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16 See me, feel me

"Mirame, mirame, mirame, mirame..."
Una persona cualquiera a través del vidrio del colectivo, parada al lado de un kiosco sin mirarlo, sin percatarse de los ojos que la observaban deseosos, casi desesperados.
"Mirame, mirame, mirame, mirame..."
La persona saludó a alguien, se agachó para atarse las zapatillas, volvió a la posición original. Su mirada recorrió la masa de gente que se empujaba para caminar por la vereda, nada más. El colectivo no se movió y los ojos que la observaban tampoco.
"Mirame, mirame", pensaba Martín, y era una petición muda e insignificante que en ese momento equivalía a un grito tragicómico que no se animaba a abandonar los labios. Era un grito sin pasión, un grito que más bien se parecía a esas brazadas cansadas que da el que se está ahogando sin conseguir salvarse aunque el agua en realidad no sobrepase su cintura. Era una brazada sin un verdadero propósito. La persona no importaba; importaba la mirada, ser descubierto. Más los deseos y el anhelo que la mirada, quizás.
Pero sí, necesitaba una mirada. Pedía, rogaba sin hablar. "Mirame, mirame, mirame..."
Mirame, mirame, mirame. Mirame en el sentido de descubrime, pintá lo gris de colores, qué sé yo. Mirame y si querés no digas nada, sólo mirá. La mirada puede ser el mejor regalo.
¿Y si lo miraba, qué?, podrán preguntar. Podríamos conjeturar tantas cosas, podríamos armar una bella historia. Pero no lo miró. El colectivo arrancó; el observado nunca supo que había adquirido tan trivial y gigantesca importancia. Él olvidó sus irracionales deseos; tiempo después miró a otra persona, y luego a otra, y a veces lo miraron y no se enteró. A veces no deseó ser mirado. A veces el deseo lo abrumó.

02 El hombre y su doppelgänger

Un doppelgänger que se asoma y lo mira, y no lo mira pero le persigue la mirada, entrecierra los ojos, le sonríe, se burla, hace aspavimentos, lo copia. Es tan idéntico a él que le da miedo, pero puede no reconocerse en el doble: hay algo extraño, algo ajeno: una sombra escondida en la curvatura de su cuello que se desliza a la mitad de su cara y se pierde en las orejas, una mano que copia sus gestos pero se tensa incómoda (es su mano), un algo agazapado bajo su apariencia de doble casi exacto. El doppelgänger se ríe, se ríe como si supiera lo que él está pensando en este momento: de algún lado (¿de ese otro?) sale la voz que dice "ay, Martín", y en ese "ay" está la burla: es un "ay" que intenta convencerlo de que nada es anormal en el doble que se asoma y lo imita, que no hay algo distinto a él en ese otro, que sólo hay uno en ese cuarto y es él, Martín, a las 2 de la madrugada y con tres cuartos de petaca de whisky encima, que las manifestaciones son unilaterales y el doppelgänger es nada, un outis que sin embargo...

Ahí está, riendo con ojos achinados, le persigue la mirada y Martín lo mira a él, o quizás ocurre al revés, pero es lo mismo. Se miden, o eso cree que hacen; en todo caso, lo mide. El otro parece medirlo; simula, pretende. Se habla, le habla; hace un rictus con los labios que el otro copia simultáneamente. Sentiría amenazada su precaria individualidad ante semejante descaro, pero el doppelgänger, en su igualdad, visto desde afuera, es distinto; el rictus se hace amargo, Martín lo enfrenta y el otro se multiplica: mil caras persiguiéndole la mirada, mil caras mirando hacia otra parte, mil caras copiándole los gestos que no son los suyos. Hay una imagen graciosa y la voz estalla en carcajadas; el rictus desaparece, pero los ojos miran a los ojos que ocultan esa diferencia inaprensible, el doppelgänger vuelve a ser uno y Martín se aleja, horrorizado: vio en el fondo lo fragmentario pero algo más, vio en los ojos del doppelgänger cómo éste observaba a su doble, se vio en el reflejo del negro de esas pupilas y él mismo era distinto, se vio disolverse, vio su pánico en la mirada del otro y supo que tuvieron la misma sospecha, pero en el otro había más, había la risa (¿o era su propia risa?), había esperanza (¿o era su esperanza?), había labios moviéndose y nuevamente era la voz diciendo "ay Martín", la burla de intentar creer que había sólo uno en el cuarto, que había un Martín reflejando un doppelgänger y no un Doppelgänger reflejando un martín, que la sospecha eran los tres cuartos de petaca en la sangre, que era él el que le daba la espalda al espejo y no al revés, que había él, que era más que un montón de imágenes y un montón de reflejos.


22 Una carta cursi

Le dijo "¿Me enviás un mail, Martín, uno que sea para mí, como una postal en el correo con una foto del Obelisco y algo que escribiste pensando en mí, nada más?" Y no supo qué escribir. Es difícil escribir por y para otro, preguntándose si le va a gustar, o no. Así que decidió dar vueltas y contar una historia. Tomó la lapicera y escribió.

Cuando terminó... Cuando terminó, qué difícil, apreciar las sutilezas que hay en terminar. Terminó y se preparó un café. Había estado toda la noche despierto, escribiendo; no podía dormir. Era cansador estar en la cama, el ventilador al lado, no ventilando nada, la vista fija en el techo de madera lleno de estrellas fosforescentes, estrellas de cuando era chico y quería ser astronauta. Así que se había hecho una infusión, y luego un café, y luego mate, y había escrito, escrito, escrito. Escrito para alguien, escrito para él, escrito para la nieve del otro día en Buenos Aires, quizás. Tenía las manos congeladas, pero no usaba guantes, un poco por capricho y otro poco por comodidad: era difícil sostener la birome con guantes, los guantes no estaban hechos para escritores, no, no. Igual, le gustaban las manos frías, los pies fríos, le hacían pensar en una mañana de invierno, en sábanas y frazadas blancuzcas, en un café humeante y recibir un beso en la cama y tomar el desayuno mirando el mar borrándose en el horizonte, o el cielo pincelado, en su defecto. Apartó las ensoñaciones; era temprano, no iba a dormir, tenía que ocuparse de los "tengo que". Había llovido ayer, y el cemento seguía húmedo, el cielo nuboso, los árboles desnudos. Un globo rojo volaba allá a lo lejos, lo persiguió con la mirada hasta que se perdió detrás de la carpa.
Era malabarista, era payaso, era mimo profesional; el circo, extrañamente, estaba apostado en la ciudad desde hacía años. Trabajaba ahí, no hace mucha falta aclararlo. La ciudad era famosa por su circo: siempre había caras nuevas, siempre risas nuevas, siempre estridentes bufidos de muchachos aburridos, siempre sonrisas en ojos, manos serias, lamparones, siempre manchones de gente que no paraba de moverse, y en el medio, él, él y los otros payasos, los otros malabaristas, las bailarinas, los actores con antifaz. Entrenaban duro desde temprano, y a la noche, la gran función, donde buscaba lo que ya creía inencontrable. Los ojos que lo rodeaban eran líquidos, brillantes, de un cristal extrañamente opaco donde nada se reflejaba verdaderamente. Antes, cuando había llovido pocas veces y el rojo en la lona era más rojo, el púrpura más púrpura y el bronce más broncíneo, antes se sentía en cada una de las miradas, en cada una de las risas, en cada aplauso entusiasmado, y quizás por eso no importaba, tenía ese algo. Antes, eso era antes. Un día había cambiado, y cuando se dio cuenta sólo eran cristales empolvados aplaudiendo todas las noches las mismas muecas, no pudiendo reconocer las variaciones que se esforzaba por lograr. Había llovido, desde entonces, el rojo era naranja, el púrpura un raro morado, el bronce, musgo, él, un tipo cansado que pasaba las noches en vela, combinando palabras, sobreviviendo a cigarrillo y café. Lunes, martes, jueves, octubre, diciembre, 2006, 2007, 2010, eterna danza de reflejos y clavas, orquesta y titiriteros, gimnastas, sombreros, poesía, clamor, poesía. Porque de repente, la mirada sorprendida, reflejante, las manos calmas y finas, Malena, el silencio distantemente cercano, y el camino a la noche con los charcos tachonados de estrellas, dos, dos, cuatro, dos, el clamor de una guitarra, pintura, sólo pintura y poesía.

23 Todo fluye (nota sentimental)

Martín la amó bajo el quejido de un ventilador de hotel, un río azotado por el viento que regaló su piel e izó las aguas; Martín tocó su cuerpo inasible de piel sudada, se sumergió en el vino y bebió de sus mejillas, olió su selva de flora salvaje y la perdió. Martín se ató en las sábanas blancas secadas al sol de una lámpara habitada por mosquitas. Ella le susurró las cosas más bellas al oído; él sólo dijo
shhh

Perdoname no poder compensarte con palabras
habría aceptado cualquier cosa en el silencio absurdo del pensamiento y cualquier designio
- te lo dije y fue inexacto, pero ya no volvería a afirmarlo.
Deberías echarme la culpa,
prohibirme la imaginación, el cansancio, la curiosidad,
así no tendría que leer tu mirada desde la lejanía
a la que yo no puedo querer, porque no quiero querer a nadie.
Tu mirada escribe lindo, modula suave, y deja caer los párpados cuando besa.

¿qué podrías responder?

Martín la amó despacio, suave, embriagado de un vino rojo que, dicen, dice mentiras de espuma de mar; ella le echó los brazos al cuello y lo acarició en puntas de pie, y besó su oreja con la misma espuma.
Fue efímero.
No puede ser mentira eso que se ensortija en tu cuerpo y se ancla en el pelo y tus ojos, lo que te acaricia mar adentro, susurró todo en el cuarto. Un pliegue de sábana líquida, un rastro de pies en la loza, un roce del terciopelo, el techo verde, las luces calladas, la puerta.


19 Martín

Las gotas cayeron marrones, pesadas, mojaron todo, y luego, cuando terminaron las exclamaciones y los golpes de cacerolas, empezaron a repiquetear contra el trasto abollado e inútil.
La casa se volvió fría, como el tiempo largo cual tortura china, tiempo paciente y burlón. En ese momento no pensé nada. Sequé la cocina, acomodé las cacerolas, busqué un buzo viejo y gigante y me senté frente a la computadora para perderme en el primer juego idiota que encontrara en internet. Recién cuando me aburrí de jugar bajé para conseguir un algo de comida y me senté a hacer nada, un alfajor de maicena en una mano (aunque no me gusta la maicena) y la mejilla en la otra. Tuve sed en la boca arenosa, y sueño, y delante el resplandor eterno de la computadora zumbante como el silencio de las pisadas en un desierto.
Pensé: nos horrorizamos ante la crueldad de ese mecanismo interno que nos hace ver espejismos en el paraje más árido o la ruta más ardiente, y un resorte que saltó irrelevante me contestó:
- Bah, qué va a ser cruel. Es una maravilla. Lo jodido es cuando no ves nada.
Claro que el resorte no articuló las cosas así: fue más bien una sensación de contrariedad y una idea completamente distinta a la anterior que surgió casi sin palabras, como surgen realmente las ideas: imagen de un desierto estereotipado (una ciudad), boca seca, y la certidumbre (es cierto, porque es la subjetividad de todos los días) de que lo horrible es estar seguro de la anulación de la distancia a causa de la infinitud de la misma, de la ausencia de cualquier engaño que lo distraiga a uno con sus sentidos, de la completa falta de esperanzas y la imposibilidad de no seguir andando. Quizás alguien recuerde a Camus o algún otro teórico de la angustia en este momento, a esa persona le digo que lo deje de lado. Esa certidumbre, ese resorte que saltó ni siquiera ofreció como salida la angustia: lo peor de todo es cosa de todos los días, es la imposibilidad de evadirse por el camino fácil, es el achatamiento y el cansancio sin nombre, sospechar que los nombres mienten y que se camina por un no-espacio. Después de sentir eso, ya no importa si el destino está a dos pasos o tras kilómetros de camino.
Al llegar este punto ya había cerrado los ojos y apoyado la frente sobre el escritorio, mientras pensaba en nada para escuchar pasivamente los diálogos descontextualizados que provenían de la tv. La lluvia había parado hacía rato, y las piedras se habían descongelado sobre los autos abollados ya por el granizo anterior. Se retorcieron los trapos mojados, y en la propaganda pensé que cuando se llega desde el desierto la cosa debe ser distinta, porque al final siempre hay más ilusiones ópticas que en el recorrido y uno cumple con el ritual de engaño u olvido. Desgraciado el que no pudiera dudar del sentimiento y deformarlo hasta volverlo irreconocible, ese sería como una cocina llena de goteras durante un diluvio a lo Macondo: enmohecida, húmeda, de ladrillos rotos y rodillas reumáticas, y cacerolas anegadas a las que ya no hay en donde vaciar.