y apareció él, como David Copperfield en medio de un show exclusivo. De la nada. Parado en la punta del Obelisco, sintiéndose seguramente terriblemente incómodo, nos habló sobre la corrupción del mundo y la necesidad de volver al camino correcto. Me sorprendió su voz de sacerdote barato. Luego, nos regaló con uno o dos milagros, porque se dio cuenta de que perdía audiencia. La gente lo contempló hipnotizada. Pidió que no hicieran preguntas, y continuó con su discurso. Dijo que se sentía apenado por nuestra vida pecaminosa, y nos amenazó con el infierno tan sutilmente que muy pocos se dieron realmente cuenta de su amenaza. Nos pidió que repasáramos los libros sagrados y que analizáramos nuestras conciencias. Al final pidió unos minutos de silencio, y sus palabras fueron órdenes. El ladrido aislado de un perro sarnoso fue callado con una patada. Los corazones de los fieles latían todos a la misma vez.
Desapareció como había llegado, sin decir su nombre y sin que entendiéramos bien para qué había vuelto. La mayoría coincidimos al pensar que su intención no había sido traer paz al mundo, porque después de eso pasamos por nuestros peores años y en sus palabras no habíamos percibido ninguna advertencia directa. La visita suscitó las peores controversias, y todavía hay muchos que creemos que fue todo un invento, un sueño masivo, o una estrategia de marketing o algo así, realmente perverso y eficaz. (Ciertas compañías registraron un incremento en sus ventas impresionante. Muchos adhirieron a la teoría de que había habido mensajes subliminales en las palabras de ese dios. El best seller del verano fue un libro aburrido en el que el ejemplo de la visita del dios fue analizado desde casi todos los ángulos, así como las teorías que circulaban por todos lados causando indignación en la mayoría.) Lo importante de todo eso fue que sea como sea, los argentinos gozamos de una época dorada, breve pero agradable. Hubo quien empleó sus ahorros en costosos viajes al exterior, en propiedades y bienes materiales. Algunos filántropos donaron una pequeña parte de todo lo que habían juntado, y la mayoría usó la plata para pagar las deudas y alivianar un poco la vida. El Obelisco y las otras ciudades elegidas por ese dios pasaron a tener la importancia de La Meca, y los brasileros no pudieron competir con su Cristo Redentor. La fama nos duró muchos meses. Después vimos a alguien pisar Marte desde Internet. Después un país que no fue el nuestro ganó algún mundial de fútbol. Después estalló una guerra, estuvo en peligro todo el mundo, el nivel de las aguas subió bastante y las catástrofes naturales azotaron la tierra. Después nuevamente se impuso la rutina. Y de nuestro pasado dorado de dioses turistas y milagrosos y masas congregadas haciendo reverencias sólo quedaron los chistes. Esos chistes típicos con los que los de afuera siguieron burlándose del ego de los argentinos.