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17 Facturas

Alejandra abrió la ventana y dejó que el aire fresco, juguetón, se colara en el cuarto. Caminó pesadamente a la cocina, recordando que iba a tener que comprar azúcar porque ya casi no había para el mate, y que tenía que pedirle a Juana que le avisara a la tía que no iba a ir a visitarla el próximo sábado. Quería dormir en los únicos dos días que tenía libres, y un fin de semana con la enorme familia unida no era precisamente un período de descanso.
La cocina estaba hecha un horno, como siempre. Alejandra pensó que eso era lindo en invierno, porque detestaba que el frío se le clavara como agujas en la piel, pero que en verano era inhumano. Sintió que transpiraba, y maldijo los desodorantes baratos que se acababan en un día o dos y encima no protegían nada. Cansada, se desplomó en una silla frente a la mesa enclenque y ojeó la revista de las celebridades insulsas que había traído su hermana a casa, mientras esperaba que el agua que había puesto a calentar estuviera lista. Con irritación, admiró a las modelos súper producidas y se sintió un insecto. “Con razón estoy sola”, pensó, mientras metía la panza y cambiaba de hoja.
Al rato se levantó para pasar el agua al termo. Gastó el azúcar que quedaba y se tomó lentamente su brebaje agridulce. Recordó que tenía que comprar facturas antes de ir a la casa de la tía el sábado, porque si no llevaba nada alguien se iba a ocupar en recordarle que había comido gratis. Fastidiada, se preguntó por qué hacía planes si había decidido no ir. “Es que la familia tira”, rumió pensando en la Nina embarazada, pero recordó la sonrisa torcida del tío Pepe y repensó el asunto.
Cansada, vació el mate y salió a buscar azúcar, mientras calculaba la cantidad de plata que iba a gastar en facturas de membrillo, “y si no les gustan esas qué me importa, al fin y al cabo lo que cuenta es que voy a ir”.

José observó desde la ventana que su vecina Alejandra enfilaba hacia el almacén, mascullando. Se había puesto una pollera que se le pegaba a las carnes. Se notaba que tenía calor, porque iba abanicándose con una mano mientras en la otra apretaba un monederito morado. Pensó que Alejandra parecía tierna, siempre con el ceño fruncido y hablando entre dientes. E ingenua, una de esas personas que no saben hacer daño a nadie. Debía ser por su cara redonda, aniñada, y por su cuerpo robusto de curvas demasiado sutiles. José estaba contento de que existieran personas así, aún cuando hubiera momentos en que las despreciara un tanto. Esas personas sabían ser felices. Alejandra seguro se casaría pronto, tendría un hijo y viviría plácidamente el resto de sus días, dentro de lo que la situación económica le permitiera. Moriría dulcemente y sus pequeños defectos serían olvidados. Pocos años después, también su recuerdo desaparecería, abandonado en el arcón de las memorias familiares, y ella sólo sería una foto más archivada en un álbum viejo; quizás también un nombre largo escrito debajo de la imagen.
José se dio cuenta de que Alejandra había descubierto que la miraba y desenfocó la vista, pretendiendo estar sumergido en sus pensamientos. Alejandra siguió caminando y se perdió tras el cortinado de la tienda. José pensó que había sido muy cursi al simplificar tanto los rasgos de su vecina, y volvió a sumergirse en un libro.

Alejandra compró un kilo de azúcar. Pagó a Cacho, el almacenero más pesado y charlatán que había conocido en su vida, saludó al pibe flacucho de los monoblocs de la cuadra de enfrente, que había sido compañero suyo en la escuela pero del que nunca recordaba el nombre, y caminó de nuevo a casa. Cuando pasó frente al jardín descuidado de los García recordó la mirada perdida de José. Ese chico tenía que dejar de soñar y salir un poco más, así de paso se daba cuenta de que no todo era como él lo veía. El pibe debía creerla tarada, porque cada vez que la observaba ponía esa cara de condescendencia, melancolía y raro contento: esa cara con que ella miraba a sus sobrinos cuando pensaba en que iban a crecer y volverse unos amargados.
Cerró con llave la puerta y abrió la ventana que había cerrado antes de salir. El viento se coló en la habitación, juguetón. Alejandra fue a la cocina a prepararse unos mates.

18 Oye Alejandra

Un vecino tiene la costumbre de poner ópera y cosas cantadas en italiano a todo volumen, siempre a las cuatro y media de la tarde, cuando no está lloviendo. Dan ganas de matarlo, porque es la hora de la siesta, pero tiene tanta cara de viejo bueno que nadie le dice nada y él se sale con la suya. Además, le agrega un "algo" al ambiente, un aire a ciudad distinta a Buenos Aires. Claro que un poco la culpa de eso también la tiene nuestro barrio, con sus arbolitos escuálidos, las casas chorizo, las rejas de hierro verde y las pocas sillas que todavía resisten en las puertas a pesar de que ya pocos se sientan a tomar mate afuera por las tardes. Sí, nuestro barrio es común, pero también tiene un algo, algunos detalles curiosos, una mezcla de peculiaridades. Como ese bar que es casi una pulpería a dos cuadras del lugar donde yo vivo, la calle de las macetas o los rosales de la mujer de la casa más grande, y por qué no, mi vecino con su nostalgia de tano viejo y expatriado.
La cosa es que hoy llegué tarde a casa y escuché la voz desde lejos, la nota sostenida, la culminación repentina y el nuevo inicio. No ocurrió nada mágico, porque la música, a pesar de todo, no tiene la capacidad de transformar las cosas, pero sí coincidió justo con un altercado que debe ser común en los barrios, pero al que no siempre llego a asistir con semejante música de fondo. Era la dueña del almacén, que peleaba a los gritos con Estela, la de las rosas que yo corto a escondidas cuando puedo, porque tienen un olor riquísimo. Estela bajaba las escaleras aferrando su bolsita como si alguno de los curiosos fuéramos a robarle algo, nos veía y le gritaba cosas muy ciertas entre improperios a Pola, la almacenera, la mayoría de ellas relacionadas con los precios de los productos y su calidad. Pola, a su vez, le llamaba "zorrita" y afirmaba que ella no era ninguna tarada. No nos costó mucho darnos cuenta de que Pola era una cornuda, y muchos se rieron por lo bajo a causa de ello: creo que la mayoría creía que se lo tenía merecido, que alguna vez tenía que pagar y a lo grande, por chismosa y metepúa, que todo se sabía bien en el barrio. Pero también estábamos los que esperábamos a que nos atendieran, mitad entretenidos por las dos mujeres y mitad fastidiados por el tiempo que demoraban en acabar con el escándalo de una vez por todas. Entre tanto, la voz seguía, un poco burlona y un poco exageradamente preocupada. Terminó y empezó algo más ligero: Estela se había enojado con un calificativo de Pola y la aferraba de los pelos: le zarandeaba la cabeza, se pisaban de taco aguja y chinelas, alguien sacaba las uñas pero trastabillaba, una pierna enredaba a la otra, una torre se inclinaba peligrosamente y la gente se movía haciendo espacio al “ah” ahogado, agudo en la música, un pequeño círculo, un revoltijo de ropa, una media agujereada, unos chicos sosteniéndose la panza y zás, una mano peluda, grande, zás, dos minas separadas de repente, furiosas, que se enojaron con él y guay que casi lo arañan... en fin, ya saben como son las cosas. Había empezado una ópera llena de excusas y lamentaciones, de risas irónicas: el Cacho era un payaso que gesticulaba, la gente se entretenía, comíamos maní que alguien había afanado en la trifulca, esperábamos. Era entretenido, un solo sostenido interminablemente con la mano en el pecho, faltaba un “mi vida”, un “pero vení a acá bobita que te quiero”, el marido inclinándose ligero y ella reticente –¿y la otra? ¡pintada!, como aprobaban las vecinas-, era todo suave y susurrante, el preludio de un final feliz como debía ser, pero Pola olió algo en el aire y se rompió la atmósfera, olisqueó, me vio a los ojos, se olvidó de Estela y rígida como un palo de escoba patizambo, se rayó el disco y se paró. El marido se retorcía las manos y nos miraba; Estela no lo pudo soportar. De pronto fue el silencio, Pola me miraba y a mí sólo se me ocurrió ocultar las manos detrás de la espalda, a ver si encima después me quería cobrar de más, con lo caras que están las cosas. Y duró un segundo pero el viejo no puso otro disco y parecieron despertarse todos; Pola se avivó y enfiló derecho, el marido farfullando atrás mientas ella gritaba uno o dos insultos más antes de volver a la guarida. A Estela no le quedó otra más que irse ofendida, muy digna, eso sí, alisándose la camisa; y la turba se disolvió rápidamente. Pola no la miró, era como una gallina emperifollada evitando más picoteo. Pero tardó en despacharnos; es un almacén de barrio, siempre tardan: se puso a comentar las cosas y demoraba, y el Cacho, como pintado, pero por una vez atendía sin decir palabra, porque si no, no se acababa más el asunto. Yo estaba casi al final, todavía con las manos llenas de sal, y si no me colé fue porque quería esperar a ver si se olvidaba, porque había salido con el cambio justo, pero por suerte me atendió él, y me fui de esa cueva oscura que es el almacén con las dos bolsas chiquitas sin demasiada alharaca. Dos chicos comían mandarinas sentados al lado de la entrada de la tienda. Tenían unos pantaloncitos gastados y manchados de tierra en los que se limpiaban las manos pegajosas. El aire olía a mandarina y rosas: yo corté una del jardín de Estela aprovechando que ella se había encerrado en su casa. El sol ya coqueteaba con los rojos del atardecer, y casi pude oír a la voz subir de nuevo, paulatina, en un último tema grandioso, para languidecer con mis últimos pasos en medio de una agitación triunfal. El día acabó unas horas después, pero las notas siguieron flotando un ratito: se apagaron lentamente entre las figuritas de los chicos y los jilgueros de los vecinos, con el regreso a casa de algunas sombras y el murmullo de la tele y las lámparas que iluminan las calles.


16 n/n

Cruzar el paraje más oscuro en la oruga de chapa, tanta gente apretujada en esa barca con ruedas; una de esas “bocas de lobo”, la oscuridad más remota y desolada y nosotros dentro de ese aparatejo de lata, cuarenta en el fin del mundo, en el extremo más abandonado, escuchando el quejido de un nene moreno que gime inquieto. Llegamos entre charlas y ruidito de celular a una esquina con luz donde sólo hay una chica (no tiene celular, no es de silicona, no espera a nadie) y en tres grititos más del chico llegamos a una avenida ancha. Para entonces ya me siento incómoda y sólo deseo dormir o estirar las piernas, pero escribo algo inútil mientras la pierna del tipo y quizás algo más se clava en mi brazo, en la campera de supermercado. El celular sigue sonando, suena desde hace media hora porque el estúpido no se decide a eliminar el ruido del teclado. Es increíble como uno puede exagerar la irritación para volverla una tortura china y llevarla a los casi extremos (nunca demasiado lejos de la mesura, esa especie de cobardía), hasta decirle al imbécil que sigue molestando si puede bajarle el sonido, flaco, hace media hora. Pero es lo mismo porque él no te hace caso y si lo hace, enseguida empieza otro, y en realidad el ruidito no te molesta tanto. La boca de lobo quedó atrás, las luces reaniman a la gente, que habla el doble, el triple, o será que uno decide boicotearse, distraerse y escucharlos: fácil resultaría volver a la lectura y abstraerse para no tener que seguir escuchando el bip bip bip y los planes de los muchachos para el día del amigo, ¿noche de pisco? ¿noche de frazada y Hesíodo y almohada?
Me estoy ahogando, hay olor a café recalentado en microondas, a Morón después de la lluvia pegajosa, a subte en verano, a pogo sudoroso, a me ahogo, me ahogo, me ahogo. Por suerte la gente ya se baja: ya estamos en Morón, en la esquina de un achacoso viejo rico que rechaza la caridad y sueña en su palacio de gomaespuma y cartón. (Y tiene razón, qué asco, la hipócrita compasión.) Entra aire por la ventana, por la puerta, la música mala que se escucha al lado no se escapa, se embolsa pero eso ya no es irrisorio, es ridículo, risible, un poco lamentable.
Cruzamos las vías, Alejandra me dice frenética algo que yo interpreto como “mirá Male, un taxi boy”, pero terminamos riendo porque en realidad quería mostrarme la foto de una chica supuestamente parecida a mí, ningún taxi boy a la vista, nada remotamente parecido. Los pibes con aritos sigue escuchando música berreta y expresando con exquisita convicción sentencias gratuitas de incalculable valor; el tipo dejó de molestar con el celular, Ale ya no ríe, Yrigoyen de noche, la cancioncita (“cultivar mariguanaaaa”), un camión cargado de hojas, “Bienvenidos al Partido de la Matanza”, la iglesia cerrada, algunas persignaciones, propagandas del intendente gordo, el colectivo casi vacío... Otra boca de lobo al lado de la villa, un chupetín caído, boca de lobo, boca de lobo, las luces del supermercado, el pueblito allá a lo lejos, los patrulleros, ese pueblito mío, esa cuna de farsantes y el hueco gigantesco que absorbe todo y te deja seco, seco, casi como una momia de las de Perú.

17 Tanto optimismo





Los domingos solíamos ir a un bosque que quedaba cerca de casa, donde pasábamos la tarde haciendo nada, comiendo galletitas con paté o intentando aprender a andar en bicicleta en las piletas abandonadas hacía años, llenas de zarzas y animalejos. Eran días inefables, Mario, felices como no conocí otros: no tenían olor a sepia sino a tierra mojada, no eran húmedos y pegajosos, sino adrenalínicos y vitales, te acariciaba el viento cálido del verano pero no sofocaba, era etéreo, lo único etéreo en ese mundo de brillantes figuras salvajes y terrosas. Volvíamos a casa tarde y era obligatorio ir a bañarse, porque de tanto jugar en el bosque nos volvíamos bosque, y eso, en la ciudad, no está permitido. Luego era lunes y había que volver a la escuela y al trabajo, pero siempre estaba la esperanza de las noches, del conservatorio y del domingo.
Los sábados llegaban rápido, pero no salíamos mucho, porque mi papá trabajaba hasta tarde. De un momento a otro era domingo, y entonces surgía la propuesta, y si no había otros planes, aceptábamos. Era incomparable ese trayecto hasta el bosque: la autopista ancha, el aire entrando por los múltiples agujeros de nuestro cascajo, las ventanas abiertas y yo con la cabeza asomada (siempre que mamá no me retara por ello). Ale, a mi lado, era enceguecida por sus rulos rubios y reía, porque de chica sólo sabía reír, o hacer pucheros. Después tomábamos por un desvío y entrábamos a la callecita que nos llevaba al bosque: papá aminoraba la velocidad y yo sacaba la cabeza por la abertura que abríamos en el techo del coche. A veces Romina nos acompañaba y gritábamos las dos juntas a la nada del bosque, en curiosa sincronía, aunque me llevaba un par de años y (ahora me doy cuenta) no pensábamos en lo mismo. En el bosque siempre había un lugar nuevo para visitar, y no nos cansábamos de recorrerlo: un día se trataba de las piletas, otro día, del zoológico (que luego cerró, dejando que algunos animales se hicieran cargo de sus vidas), un tercero, de internarnos entre los árboles y armar chozas con maderas, o hacer equilibrio sobre los troncos de los caídos. A veces, asado, y oler a humo y brasas el resto del domingo. En otras ocasiones nos arriesgábamos demasiado y terminábamos peleándonos por tonterías, pero después quedaban anécdotas divertidas que los adultos sabían contar muy bien –lo repitieron tantas veces: que un día vimos un pasto brillante, lindísimo y desabitado, enfilamos hacia el verde sin dudarlo, y terminamos embarrados, casi sin poder salir: pasamos toda la tarde en el auto, tratando de sacarlo, hasta que llegó alguna mano amiga.
Eran días tan felices, y nos aburrimos de ellos como de todo. Los mosquitos comenzaron a picar, el bosque se llenó de ladrones domingueros, se organizaron picadas de autos y el silencio que cantaba fue nombrado –y desapareció. Dejamos de ir, sobre todo porque yo comencé a quejarme y Ale sabía acompañarme en mis quejas. Descubrimos otros lados, pero no la misma sensación. Ya no saqué la cabeza por la abertura en el techo del auto (cambiamos de vehículo), y tampoco pude asomar mis brazos. De pronto crecimos muy rápido y llegamos al día de hoy, en el que Ale ya vive sola y yo dejé de ser un monigote flacuchento de poco más de un metro. Seguimos conservando esos días felices, aunque ya no vienen amigos a casa para contar anécdotas en la noche. Sin embargo, no los recuerdo con nostalgia. No siento al bosque como una pérdida, aunque se encuentre tan temporalmente lejano. A pocos kilómetros de distancia, podría llegar con una foto, con una canción o un día de lluvia, cuando la tierra se moja y salen los gusanos, y los hormigueros de pronto estallan, pero no quiero. No puede haber circularidad en este relato. No puedo volver a esos días, no puedo recuperar esos colores y esas horas. Tampoco lo deseo. No hubo que dejarlo en el tiempo para no seguir desgastándolo, o para poder recordar, desde fuera hacia adentro, hacia otro lado. Simplemente, el tiempo, el mismo bosque nos había cambiado.
Los domingos son esta quietud cansada y placentera, esta ansiedad de lunes que se aproxima y de ausencia de espacio donde respirar tranquilo. Ya no me llega el olor a tierra, y sin embargo, está bien. No pretendo conformarme. Nosotros hicimos lo que somos. Nosotros cambiamos el bosque. Nosotros ocultamos la llave en ese mismo lugar cuyo candado ya no podemos abrir.
No hay final feliz, no se necesita, nunca supe lo que eso era. Hay una sensación agradable en mi pecho que probablemente no te haya sabido transmitir, porque es puro color y fragancia, algo que no dicen las palabras.
Tuve un auto, una vez: los domingos solíamos salir en él a un bosque que quedaba cerca de casa. Era un auto otrora carmesí, rotoso. El que tenemos nosotros ahora es azul, un océano también viejo (con este fuimos a otros lados y recorrimos otras rutas; es el auto de días libres como no conocí otros, días felices). Es azul y rotoso, difícilmente consigamos otro, quizás dentro de algunos años. Será un auto de recuerdos inefables, indecibles, días como tampoco conoceré otros.