01 Anxiety (Boris Artzybasheff)
02 El hombre y su doppelgänger
05 Ábaco
07 Crear polvo es una tarea de siglos
13 Adjetivístico al huevo
16 Esperpento
18 Un nombre sin tiempo
19 Un tiempo sin nombre
22 El copión
22,30 Out of the blue
23 Lances
24
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01 Anxiety (Boris Artzybasheff)
Ahora se van a escapar de mí como hacen siempre, porque les gusta huir y yo... ¿cuándo pude yo hacer algo para detenerlas? Muy raras veces atrapo a unas pocas, sólo a unas pocas gotas que no hacen más que acrecentar mi sed: es tan cruel, disfrutar de algo que nos está negado; con el tiempo, el recuerdo de esas oportunidades desaprovechadas cuando aún no sabíamos acaba volviéndonos locos. Eso y la larga espera, la ansiedad, la certeza de que lo deseado no va a llegar, al menos no ahora, que es cuando resulta necesario. Las paredes intangibles se cierran alrededor y la garganta chilla en un concierto de agujas amigdalíticas: uno se siente cercado por todos lados, con un infinito espacio para correr, pero cercado. A veces la falta de muros que tirar abajo es más difícil de afrontar, abruman las posibilidades infinitas pero perduran esas paredes intangibles que se cierran alrededor, esas paredes anexadas de las que no se puede huir corriendo, esas paredes que no amenazan dolor físico y a veces por eso mismo son peores, porque no hay motivo para llevarles el apunte, no hay motivo para temerles, y sin embargo...

... Un mundo baila y el hombre baila con él observando los destellos líquidos, sintiendo el roce del tiempo, proyectando obstáculos a su alrededor. Las melodías cambian; la figura se desmiembra en la danza de espacio y tiempo y se reconstruye a sí misma con aguja, entre parches y remiendos tomados de papeles y semillas, de pelusas y tachos de lata olvidados en los rincones oscuros. Las paredes se concretan y desmoronan indiferentes; el aquelarre diurno se vuelve salvaje, orgiástico, igual de tirano y desenfrenado para el hombre que ya no percibe los muros con la vista pero los siente igual sin poder decirlo, sin poder hacerse oír en el pandemónium mental que lo pierde en un laberinto de retazos e imágenes asidas al azar. La palabra, esa tejedora de treguas, no puede salvarlo; ahora lucha por salir a la superficie, escindido y cosido bracea buscando apoyo, una frágil piedra que resista lo suficiente como para servir de base provisoria, para escapar de los brazos que buscan hundirlo en su viscosidad de alga. Allá afuera, otro bacanal se celebra, uno donde las posibilidades son infinitas y las palabras igual de sordas, siempre sordas para el hombre que carga con paredes opresoras a cuestas.
... Un mundo baila y el hombre baila con él observando los destellos líquidos, sintiendo el roce del tiempo, proyectando obstáculos a su alrededor. Las melodías cambian; la figura se desmiembra en la danza de espacio y tiempo y se reconstruye a sí misma con aguja, entre parches y remiendos tomados de papeles y semillas, de pelusas y tachos de lata olvidados en los rincones oscuros. Las paredes se concretan y desmoronan indiferentes; el aquelarre diurno se vuelve salvaje, orgiástico, igual de tirano y desenfrenado para el hombre que ya no percibe los muros con la vista pero los siente igual sin poder decirlo, sin poder hacerse oír en el pandemónium mental que lo pierde en un laberinto de retazos e imágenes asidas al azar. La palabra, esa tejedora de treguas, no puede salvarlo; ahora lucha por salir a la superficie, escindido y cosido bracea buscando apoyo, una frágil piedra que resista lo suficiente como para servir de base provisoria, para escapar de los brazos que buscan hundirlo en su viscosidad de alga. Allá afuera, otro bacanal se celebra, uno donde las posibilidades son infinitas y las palabras igual de sordas, siempre sordas para el hombre que carga con paredes opresoras a cuestas.
02 El hombre y su doppelgänger
Un doppelgänger que se asoma y lo mira, y no lo mira pero le persigue la mirada, entrecierra los ojos, le sonríe, se burla, hace aspavimentos, lo copia. Es tan idéntico a él que le da miedo, pero puede no reconocerse en el doble: hay algo extraño, algo ajeno: una sombra escondida en la curvatura de su cuello que se desliza a la mitad de su cara y se pierde en las orejas, una mano que copia sus gestos pero se tensa incómoda (es su mano), un algo agazapado bajo su apariencia de doble casi exacto. El doppelgänger se ríe, se ríe como si supiera lo que él está pensando en este momento: de algún lado (¿de ese otro?) sale la voz que dice "ay, Martín", y en ese "ay" está la burla: es un "ay" que intenta convencerlo de que nada es anormal en el doble que se asoma y lo imita, que no hay algo distinto a él en ese otro, que sólo hay uno en ese cuarto y es él, Martín, a las 2 de la madrugada y con tres cuartos de petaca de whisky encima, que las manifestaciones son unilaterales y el doppelgänger es nada, un outis que sin embargo...
Ahí está, riendo con ojos achinados, le persigue la mirada y Martín lo mira a él, o quizás ocurre al revés, pero es lo mismo. Se miden, o eso cree que hacen; en todo caso, lo mide. El otro parece medirlo; simula, pretende. Se habla, le habla; hace un rictus con los labios que el otro copia simultáneamente. Sentiría amenazada su precaria individualidad ante semejante descaro, pero el doppelgänger, en su igualdad, visto desde afuera, es distinto; el rictus se hace amargo, Martín lo enfrenta y el otro se multiplica: mil caras persiguiéndole la mirada, mil caras mirando hacia otra parte, mil caras copiándole los gestos que no son los suyos. Hay una imagen graciosa y la voz estalla en carcajadas; el rictus desaparece, pero los ojos miran a los ojos que ocultan esa diferencia inaprensible, el doppelgänger vuelve a ser uno y Martín se aleja, horrorizado: vio en el fondo lo fragmentario pero algo más, vio en los ojos del doppelgänger cómo éste observaba a su doble, se vio en el reflejo del negro de esas pupilas y él mismo era distinto, se vio disolverse, vio su pánico en la mirada del otro y supo que tuvieron la misma sospecha, pero en el otro había más, había la risa (¿o era su propia risa?), había esperanza (¿o era su esperanza?), había labios moviéndose y nuevamente era la voz diciendo "ay Martín", la burla de intentar creer que había sólo uno en el cuarto, que había un Martín reflejando un doppelgänger y no un Doppelgänger reflejando un martín, que la sospecha eran los tres cuartos de petaca en la sangre, que era él el que le daba la espalda al espejo y no al revés, que había él, que era más que un montón de imágenes y un montón de reflejos.

Ahí está, riendo con ojos achinados, le persigue la mirada y Martín lo mira a él, o quizás ocurre al revés, pero es lo mismo. Se miden, o eso cree que hacen; en todo caso, lo mide. El otro parece medirlo; simula, pretende. Se habla, le habla; hace un rictus con los labios que el otro copia simultáneamente. Sentiría amenazada su precaria individualidad ante semejante descaro, pero el doppelgänger, en su igualdad, visto desde afuera, es distinto; el rictus se hace amargo, Martín lo enfrenta y el otro se multiplica: mil caras persiguiéndole la mirada, mil caras mirando hacia otra parte, mil caras copiándole los gestos que no son los suyos. Hay una imagen graciosa y la voz estalla en carcajadas; el rictus desaparece, pero los ojos miran a los ojos que ocultan esa diferencia inaprensible, el doppelgänger vuelve a ser uno y Martín se aleja, horrorizado: vio en el fondo lo fragmentario pero algo más, vio en los ojos del doppelgänger cómo éste observaba a su doble, se vio en el reflejo del negro de esas pupilas y él mismo era distinto, se vio disolverse, vio su pánico en la mirada del otro y supo que tuvieron la misma sospecha, pero en el otro había más, había la risa (¿o era su propia risa?), había esperanza (¿o era su esperanza?), había labios moviéndose y nuevamente era la voz diciendo "ay Martín", la burla de intentar creer que había sólo uno en el cuarto, que había un Martín reflejando un doppelgänger y no un Doppelgänger reflejando un martín, que la sospecha eran los tres cuartos de petaca en la sangre, que era él el que le daba la espalda al espejo y no al revés, que había él, que era más que un montón de imágenes y un montón de reflejos.
05 Ábaco
Unos días atrás desperté y me di cuenta de que yo era el pájaro. Pero nadie me había convertido en eso, simplemente lo era. Lo peor es que, a diferencia del sueño de Castel, ese tipo que le confesaba cosas a Sábato, yo ni siquiera podía chillar. Abría mi pico y no emitía ningún sonido, el silencio me rodeaba hasta cuando agitaba mis cortas y ridículas alas grises. Nadie se dio cuenta del cambio, nadie me hirió con una manzana ni me mostró abiertamente el desprecio. Para los otros yo seguía siendo el mismo de siempre, ni siquiera los sorprendió mi mutismo.
Todavía ven la fachada, nadie descubrió la verdad. Los escasos murmullos que salen de mi garganta los deja satisfechos: yo los había acostumbrado a mi parquedad. Los pájaros no lloramos, y en mi situación, poco puedo hacer para demostrar lo miserable que me siento. De modo que sigo haciendo lo mismo de siempre y pretendo creer en la fachada que ellos ven en mí. Soy, para el mundo y para mí, un ser humano común y corriente, reservado, serio y conforme con su vida. Logré engañarme tanto que ya ni siquiera percibo el cambio en mi cuerpo: el pico se refleja en el espejo como labios, mis plumas ásperas son piel seca y morena, las cortas alas son brazos flacuchos y velludos. Lo único que no ha cambiado son los ojos, que siguen siendo grandes y oscuros, vidriosos e inexpresivos, tal como cuando me veía a mí mismo como pájaro.
Aparento ser el mismo solitario de antes, un poco más callado y con una voz distinta que puedo emplear nuevamente, aunque con menos frecuencia. Pero en el fondo de mi mirada límpida y vacía, a veces, durante las noches, puedo ver eso que me atormenta y recuerdo que todo esto es una farsa. Enseguida distingo algunas plumas y trato de chillar, pero mi voz desaparece una vez más. Es entonces cuando voy a dormir, porque no sé qué más hacer, y permanecer despierto es doloroso. Esas noches tengo pesadillas, y temo despertar y descubrir que sigo viéndome como un pájaro mudo. Todavía no sucedió, y no quiero pensar qué haría si eso pasara. Soy cobarde: prefiero engañarme, creer que soy humano, y olvidar por unos segundos eso que se esconde en mis ojos cuando me rodean las sombras. Por lo menos así puedo contarle a una hoja de papel una historia presuntamente ficticia que me permita canalizar un poco esto que me persigue en las noches.
Todavía ven la fachada, nadie descubrió la verdad. Los escasos murmullos que salen de mi garganta los deja satisfechos: yo los había acostumbrado a mi parquedad. Los pájaros no lloramos, y en mi situación, poco puedo hacer para demostrar lo miserable que me siento. De modo que sigo haciendo lo mismo de siempre y pretendo creer en la fachada que ellos ven en mí. Soy, para el mundo y para mí, un ser humano común y corriente, reservado, serio y conforme con su vida. Logré engañarme tanto que ya ni siquiera percibo el cambio en mi cuerpo: el pico se refleja en el espejo como labios, mis plumas ásperas son piel seca y morena, las cortas alas son brazos flacuchos y velludos. Lo único que no ha cambiado son los ojos, que siguen siendo grandes y oscuros, vidriosos e inexpresivos, tal como cuando me veía a mí mismo como pájaro.
Aparento ser el mismo solitario de antes, un poco más callado y con una voz distinta que puedo emplear nuevamente, aunque con menos frecuencia. Pero en el fondo de mi mirada límpida y vacía, a veces, durante las noches, puedo ver eso que me atormenta y recuerdo que todo esto es una farsa. Enseguida distingo algunas plumas y trato de chillar, pero mi voz desaparece una vez más. Es entonces cuando voy a dormir, porque no sé qué más hacer, y permanecer despierto es doloroso. Esas noches tengo pesadillas, y temo despertar y descubrir que sigo viéndome como un pájaro mudo. Todavía no sucedió, y no quiero pensar qué haría si eso pasara. Soy cobarde: prefiero engañarme, creer que soy humano, y olvidar por unos segundos eso que se esconde en mis ojos cuando me rodean las sombras. Por lo menos así puedo contarle a una hoja de papel una historia presuntamente ficticia que me permita canalizar un poco esto que me persigue en las noches.
07 Crear polvo es una tarea de siglos
¡Advertencia!: No hay advertencias.
Cuando volví a pasar, la escultura de mierda seguía ahí. La comodidad de un colectivo en las mañanas de invierno es irremplazable. Cuando pasé hacía frío. No me detuve a mirar, porque ahí estaba: quince fragmentos, despedazados, amontonados religiosamente, con un orden pensado, en las cuatro esquinas de un mundo adorador de una bombita rota. Seguí por las vías y una calle sin hojas (los árboles todavía verdes), esperé hasta y diez en la parada, levanté un brazo, corrí un poco, me agaché para recoger las llaves y heme aquí, Malena arrinconada entre dos asientos de colectivo al lado de una ventana. Pero tuve tiempo para pensar, mientras esperaba con los lentes apuntando al horizonte de los mesías que anuncian nuestro viaje. En tanto reconstruía en mi cabeza ya no bombardeada por mp3 “Todo el amor que existe en esta vida” (el cuerpo entero hecho un huracán), y me decía que sería mejor un ritmo suave e inaprensible como el de la bossa, tuve tiempo para desenfocar apenas la vista y escuchar cómo la canción se transformaba en música de fondo de una entrecortada voz en off.
Pensaba en mierda; sobre todo, en el tabú que se hace de la mierda. Y en los distintos tipos de mierda que sufren un mismo destino común, que es el del rechazo. La mierda es mucha, se reproduce; hija de una circunstancia única pero de intestinos varios, la mierda es un abanico de variedades: heterogénea. Y la mierda, un único fragmento de azarosa mierda es, a lo largo de su vida, varias mierdas distintas. ¡Mierda! Mierdas hay miles, de características variadas. Más claras, más negras, más gruesas o flacas, flácidas o rocosas, con mayor o menor peso específico. Todas son mierdas, pero no hay dos mierdas iguales. Y, ¡mierda!, si una mierda pudiera ser igual a “sí misma” en algún momento de su vida... si una mierda pudiera ser la misma mierda para siempre... Pero es inexorable el tiempo, la vida: las mierdas cambian, y está hecho de pavor el momento. Desde que se ofrece al mundo tiene los segundos contados, no permanece: el llanto, el viento, el sol que quema la piel la desgastan; se seca, se vuelve inflexible, frágil, pierde los colores; marchita como una colilla de cigarrillo, ya no huele, se desgasta por el roce con el tiempo, se hace polvo en la tierra y se diluye, ya no hay mierda. Las mierdas mueren solas, despreciadas o minimizadas por el mundo, atropelladas por suelas prepotentes, subestimadas por estar viejas... Las mierdas nacen y mueren solas, eso sólo comparten. Y sin embargo, generalizamos. Un mundo de mierda, variedad rica ante los ojos y sin embargo, generalizamos. El tabú, el principio retrógrado. Es mierda, sí. Es arte.
Supuse eso detrás del tabique impotente de la parada, que no aislaba del frío, mientras pensaba en el artista nocturno maquinando la escultura que ya desaparece bajo la lámpara, entre las vías y un armatoste de metal, en el rincón más feo de los días de mi barrio, en la zona orillera de mi barrio, en mi barrio, al costado del mundo. Después vino un mesías y perdió su nombre: fue colectivo, lo tuve que correr, conseguí asiento. Y entonces escribí, escribí para no estudiar, escribí porque a la mierda, despreciada, debemos mucho; porque sin embargo la mierda, entre todos los tabúes, es el único del que faltan los panegíricos de una mirada hondamente preocupada, porque la mierda es lo que hay, de donde venimos y adonde vamos, polvo y mierda y polvo y...
Esto no es un panegírico, no es una vituperación: habla de la mierda como es la mierda. Y la mierda es esto: mierda. Eso es todo.
Cuando volví a pasar, la escultura de mierda seguía ahí. La comodidad de un colectivo en las mañanas de invierno es irremplazable. Cuando pasé hacía frío. No me detuve a mirar, porque ahí estaba: quince fragmentos, despedazados, amontonados religiosamente, con un orden pensado, en las cuatro esquinas de un mundo adorador de una bombita rota. Seguí por las vías y una calle sin hojas (los árboles todavía verdes), esperé hasta y diez en la parada, levanté un brazo, corrí un poco, me agaché para recoger las llaves y heme aquí, Malena arrinconada entre dos asientos de colectivo al lado de una ventana. Pero tuve tiempo para pensar, mientras esperaba con los lentes apuntando al horizonte de los mesías que anuncian nuestro viaje. En tanto reconstruía en mi cabeza ya no bombardeada por mp3 “Todo el amor que existe en esta vida” (el cuerpo entero hecho un huracán), y me decía que sería mejor un ritmo suave e inaprensible como el de la bossa, tuve tiempo para desenfocar apenas la vista y escuchar cómo la canción se transformaba en música de fondo de una entrecortada voz en off.
Pensaba en mierda; sobre todo, en el tabú que se hace de la mierda. Y en los distintos tipos de mierda que sufren un mismo destino común, que es el del rechazo. La mierda es mucha, se reproduce; hija de una circunstancia única pero de intestinos varios, la mierda es un abanico de variedades: heterogénea. Y la mierda, un único fragmento de azarosa mierda es, a lo largo de su vida, varias mierdas distintas. ¡Mierda! Mierdas hay miles, de características variadas. Más claras, más negras, más gruesas o flacas, flácidas o rocosas, con mayor o menor peso específico. Todas son mierdas, pero no hay dos mierdas iguales. Y, ¡mierda!, si una mierda pudiera ser igual a “sí misma” en algún momento de su vida... si una mierda pudiera ser la misma mierda para siempre... Pero es inexorable el tiempo, la vida: las mierdas cambian, y está hecho de pavor el momento. Desde que se ofrece al mundo tiene los segundos contados, no permanece: el llanto, el viento, el sol que quema la piel la desgastan; se seca, se vuelve inflexible, frágil, pierde los colores; marchita como una colilla de cigarrillo, ya no huele, se desgasta por el roce con el tiempo, se hace polvo en la tierra y se diluye, ya no hay mierda. Las mierdas mueren solas, despreciadas o minimizadas por el mundo, atropelladas por suelas prepotentes, subestimadas por estar viejas... Las mierdas nacen y mueren solas, eso sólo comparten. Y sin embargo, generalizamos. Un mundo de mierda, variedad rica ante los ojos y sin embargo, generalizamos. El tabú, el principio retrógrado. Es mierda, sí. Es arte.
Supuse eso detrás del tabique impotente de la parada, que no aislaba del frío, mientras pensaba en el artista nocturno maquinando la escultura que ya desaparece bajo la lámpara, entre las vías y un armatoste de metal, en el rincón más feo de los días de mi barrio, en la zona orillera de mi barrio, en mi barrio, al costado del mundo. Después vino un mesías y perdió su nombre: fue colectivo, lo tuve que correr, conseguí asiento. Y entonces escribí, escribí para no estudiar, escribí porque a la mierda, despreciada, debemos mucho; porque sin embargo la mierda, entre todos los tabúes, es el único del que faltan los panegíricos de una mirada hondamente preocupada, porque la mierda es lo que hay, de donde venimos y adonde vamos, polvo y mierda y polvo y...
Esto no es un panegírico, no es una vituperación: habla de la mierda como es la mierda. Y la mierda es esto: mierda. Eso es todo.
13 Adjetivístico al huevo
Huevo cascadúrico de madérica superficie palúrdica, calámbrica, núdica, que en el lampíreo cuarto de otrora, el esquinoso celeste cielo que malpintamos alguna vez, te negás al entrañoso estertor de tu yema deslizándose, crematística, al bowl abuelíneo que resiste como típico malyerboso. Copéricas presentaciones requieren tu presencia, dientísticas cucharadas de uñácea expectación. Masano, corístico, antagónico impertinente, cese tu pucherosa resistencia vejestística, caiga tu aborto en las vulcanosas bocas de los bagrentudos.
16 Esperpento
La vanidad se sienta frente a mí en el colectivo. Tiene cara de Romina. Se maquilla con desparpajo, excesivamente, y sueña con gustar. Es joven, sí, y eso cuenta a favor. No es fea, cierto, y eso también suma.
Comienza con las pestañas: se enreda, forcejea y triunfa. Azul para la sombra en los párpados cansados. Alguien murmulla algo, detrás de mi asiento. Romina es una diva, mirada por todos.
Cuando elige celeste para los labios el murmullo se vuelve entendible. “¡Qué lindo es ser mujer!”, dice una papada gigante: la miro, me mira, y me oculto en el libro. No quiero que se dé cuenta de que río.
Romina termina con su “make-up” (apuesto que le dice así) y hace un gesto gracioso que mezcla disconformidad, desprecio y aburrimiento. La papada gigante se baja del colectivo; sube una gitana con su bebé. Romina mira a la madre que le habla al hijo y sonríe con tristeza. Sus labios celestes parecen los de un sapo, su cara se deforma por un instante en el que me da pena, y enseguida la mueca de desprecio vuelve a ocupar su lugar. Romina mira por la ventana; sigo la ruta de su mirada y me doy cuenta de que casi me paso (otra vez). Me bajo, y ella se va con el colectivo, con su make-up, con su mueca, con el recuerdo difuso de un bebé.
Comienza con las pestañas: se enreda, forcejea y triunfa. Azul para la sombra en los párpados cansados. Alguien murmulla algo, detrás de mi asiento. Romina es una diva, mirada por todos.
Cuando elige celeste para los labios el murmullo se vuelve entendible. “¡Qué lindo es ser mujer!”, dice una papada gigante: la miro, me mira, y me oculto en el libro. No quiero que se dé cuenta de que río.
Romina termina con su “make-up” (apuesto que le dice así) y hace un gesto gracioso que mezcla disconformidad, desprecio y aburrimiento. La papada gigante se baja del colectivo; sube una gitana con su bebé. Romina mira a la madre que le habla al hijo y sonríe con tristeza. Sus labios celestes parecen los de un sapo, su cara se deforma por un instante en el que me da pena, y enseguida la mueca de desprecio vuelve a ocupar su lugar. Romina mira por la ventana; sigo la ruta de su mirada y me doy cuenta de que casi me paso (otra vez). Me bajo, y ella se va con el colectivo, con su make-up, con su mueca, con el recuerdo difuso de un bebé.
18 Un nombre sin tiempo
La borrachera del insomnio engendra visiones de grandeza en las que simplemente cree poder vencer las necesidades corporales y permanecer despierta 24, 36, 48 horas sin descansar los ojos y ceder lugar a sueños absurdos de asombrosa simpleza. Cuando la gente abre los labios sólo escucha música, un piano ansioso y una guitarra retraída, y si termina la mañana, Malena lee a Sartre en el colectivo descubriendo que lo habría disfrutado más algunos años antes, cuando todavía no había dado tantas vueltas, o que lo disfrutará más en el futuro, cuando pueda dar aún más vueltas. El bamboleo y el cielo gris adormecen, no puede enfocar la vista, pero no protesta: es dulce el cansancio que acuna en la tarde de invierno en la que apenan dan las seis y ya la luz es tan poca y el olor tan fresco. Ya no está en el colectivo, camina apresurada hacia casa. Caen gotas, ligeros los pasos. Entonces, un trueno y el sobresalto, el vuelo de un pájaro que chilla, el olor que presagia tormenta, la tierra negra, la escena despojada, tan común y vacía. El camino es un camino, la casa, una casa, todo eso fragmentos de una escenografía, extraña como la costumbre. Es el vuelo de un pájaro, el chirrido de la reja al deslizarse, el calor del buzo, la pesadez de los ojos... la sensación de estar dormida, de vivir deslizándose por algo que no acaba de resultar familiar sin poder despertar, como un actor que no logra interpretar bien el papel escogido, pero que no puede -no quiere- renunciar a su rol. Y sin embargo, ¿qué importa el papel, el sentido, las ideas si en ese momento en que vuela el pájaro se da cuenta de que está soñando, y aminora la marcha para dejar de escuchar sus pasos y sentir el sonido de las gotas que todavía no caen, para asir el momento que se escapa, para abandonarse a la pura sensación por un segundo? Es el no-despertar del soñador que sabe estar soñando. Cuando alcance el refugio libre de gotas, entonces abrirá los ojos. Pero el momento posterior al trueno en el que se sacude el embotamiento de los sentidos es, quizás, ese momento fecundo antes de despertar y abandonarse a los pequeños placeres cotidianizados; es, quizás, el verdadero despertar en un segundo: el mirar el abismo, el tocar el absurdo, el no esperar, el no pretender, el construir todos los sueños del mundo.
19 Un tiempo sin nombre
No existe el tiempo libre, y el ocio siempre fue un negocio (para todos).
- Hola -le grité, pero no me escuchó.
Se dio vuelta porque me sintió al acercarme. Todo parecía ser una prosa muy mala, muy berreta, de movimientos bruscos y dramatoides.
Me apretó el brazo con sus dedos ganzúa, metálicos, duros, demasiado fuertes. Yo los había oído sonar impacientes contra alguna mesa, demasiado fuerte. Mi carne era material maleable, casi inexplicable el hecho de que no se desparramara por el suelo, casi increíble esa contención en un cuerpo semi sólido. ¿Qué barreras había? Yo me sentía agua, estallando entre sus ganzúas y perdiéndome en un charco sobre el suelo. Yo no sentía nada definido, era agua. Pero las barreras, y sus dedos apretándome el brazo.
¿Cómo, un final? Un final es cualquier cosa. El problema no son los finales o los principios, sino la masa, lo que hay en medio. Nudo, desnudo, ese material moldeable, flácido, acuoso. Juntar el agua desde el suelo en una bolsa de plástico. El problema no es el nacimiento y la muerte, sino lo que está en medio. Nos quejamos de nacer y de morir sólo porque nos hace más conscientes de "la vida". Porque nos obliga a inventar excusas (lea, si no lo cree, la frase anterior, que cantada categóricamente, sigue siendo fantoche), a cobrar salarios, a pagar impuestos y encima, a buscar sentidos.
No piense, será feliz.
Otra mentira burda.
Ella me apretó el brazo, dijimos. Usualmente la cosa, para mí, quedaría ahí. Pero no, si no puedo hacer algo bueno, al menos escribo algo malo. Yo le di una trompada, como nunca había hecho en mi vida y como probablemente no voy a hacer. Mis brazos pesadillescamente elásticos apenas le dolieron, pero seguí, hice rewind, puse pause, apreté play. Una y otra vez, le pegué, le pegué, porque nunca le pego a nadie ni en sueños le pegué, y fue casi un loop pero en determinado momento ella se empezó a reír, como en las películas truchas, y yo paré pero no reí, me sentía tremendamente triste e inútil. Y ella no me abrazó, y yo no lloré, nos quedamos ahí hasta que me soltó y se fue, sin explicaciones. Caminó hasta el horizonte y la vi, no había sol en el cielo púrpura ni edificios en el suelo gris, era un gran desierto sin arenas ni árboles, como una ciudad sin edificios ni calles trazadas. La seguí, igual, con el rabo entre las patas, y le ladré. Pero cuando se dio vuelta seguía siendo ella, y yo era yo, era todo tremendamente aburrido e inútil, pero decirlo no tenía sentido. Me miró, ¿se rió?, era la risa, la perseguí con la lengua entre mis dientes, le lamí la cara, porque reía le llené de babas la boca, quería tragar esa risa, ahogarla en gorgoteos en mi garganta de hiena, apretarle el cuello con mis colmillos y desgarrarlo y sentir la sangre chorreante, muy gore, todo muy muy y tan tan, matarla para no tener que necesitarla más, para no seguir persiguiéndola. Sangre, sangre, sangre, pensé, ella lo supo, y siguió riéndose y me agarró con sus dedos ganzúa y un guiñapo, me hizo un bollito y me tiró de este otro lado de la pantalla, para que recordase que estaba sola frente a la computadora y que mi imaginación era una mierda, ni gore ni cul, mierda marrón y dura de perro fifi en una plaza moderna, verde, grande, culta, de zapatillas todas iguales. Una mierda sobre la que ni siquiera vuelan moscas. Entonces sí se rió desde mi adentro, si la había tragado yo ni me había dado cuenta, pero estaba ahí, era yo, era yo y se hizo un bollito y se tiró de este lado de la pantalla y desapareció sin estallido, se abrazó a sí misma hasta que no pudo más y entonces ya no la pude ver, ni sentir, estaba hueco, sonaba el reloj, se me clavaba el arco, era viernes, a la noche, el tiempo había vuelto a tener nombre, y final, finales escribe cualquiera, no se trata siquiera de encontrar palabras bonitas, sólo tiene que sonar a final, no tiene que terminar en ón o í, sino en algo neutro pero eufónico, preferentemente, según lo que te parezca a vos (y lo que te parece corresponde al gusto estándar), entonces elegís la palabra y las inutilidades, las escribís y ya, punto, punto final.
- Hola -le grité, pero no me escuchó.
Se dio vuelta porque me sintió al acercarme. Todo parecía ser una prosa muy mala, muy berreta, de movimientos bruscos y dramatoides.
Me apretó el brazo con sus dedos ganzúa, metálicos, duros, demasiado fuertes. Yo los había oído sonar impacientes contra alguna mesa, demasiado fuerte. Mi carne era material maleable, casi inexplicable el hecho de que no se desparramara por el suelo, casi increíble esa contención en un cuerpo semi sólido. ¿Qué barreras había? Yo me sentía agua, estallando entre sus ganzúas y perdiéndome en un charco sobre el suelo. Yo no sentía nada definido, era agua. Pero las barreras, y sus dedos apretándome el brazo.
¿Cómo, un final? Un final es cualquier cosa. El problema no son los finales o los principios, sino la masa, lo que hay en medio. Nudo, desnudo, ese material moldeable, flácido, acuoso. Juntar el agua desde el suelo en una bolsa de plástico. El problema no es el nacimiento y la muerte, sino lo que está en medio. Nos quejamos de nacer y de morir sólo porque nos hace más conscientes de "la vida". Porque nos obliga a inventar excusas (lea, si no lo cree, la frase anterior, que cantada categóricamente, sigue siendo fantoche), a cobrar salarios, a pagar impuestos y encima, a buscar sentidos.
No piense, será feliz.
Otra mentira burda.
Ella me apretó el brazo, dijimos. Usualmente la cosa, para mí, quedaría ahí. Pero no, si no puedo hacer algo bueno, al menos escribo algo malo. Yo le di una trompada, como nunca había hecho en mi vida y como probablemente no voy a hacer. Mis brazos pesadillescamente elásticos apenas le dolieron, pero seguí, hice rewind, puse pause, apreté play. Una y otra vez, le pegué, le pegué, porque nunca le pego a nadie ni en sueños le pegué, y fue casi un loop pero en determinado momento ella se empezó a reír, como en las películas truchas, y yo paré pero no reí, me sentía tremendamente triste e inútil. Y ella no me abrazó, y yo no lloré, nos quedamos ahí hasta que me soltó y se fue, sin explicaciones. Caminó hasta el horizonte y la vi, no había sol en el cielo púrpura ni edificios en el suelo gris, era un gran desierto sin arenas ni árboles, como una ciudad sin edificios ni calles trazadas. La seguí, igual, con el rabo entre las patas, y le ladré. Pero cuando se dio vuelta seguía siendo ella, y yo era yo, era todo tremendamente aburrido e inútil, pero decirlo no tenía sentido. Me miró, ¿se rió?, era la risa, la perseguí con la lengua entre mis dientes, le lamí la cara, porque reía le llené de babas la boca, quería tragar esa risa, ahogarla en gorgoteos en mi garganta de hiena, apretarle el cuello con mis colmillos y desgarrarlo y sentir la sangre chorreante, muy gore, todo muy muy y tan tan, matarla para no tener que necesitarla más, para no seguir persiguiéndola. Sangre, sangre, sangre, pensé, ella lo supo, y siguió riéndose y me agarró con sus dedos ganzúa y un guiñapo, me hizo un bollito y me tiró de este otro lado de la pantalla, para que recordase que estaba sola frente a la computadora y que mi imaginación era una mierda, ni gore ni cul, mierda marrón y dura de perro fifi en una plaza moderna, verde, grande, culta, de zapatillas todas iguales. Una mierda sobre la que ni siquiera vuelan moscas. Entonces sí se rió desde mi adentro, si la había tragado yo ni me había dado cuenta, pero estaba ahí, era yo, era yo y se hizo un bollito y se tiró de este lado de la pantalla y desapareció sin estallido, se abrazó a sí misma hasta que no pudo más y entonces ya no la pude ver, ni sentir, estaba hueco, sonaba el reloj, se me clavaba el arco, era viernes, a la noche, el tiempo había vuelto a tener nombre, y final, finales escribe cualquiera, no se trata siquiera de encontrar palabras bonitas, sólo tiene que sonar a final, no tiene que terminar en ón o í, sino en algo neutro pero eufónico, preferentemente, según lo que te parezca a vos (y lo que te parece corresponde al gusto estándar), entonces elegís la palabra y las inutilidades, las escribís y ya, punto, punto final.
22 El copión
Es una esponja. Absorber las cosas así como hace él debe ser malo. Yo sé que no puede evitarlo, me he dado cuenta en todos estos años de amistad. Desde que lo conocí en el jardín a los cinco años hasta el día de hoy en que, ya viejos, esperamos a la muerte, esa particularidad suya ha generado muchas discusiones, aunque él se empeñe en negarlo. Es que no es fácil compartir tus gustos y disgustos con una esponja, porque es casi inevitable que los absorba y los pase a considerar su propiedad. Decir que siempre fui paciente, y los lazos tiran más que cualquier defecto. Además, le debo el que nunca me haya reprochado mi violencia de joven cascarrabias.
Pero sí, es difícil. La primera vez que me di cuenta de su condición fue una semana después de iniciar nuestra amistad con esa frase que ahora suena tan absurda: “Hola, ¿querés ser mi amigo?” Era una frase cursi y femenina, pero nos sirvió para entrar en confianza. Entusiasmado, le conté sobre el dibujito que estaba de moda y sobre el Chavo del ocho. Él callaba. Una semana después, llegó al jardín con una remera que ostentaba sin pudor la cara de mi personaje favorito. Debo admitir que esa aparente semejanza de gustos me hizo muy feliz, y el chico se convirtió en mi mejor amigo. Durante años no sospeché nada, y lentamente él fue absorbiéndome sin que yo me diera cuenta.
Nuestra primera pelea fue a los quince años. Todos se sorprendieron porque para ese entonces ya éramos como carne y uña. La razón de nuestro pleito fue, cómo no, una mujer. Una jovencita hermosa llamada Estela. A mí me gustaba mucho, pero ella nunca me llevó el apunte. Su actitud desdeñosa no me importaba, porque mi padre ya me había contado sobre los histeriqueos femeninos. Pero cuando me enteré de la doble traición... Saber que tu mejor amigo y el objeto de tu querer te han traicionado no es fácil. Me llevó una semana poder perdonarlo, la semana que duró ese romance insostenible. La chica no volvió a entrometerse con nuestra amistad (para ese entonces, mi amor por ella ya se había enfriado), pero en su lugar se instaló la sospecha. Por qué, me peguntaba, por qué la había elegido a ella, si sabía que me gustaba. Con el paso del tiempo me daría cuenta de que no sólo absorbía mi gusto por mujeres específicas, sino también por otras cosas. Y fue entonces cuando empecé a llamarlo Esponja.
Algo que me exasperaba especialmente de Esponja era que encima de copiar mis gustos, siempre terminaba superándome. Yo le hablaba sobre algún intérprete, y cuatro días después él conocía toda su discografía y su historia. Yo le comentaba mi gusto por cierta película y tiempo después él tenía forjada una sólida opinión, en la que hasta incluía el comentario de los críticos. Con el tiempo eso fue desgastando la relación; poco a poco me fui alejando. Seguimos la misma carrera, pero no pasó mucho tiempo antes de que me abandonara por un amigo mejor. Callado como era cuando estaba junto a él, Esponja no podía absorber nada y se sentía obligado a hablar y a ser original. Eso lo molestaba, y como lo sabía, yo seguía callado a propósito. Cuando consiguió a alguien nuevo y se pegó a él como una sanguijuela, pude respirar tranquilo y decidí marcharme. Armé las maletas y partí a Europa. Las últimas noticias que recibí de él durante mi estadía en Paris fueron que se había casado con la prometida de un conocido, que su hija tenía el mismo nombre que mi mamá, que su carrera era promisoria y que era muy respetado por todos. Es que sus gustos y opiniones eran intachables. Lo que nadie sabía era que no eran sus opiniones, sino convicciones que había absorbido impunemente. Es fácil ser correcto y exitoso, así.
Hace cinco años regresé a Argentina, luego de que muriera mi esposa. Camila, mi hija, se quedó viviendo en el primer mundo. Lamento no haber logrado que apreciara las maravillas de mi país. Y dos días atrás me crucé con él, Esponja. El tiempo lo dejó calvo y panzón, y estaba raro, viejo, con un juntadero de baba en la comisura de los labios. En fin, está cambiado, pero es entendible: en todo este tiempo que no nos vimos conoció a muchas personas y absorbió un montón. Él me dijo que me notaba distinto. Que estoy más tranquilo y menos a la defensiva.. “Es lo que hacen los hijos”, le dije. Nos quedamos rápido sin tema de conversación, a pesar de todos estos años de alejamiento. Yo tamborileaba los dedos y miraba las otras mesas para no verlo a él: una parejita intercambiando manitas por aquí, una vieja con sus amiguetas por allá, un nene atragantándose con la milanesa. Al rato descubrí que me estaba copiando. Dos minutos después de que yo dejara de golpetear la mesa comenzó a hacerlo él. No pude soportarlo y me despedí. Se nota que las costumbres juveniles se agravan con la edad. Esponja ya ni siquiera absorbe usanzas ajenas con sutileza.
Pero sí, es difícil. La primera vez que me di cuenta de su condición fue una semana después de iniciar nuestra amistad con esa frase que ahora suena tan absurda: “Hola, ¿querés ser mi amigo?” Era una frase cursi y femenina, pero nos sirvió para entrar en confianza. Entusiasmado, le conté sobre el dibujito que estaba de moda y sobre el Chavo del ocho. Él callaba. Una semana después, llegó al jardín con una remera que ostentaba sin pudor la cara de mi personaje favorito. Debo admitir que esa aparente semejanza de gustos me hizo muy feliz, y el chico se convirtió en mi mejor amigo. Durante años no sospeché nada, y lentamente él fue absorbiéndome sin que yo me diera cuenta.
Nuestra primera pelea fue a los quince años. Todos se sorprendieron porque para ese entonces ya éramos como carne y uña. La razón de nuestro pleito fue, cómo no, una mujer. Una jovencita hermosa llamada Estela. A mí me gustaba mucho, pero ella nunca me llevó el apunte. Su actitud desdeñosa no me importaba, porque mi padre ya me había contado sobre los histeriqueos femeninos. Pero cuando me enteré de la doble traición... Saber que tu mejor amigo y el objeto de tu querer te han traicionado no es fácil. Me llevó una semana poder perdonarlo, la semana que duró ese romance insostenible. La chica no volvió a entrometerse con nuestra amistad (para ese entonces, mi amor por ella ya se había enfriado), pero en su lugar se instaló la sospecha. Por qué, me peguntaba, por qué la había elegido a ella, si sabía que me gustaba. Con el paso del tiempo me daría cuenta de que no sólo absorbía mi gusto por mujeres específicas, sino también por otras cosas. Y fue entonces cuando empecé a llamarlo Esponja.
Algo que me exasperaba especialmente de Esponja era que encima de copiar mis gustos, siempre terminaba superándome. Yo le hablaba sobre algún intérprete, y cuatro días después él conocía toda su discografía y su historia. Yo le comentaba mi gusto por cierta película y tiempo después él tenía forjada una sólida opinión, en la que hasta incluía el comentario de los críticos. Con el tiempo eso fue desgastando la relación; poco a poco me fui alejando. Seguimos la misma carrera, pero no pasó mucho tiempo antes de que me abandonara por un amigo mejor. Callado como era cuando estaba junto a él, Esponja no podía absorber nada y se sentía obligado a hablar y a ser original. Eso lo molestaba, y como lo sabía, yo seguía callado a propósito. Cuando consiguió a alguien nuevo y se pegó a él como una sanguijuela, pude respirar tranquilo y decidí marcharme. Armé las maletas y partí a Europa. Las últimas noticias que recibí de él durante mi estadía en Paris fueron que se había casado con la prometida de un conocido, que su hija tenía el mismo nombre que mi mamá, que su carrera era promisoria y que era muy respetado por todos. Es que sus gustos y opiniones eran intachables. Lo que nadie sabía era que no eran sus opiniones, sino convicciones que había absorbido impunemente. Es fácil ser correcto y exitoso, así.
Hace cinco años regresé a Argentina, luego de que muriera mi esposa. Camila, mi hija, se quedó viviendo en el primer mundo. Lamento no haber logrado que apreciara las maravillas de mi país. Y dos días atrás me crucé con él, Esponja. El tiempo lo dejó calvo y panzón, y estaba raro, viejo, con un juntadero de baba en la comisura de los labios. En fin, está cambiado, pero es entendible: en todo este tiempo que no nos vimos conoció a muchas personas y absorbió un montón. Él me dijo que me notaba distinto. Que estoy más tranquilo y menos a la defensiva.. “Es lo que hacen los hijos”, le dije. Nos quedamos rápido sin tema de conversación, a pesar de todos estos años de alejamiento. Yo tamborileaba los dedos y miraba las otras mesas para no verlo a él: una parejita intercambiando manitas por aquí, una vieja con sus amiguetas por allá, un nene atragantándose con la milanesa. Al rato descubrí que me estaba copiando. Dos minutos después de que yo dejara de golpetear la mesa comenzó a hacerlo él. No pude soportarlo y me despedí. Se nota que las costumbres juveniles se agravan con la edad. Esponja ya ni siquiera absorbe usanzas ajenas con sutileza.
22,30 Out of the blue
A través de un vaso de cerveza, no se ve nada. Pero eso no importa porque siempre puedo correr un poco la vista. Ahora no tengo el vaso de cerveza en la mano, porque te miro Male. Sobre todo, trato de mirarte distinto, y que mi mirarte acompañe la música, pero no lo estoy logrando.
A través de un vaso de cerveza se ven burbujas subir para morir en la superficie, y más allá, las luces girando en la improvisada pista de baile. Siempre repiten el mismo esquema, las luces, pero la azul gira distinto y parece bailar acompañando a la música, que casi no me deja escuchar tus palabras pero no es intrusiva, porque no ofusca pensamientos. Sí, la luz azul gira distinto, casi se diría que intimida a las restantes, tan obedientemente pegadas a la programación. La azul a veces sale de órbita y te da de lleno en la cara, cegándote en su paso. Hay una foto de Lennon sobre una abertura que es como una imagen pagana de Jesús en el altar mayor: la azul pasa y desacraliza, despeina unos rulos y acaba con la espuma de mi vaso. Entonces la música acaba, y se calma, se une a las otras, se regulariza, por un tiempo. No podrá durar mucho; por lo pronto, hasta el próximo acorde. Yo te miro, te miro, y por mi parte, necesito más cerveza en mi vaso.
A través de un vaso de cerveza se ven burbujas subir para morir en la superficie, y más allá, las luces girando en la improvisada pista de baile. Siempre repiten el mismo esquema, las luces, pero la azul gira distinto y parece bailar acompañando a la música, que casi no me deja escuchar tus palabras pero no es intrusiva, porque no ofusca pensamientos. Sí, la luz azul gira distinto, casi se diría que intimida a las restantes, tan obedientemente pegadas a la programación. La azul a veces sale de órbita y te da de lleno en la cara, cegándote en su paso. Hay una foto de Lennon sobre una abertura que es como una imagen pagana de Jesús en el altar mayor: la azul pasa y desacraliza, despeina unos rulos y acaba con la espuma de mi vaso. Entonces la música acaba, y se calma, se une a las otras, se regulariza, por un tiempo. No podrá durar mucho; por lo pronto, hasta el próximo acorde. Yo te miro, te miro, y por mi parte, necesito más cerveza en mi vaso.
23 Lances
Un detalle mínimo, como todo eso que cuenta. Él deja caer la mano, el brazo se balancea, los dedos buscan: sienten el suelo duro, frío, y escapan antes de encontrar el barro, suben por las patas del asiento, bucean en el aire, en una ceguera táctil casi dolorosa.
Tres décimas de segundo, diez, hasta que siente y entonces sube; también bucea ciegamente, pero en su último balanceo sabe que va a encontrar: a mitad de camino ya no necesita seguir. La otra mano también bucea: las dos se encuentran y sin darse cuenta se relajan los músculos y las dos descienden en caída libre, entrelazadas.
Alguien sorbe el café, en un asiento cercano. Una nariz se sube los lentes y otea por la ventana. Ríe una niña, alguien revisa la cartera y saca una billetera. La pareja permanece sentada: él en el asiento cercano al de ella, que ya cansada, trata de mantener los ojos abiertos. Los dedos susurran por lo bajo.
Tres décimas de segundo, diez, hasta que siente y entonces sube; también bucea ciegamente, pero en su último balanceo sabe que va a encontrar: a mitad de camino ya no necesita seguir. La otra mano también bucea: las dos se encuentran y sin darse cuenta se relajan los músculos y las dos descienden en caída libre, entrelazadas.
Alguien sorbe el café, en un asiento cercano. Una nariz se sube los lentes y otea por la ventana. Ríe una niña, alguien revisa la cartera y saca una billetera. La pareja permanece sentada: él en el asiento cercano al de ella, que ya cansada, trata de mantener los ojos abiertos. Los dedos susurran por lo bajo.
24
El aire olía a noche fría de verano, ese olor particular de las madrugadas posteriores a los días de lluvia espasmódica, en donde el recuerdo de la tierra mojada flota tenaz, negándose a desaparecer, y algo así como el aroma a pasto cortado, a fresco, a quietud aparente, se combinan en el aire formando esa fragancia vital, terrestre, viva. Me encaramé al marco de la ventana. Sentía la parte posterior de mi cabeza retumbar en latidos tribales acompasados al grito del grillo solitario, que se confabulaba con el cansancio para adormecerme. El frío en los pies desnudos, el olor a eterno flujo, los repentinos silencios del monótono cantor invariablemente oculto en las sombras me mantenían despierta, apenas despierta. Pero el conjunto era adormecedor. Una luz ahuyentó las sombras, que se descolgaron de los árboles y hundieron los pies en tierra. Una luz me cegó y yo caí con ellas, desde mi posición nada precaria al borde de una caída de tres pisos hasta las ramas extendidas de nuestro paraíso, el que nunca volvió a dar flor. Sentí las hojas acariciar mi caída, vi el cielo que tampoco florece en este costado del mundo, que sigue siendo el mismo cristal bruno y liso, demasiado negro, demasiado ajeno y otro. El golpe fue suave contra el colchón de hojas, pero el frío sigue sintiéndose en los pies. El olor a noche se siente en mi ropa, muy tenue, y el grillo continúa su canto monótono acompañado: los grillos y sus extraños golpes, sus extraños y graves tic-tac, ocultos bajo las hojas equívocas, amonestando con su canto a alguna lámpara que sigue prendida, algún último baluarte de la vigilia.
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