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Jueves

01 Saturnino

02 El que rompe, paga.

05 Globo rojo

07 Huída de lluvia

10 Feliz San Valentín

14, 30 Verano

16 Incomunicable, incognoscible, inexistente

16,30 Verano II

18 The cons of hitchhiking

19 Martín

21 El último sitio

22 De naderías

23 Inmersión

01 saturnino

Eso que ni siquiera tiene nombre
juega a disputarse mis sombras, que se escapan,
simplemente,
demasiado rápido, apresuradas por llegar a ningún lado,
llevarme con ellas
anudada en la madeja ciega que arrastra, tironea:
lo sin nombre reclamando entrega,
el sesgo de la decisión indeseable,
entre retóricas y sentires indolentes,
tibias dudas, efugios silentes:
el anonimato en todas sus formas,
la precariedad de tener que admitir,
por elección propia,
la elección, esa especie de derrota.

02 El que rompe, paga.

- Parece que tendrá que comerse sus palabras. Abra la boca. Abra... así. Cierre. Trague. Trague, que ya pasa. Ahora márchese.
Mira, miran. No hay nada que hacer.
- Es excelente, excelente. La felicito. Así es como deberían ser las cosas.
Él acaricia la cabeza. Los cabellos están bastante sedosos; se nota que usó mucha crema para peinar. Y que no limpió con trapeador, no, dejó secar los cabellos pacientemente, y cuando se fue a dormir lo hizo con ruleros, a la antigua.
- Ea, así. ¿Vio que no era tan difícil?
La puerta de salida se abre con el tintineo de las campanitas en lo alto. Es un local que no se ha automatizado. Pero nadie acude al ruido de las campanitas; la miran irse.
Camina por la calle. Las palabras rebotan en la boca; se ha atragantado, ha tomado demasiado té, le duele el estómago. No hay un baño cerca. Entra en el primer café que encuentra, casi vomita: “un té”, grita, y corre al cuartito que llaman “tualet”. Las palabras salen como sapos de la boca, y rebotan en las paredes, porque es un lugar chico. No suele tocar nada en baño ajeno, pero ahora apoya las palmas abiertas sobre el mármol de la pileta para sostenerse, porque el temblor de estómago se ha extendido a los pies, a las piernas. Se mira en el espejo cascado. Intenta hablar.
- Trabajo duro, merezco un buen trato – y “trato” rebota hasta hundirse en el agua limpia del inodoro.
Sigue una risa.
- Llámeme, Bob; es el momento que todos esperamos.
- Hágalo rápido.
Traga, otra vez.
- Te está manipulando, no te deja salida.
- No.
Salen por los dedos de los pies, de algún modo. Cae hasta las baldosas rojas de la esquina, al lado de dos pelusas que vuelan y luego se quedan quietas. Respira.
- ¿Por qué? Permítame, puedo hacerlo mejor. Así, ¿le gusta más?
Se siente mejor.
- Págueme al menos, doña Inés, ¡yo trabajé aquí un mes!
Y se acaricia la cabeza.
Gana coherencia. Traga saliva y se levanta. Se acomoda la ropa. No puede volver, pero tampoco puede desaparecer. Habrá que hacer de cuenta que no pasó nada, como le dijeron que hiciera. Jamás pasó nada.
- ¿Va a tardarse mucho más?
La señora que espera afuera la mira mal antes de entrar. Hay una cola de mujeres impacientes con bolsos y polvos. “Qué desconsiderada”.
El té, en la mesa, ya se enfrió. Lo toma igual. Le queda poco dinero, pocas ganas, no sabe adónde ir. Paga. Ya encontrará un rincón donde caer.

05 Globo rojo

Es como cuando ves al globo irse volando, más allá de tu alcance (es inútil que saltes), y tu papá te dijo que lo sostuvieras fuerte porque esta vez el techo no iba a impedir que se escapara. Pagaron: elegiste; abrieron la billetera y pagaron: es un tesoro el que tenés entre tus manos, el que busca verticalmente aspirando el cielo. Un hilo, un trozo largo y delgado de plástico blanco lo sujeta a la tierra, a vos con los pies bien plantados, incapaces de tanta volatilidad. Vas con la cabeza inclinada hacia arriba, mirando al globo con forma, y tu hermana, al lado tuyo, te dice que los globos son caros y duran poco, que se pinchan, que no valen la pena. Pero quizás te envidia. Caminando con el globo, levantar un pie es revivir la fantasía de salir volando, hasta el techo del supermercado donde agonizan los que se escaparon sin sus dueños, o luego, hasta las nubes como azúcar o más allá. Entonces aferrás fuerte el hielo de plástico blanco, como sabiendo que cuando se vaya ya no va a haber nada que le impida seguir alejándose más y más. Tu papá te lleva de la mano para cruzar la calle y tu hermana camina al lado con su algodón de azúcar tan etéreo, vaticinando las nubes que se aproximan cuando tu mano olvidadiza se abre para cerrarse un segundo después, demasiado tarde ya, mientras tus ojos no se cansan de mirar como el cielo se aproxima y vos quedás tan abajo. Alguien te reta; tu hermana tira la madera endulzada y te dice, "yo te dije, el precio, los globos no duran, no vale la pena". Vos ya casi no lo distinguís, un manchón rojo tan cerca de la luna que se nota a plena luz del día, tan lejos del auto que te encierra y se aleja más, más, hasta que ya ni siquiera podés imaginarlo en las alturas, un punto de color desafiando las ataduras y la tierra.

07 Huída de lluvia

Hoy, para llegar a destino, tuve que cruzar en bote la esquina, enfrentar a una jauría de hambrientos perros salvajes, saludar a unos compatriotas que viajaban a caballo para no embarrarse las botas -ellos dijeron "¡Mamma mía! Mijita, cómo están las cosas"- y asumir el reto de cruzar un riachuelo infestado de mañosos cocodrilos rodantes -especie carnicera y de hábitos solitarios que no teme embestir a sus semejantes si la ocasión lo amerita- para alcanzar a aquellos que siempre me esperan en el parador más desolado. Ya se habían ido, así que aguardé sola a que llegara mi último contrincante, el enemigo más fiel, ese cuya desaparición supondría una pérdida irremplazable.
Lo vi avanzar desde lejos, avasallando gotas de lluvia en su marcha maniática y abriéndose paso entre los cocodrilos sin miramientos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando levanté mi brazo para hacer notar que yo estaba ahí, esperándolo como todos los días, y el pavor se apoderó de mi cuerpo cuando redujo el paso y se acercó chorreando espuma y agua sucia por sus flancos.
No me dio tiempo de pensarlo; antes de que pudiera cargar mi fusil, ya me había devorado.
Adentro, en sus entrañas, los encontré a ellos, los humanos más bárbaros en esta tierra, los adoradores de ídolos inmóviles e inalcanzables, los seres más deformes y desnaturalizados. Es imposible no ceder ante la influencia de ese incivilizado grupo humano, evitar que la postura se altere y la razón se desbarranque. Yo también caí, sin darme cuenta: mientras escribo con mano temblorosa estas últimas notas, observo con ojos febriles a mi alrededor: estoy en busca del asiento vacío.

10 Feliz San Valentín

Mi oficio es el de cobarde. Es de tiempo completo; tengo muy pocos ratos libres, le dije, mirando la ventana.
¿Y a qué viene eso?, me preguntó, con una mezcla de hastío, indiferencia y desprecio en la mirada que yo conocía tan bien. No le respondí, porque sabía que no le interesaba. Aquello que antes la había cautivado hoy le resultaba insoportable.
Yo tenía dos opciones, ninguna fácil. Podía convertirme de una vez por todas en eso que quería (aunque no sabía cómo, o por qué), o podía seguir perfeccionándome en mi oficio actual. De cualquier modo, ella ya no estaba ahí. Se había marchado en la primavera y sólo quedaba su cuerpo, esa cáscara que fumaba desnuda en la cama, mórbida, blanca y fría. Quise estirar el brazo y tocarla, quise provocar una reacción. Quise, quise. Quise tantas cosas. Me dormí en el humo de su cigarrillo y desperté dos días después, cuando Malena ya se había marchado. La extinguida chispa en su mirada al terminar de empacar sus cosas es un recuerdo brumoso. No sé qué día era, o qué tiempo hacía cuando cerró la puerta y me dejó, la taza de café fría en mi mano. La cama estaba helada, y las frazadas yacían en el suelo.
Ya no fue necesario decidirme por una de las dos opciones. La elección la había realizado hace rato.

14,30 Verano

En cualquier momento cae una gota del cielo y llueve sobre la gente que se amontona bajo el sol en la urbe sudorosa. Va a ser una gota gris como la ciudad de concreto y las nubes que ocultan el sol; una gota pesada, redonda y cálida que ¡plaf!, cae sobre la frente traspirada de un transeúnte que camina al café más cercano al trabajo. Él se seca con la mano, mira al cielo encapotado y apresura el paso, porque no le gusta la lluvia de verano. Segundos más tarde cae otra gota, esta vez sobre un parabrisas. Luego, dos; a continuación, decenas. La muchedumbre camina molesta, un chico despreocupado saca la lengua para probar el sabor grisáceo de las gotas, y alguien sonríe a pesar de sentirse pegajoso. La lluvia dura poco; el sol se encarga de borrar los rastros. Dos semanas, y la lluvia es recordada por pocos.

Si las plantas escribieran y, además, no fueran desagradecidas, todas las lluvias serían homenajeadas.

16 Incomunicable, incognoscible, inexistente


La cosa es que estaba en el colectivo con la cabeza inclinada y el pelo graso colgando viejo hacia un costado, gris, encrespado, apenas si tapando el puente de la nariz roja enorme sobre la que se balanceaba una gota única. Había un pibe rubio en el asiento de al lado de la ventana, un gordo sentado a mi derecha junto a una mujer con un bebé, y un viejo en su asiento detrás del gordo, llorando. Lloraba el viejo, en público, y las gotas caían lentamente porque no se las secaba. No podía verle los ojos: una mano recogía el pelo mustio y sostenía la frente. Era pura arrugas, pura manchas solares y lunares y nudillos huesudos de viejo. Pero lloraba, la nariz estaba roja y una gota caía intermitentemente, con indolencia, y sus hombros no se movían ni emitía gemidos, pero lloraba hasta mojar, poco a poco, la remera y el pantalón. De vez en cuando la otra mano se levantaba y ahí sí, se secaba las lágrimas ocultas en los ojos, y la postura se relajaba pero ganaba algo de solidez, de confianza, se erguía un poco y quizás la otra mano soltaba la frente y si lo mirabas a la cara, de pronto parecía que todo ya iba a ir bien, que ya nadie iba a llorar en el colectivo, que todo iba a ser el mismo trámite de siempre. Creo que él quería creer lo mismo, pero no sé lo que pasaba por la mente del viejo, nunca voy a saberlo, y así de pronto veías aguarse los ojos oscuros y la escena se repetía de nuevo, incómoda para los que no podíamos saber, invariable. Los hombros caían y era como si necesitara una palmadita en la espalda, o mejor, una mano en la espalda, el contacto de una mano que no puede ser hipócrita si al menos te presenta la opción de un consuelo, aunque sea inútil. No sé cómo sentía ese viejo, si se le murió una hija, un nieto, un sueño que quiso creer pero se fue a pique, si lloraba por estar llorando solo en un colectivo y saber que ya no va a ser como cuando era pibe, que nadie va a venir mientras berrea porque se raspó la rodilla y duele y es demasiado dependiente de la mano que siempre está demasiado lejos, quizás en la otra esquina de la plaza, pero que aunque sea tarde va a venir con la curita a paliar el miedo eterno de lloriquear solo sobre la calesita con todo ese espacio vacío alrededor. No, no va a haber mano que cure, mano que acompañe; con mucho miradas incomprensivas que jamás le ofrecerán un pañuelo para la incomodidad de la nariz, que no van a ver nada excepto a un viejo lloroso, que se olvidarán de él en cuanto llegue la hora en que haya que bajar del colectivo, suene el timbre, las puertas se abran y el vacío se vaya con el viejo a cuestas y el fastidio de saber, con certeza, que no se está entendiendo nada, que no se puede, que quizás no hay nada que entender.

16,30 Verano II

Surca el tiempo con sonido imperceptible, el sordo silbido de lo que corta el aire, una mañana antes de que el sol llegue a su cenit y caliente demasiado. Cae, un haz de ondas líquidas se alejan del epicentro; sopla el viento y la superficie se agita. Una, otra, forman una laguna en medio del desierto de concreto. Entonces cae un zapato y las aguas se dividen; el cuero marrón se despega de la cuenca seca. Las gotas, dispersas, se resignan a morir solas sin llegar al mediodía, a volver a sufrir la pena del condenado Ícaro ascendente, a volver a surcar el tiempo con sonido imperceptible ante la ceguera de los ídolos de piedra.

18 The cons of hitchhiking


Justificar a ambos ladosBuenos Aires, 12 de septiembre de 1941

Mi querida amiga,

Acabo de recibir su carta y me ha alegrado mucho, creí que demoraría mucho más en responder. Me apena que se encuentre enferma, pero a la vez, ¡estoy tan feliz de recibir noticias suyas! Hace una semana me pasó algo perturbador y necesito hablarlo con alguien como usted, aunque ya me siento más tranquila. Usted es mi mejor amiga. ¿No me despreciará si le cuento una tontería de mi parte?
Usted sabe que Ciudad Momo es uno de esos pueblitos de los que quedan pocos, uno de esos a donde ni siquiera llega el ferrocarril. Hemos progresado tanto que ese aislamiento me da algo de vergüenza; a veces desearía vivir donde usted, tan cerca de los teatros, pero yo vivo aquí, así es mi ciudad, y no hay nada que hacerle. Sólo un colectivo pasa por aquí, por la ruta que constituye el límite este de la ciudad. Se detiene en dos paradas, antes de marchar para el Centro: yo lo tomo en la segunda parada, no la de la entrada de la ciudad, sino la que está entre el semáforo y el puente, que queda a un par de cuadras de mi casa.
Aunque tarda en pasar y tengo que caminar bastante para llegar a la parada -incluso tengo que cruzar la ruta, que a esas horas de la mañana es una trampa para despistados-, nunca me quejé del colectivo. Los asientos son mullidos, nuevitos, y viaja poca gente: tan temprano a la mañana, el viaje es un placer. Pero hoy, cuando volvía, el transporte, Ciudad Momo, la naturaleza y mi fortuna se conjuraron en mi contra. Mi pueblito, con su especial planificación urbana, el colectivo con fileteados, el olor a tierra de estos lugares ajenos al asfalto... Nunca podría volver a adorarlos seriamente.
Volvía del Centro, antes del atardecer; venía cansada y me quedé dormida. Usted sabe que caminar por allá es cansador: tanta gente, tanto movimiento... Estaba agotada. Desperté justo antes de llegar a mi parada, y tengo que reconocer que yo tendría que haber avisado antes, pero a él no le costaba tanto parar. La cuestión en que me dejó después del puente, en medio de la nada, cerca de una iglesia rara y gigantesca que permanece custodiada día y noche. Afortunadamente, aún no anochecía, pero por ahí no pasan transportes, y yo estaba muy lejos de casa, bajo la lluvia y rodeada de barro. Deseaba desesperar, pero usted sabe que por suerte siempre fui una persona razonable y sensata. No quedaba más que caminar, así que tras un bufido o dos comencé a buscar lugar donde posar los pies sin embarrar mis zapatos nuevos, tarea por lo demás imposible, pero en esos momentos fue lo mejor que se me ocurrió hacer. Llevaba media hora caminando cuando me percaté de que todavía estaba muy lejos de casa y el sol comenzaba a ocultarse. Mis caballos estaban húmedos, mi vestido y mis zapatos, completamente arruinados. Y entonces pasó un auto. Y paró.
¿Sabe? Siempre desconfié de la gente aparentemente caritativa, y recordaba bien lo que podía pasarle a una mujer sola en un auto ajeno, pero aún así, subí: casa estaba todavía lejos y Emilio no ve bien que yo llegue después de él, mucho menos si es tarde y la comida no está hecha. Conducía un señor de unos cincuenta años, con traje y zapatos de charol. El auto era realmente admirable. Me sentí intimidada desde el momento en que descubrí que entre él y yo había tan poco espacio. Mojada, tiritando, me arrinconé contra la puerta lo más que pude y respondí a las pocas preguntas que hizo. Luego, ambos callamos.
Sé lo que está pensando, y temo que me considere una desvergonzada y por eso pierda su amistad. Pero por favor, compréndame, sea mi amiga y no me desprecie. Estaba agotada, y caminar al lado de la ruta, de noche, en un día de lluvia, no habría sido una mejor opción. Estaba aterida de frío, preocupada... Tenía miedo. Y ya en el auto, me sentía anonadada por todo: la lluvia que arreciaba, mi lamentable estado, el auto -nunca había visto uno tan bonito, pero apenada como estaba, apenas presté atención a las formas, al cuero, a la graciosa velocidad con que me llevaba-, el mero hecho de haber aceptado la propuesta. Me temblaba el cuerpo de temor. Me sentía como un animal arrinconado; evité mirarlo a la cara todo el viaje. Ahora me doy cuenta de que mi actitud debió resultar muy ridícula, pero en ese momento sólo deseaba bajarme. Mis zapatos gotearon su alfombrilla un tiempo que me pareció interminable. Al final, llegamos a unas pocas cuadras de casa. Yo, aferrada a la manija en la puerta, casi grité cuando él se inclinó hacia mí. ¿Estaría tan preocupada una mala mujer? ¿Entiende que los rumores que corren ahora por mi pueblito no tienen fundamento en la realidad? ¡Si hasta huí, olvidé mis modales cuando lo vi acercarse! Ni siquiera recordé agradecer.
Ahora, Marta, las vecinas murmuran a mi paso. Un muchacho flaco de enfrente con el que no hablé nunca me mira fijo detrás de sus lentes. Y anteayer Cacho, el almacenero, osó comentar algo con doble sentido y guiñarme el ojo. ¡Estoy tan sola, mi amiga! Emilio se violentó cuando escuchó los rumores: una noche, creí que me golpearía hasta matarme. Nadie confía en mi honestidad. Y si hubiera rechazado la invitación de ese a quien tanto defenestro -descubrí que, en realidad, se inclinó para alcanzarme un monedero que ya no recuperaré, un monederito tejido cuya ausencia recién descubrí en casa-, si no hubiera subido a ese auto, de cualquier modo mi virtud sería cuestionada. Largas son las lenguas de calumnia en los pueblos chicos, como Ciudad Momo. ¡Y todo por dormir en el colectivo!
Querida amiga, espero que su salud mejore. Esperaré ansiosamente su próxima carta. Con afecto,

María Norma

19 Martín

Las gotas cayeron marrones, pesadas, mojaron todo, y luego, cuando terminaron las exclamaciones y los golpes de cacerolas, empezaron a repiquetear contra el trasto abollado e inútil.
La casa se volvió fría, como el tiempo largo cual tortura china, tiempo paciente y burlón. En ese momento no pensé nada. Sequé la cocina, acomodé las cacerolas, busqué un buzo viejo y gigante y me senté frente a la computadora para perderme en el primer juego idiota que encontrara en internet. Recién cuando me aburrí de jugar bajé para conseguir un algo de comida y me senté a hacer nada, un alfajor de maicena en una mano (aunque no me gusta la maicena) y la mejilla en la otra. Tuve sed en la boca arenosa, y sueño, y delante el resplandor eterno de la computadora zumbante como el silencio de las pisadas en un desierto.
Pensé: nos horrorizamos ante la crueldad de ese mecanismo interno que nos hace ver espejismos en el paraje más árido o la ruta más ardiente, y un resorte que saltó irrelevante me contestó:
- Bah, qué va a ser cruel. Es una maravilla. Lo jodido es cuando no ves nada.
Claro que el resorte no articuló las cosas así: fue más bien una sensación de contrariedad y una idea completamente distinta a la anterior que surgió casi sin palabras, como surgen realmente las ideas: imagen de un desierto estereotipado (una ciudad), boca seca, y la certidumbre (es cierto, porque es la subjetividad de todos los días) de que lo horrible es estar seguro de la anulación de la distancia a causa de la infinitud de la misma, de la ausencia de cualquier engaño que lo distraiga a uno con sus sentidos, de la completa falta de esperanzas y la imposibilidad de no seguir andando. Quizás alguien recuerde a Camus o algún otro teórico de la angustia en este momento, a esa persona le digo que lo deje de lado. Esa certidumbre, ese resorte que saltó ni siquiera ofreció como salida la angustia: lo peor de todo es cosa de todos los días, es la imposibilidad de evadirse por el camino fácil, es el achatamiento y el cansancio sin nombre, sospechar que los nombres mienten y que se camina por un no-espacio. Después de sentir eso, ya no importa si el destino está a dos pasos o tras kilómetros de camino.
Al llegar este punto ya había cerrado los ojos y apoyado la frente sobre el escritorio, mientras pensaba en nada para escuchar pasivamente los diálogos descontextualizados que provenían de la tv. La lluvia había parado hacía rato, y las piedras se habían descongelado sobre los autos abollados ya por el granizo anterior. Se retorcieron los trapos mojados, y en la propaganda pensé que cuando se llega desde el desierto la cosa debe ser distinta, porque al final siempre hay más ilusiones ópticas que en el recorrido y uno cumple con el ritual de engaño u olvido. Desgraciado el que no pudiera dudar del sentimiento y deformarlo hasta volverlo irreconocible, ese sería como una cocina llena de goteras durante un diluvio a lo Macondo: enmohecida, húmeda, de ladrillos rotos y rodillas reumáticas, y cacerolas anegadas a las que ya no hay en donde vaciar.

21 El último sitio

Se acumulan, invaden la casa a montones con sus patitas inquietas y sus cuerpos hinchados, se multiplican y llenan todo: trepan por las paredes, ocupan el baño, me persiguen a la cocina y se cuelan hasta en mis esporádicas comidas. Son horribles: blancas y ciegas, gigantes y silenciosas, dictadoras. Les temo, y no puedo detener su marcha sinuosa y traicionera. Su sola visión me causa repulsa; el movimiento de sus antenas me sumerge en el asco y me impide hacerles frente. De cualquier manera, enfrentarlas ahora sería inútil: ya es muy tarde. Tomaron la casa; yo permanezco en el último bastión, el rincón en el placard que no resistirá mucho más ante su avance. Las he visto trajinar cerca y ensuciar con su palidez la alfombra. Las siento asaltar la puerta de madera; escucho cómo intentan colarse. Conocen mi debilidad, y ya no queda más lugar a donde ir. Veo sus antenas asomarse en la oscuridad, siento su viscosidad fría, su albinismo cortante; mi cuerpo pugna por levantarse y huir, pero ya no hay dónde: está todo ocupado. En determinado momento, dentro de poco, tendré que levantarme, pero todavía el asco, la tensión es soportable. Por un momento, espero.

22 De naderías

Estos encuentros después de tanto tiempo no salen. Simplemente no salen. Hay demasiadas cosas en medio, demasiada resistencia como para que el plan pueda ser acto. Surgen cosas en el camino: problemas, el olvido, el hastío. A veces la gente no quiere verte sólo porque les recordás una época que no fue mejor.
- ¡Ey, negro!
Ahí está, llega tarde, como siempre. A la gente no le importa que uno espere media hora, como un boludo.
Me da una palmada húmeda en la espalda.
- Qué hacés, flaco – le digo, y hay tan poco de pregunta en esto -. Te esperé media hora.
- Sí, ya sé, disculpame. Pero vos sabés, el tren es jodido. Yo esperé media hora ensanguchado entre Ramos y Haedo.
Típico, es de ilusos esperar que algo público ande bien. Pareciera una mentira eso de que invierten fondos. Y nosotros, los boludos...
- ¿Viste que renunció Lostó? – ¿Losteau se dice Lostó? Él sabrá. – Qué desastre, che.
La conversación se encausa sola. La realidad social es un excelente puntapié inicial, después se pasa a los grandes asuntos. Nada demasiado importante, igual. ¿Qué pueden contarse dos personas que no se ven hace tanto? Anécdotas del pasado compartido, tímidas notas del presente, nada más. Y eso se hace fácil, con pizza y birra de por medio.
- Che, ¿te acordás – ahí está, la nostalgia -, cuando éramos pibes, ese día en que estábamos en la casa de Aida, con ese tío tuyo?
- No, qué sé yo. Fue hace mucho.
- No, pero si fue re importante. Fue la primera vez que nos peleamos, ¿no te acordás?
No, no me acuerdo. Con Iván nos peleábamos mucho, éramos los peores amigos. Si fue por una pelea (estúpida, cómo no), fue por una estúpida pelea que nos dejamos de ver. Pero no le digo, a ver.
- A ver, ¿cuál?
- Uf, qué mala memoria, viejo. Fue por una boludez... una hormiga. ¿Te acordás ahora?
- ¿Una hormiga?
- Uf, sí. No sé. Andábamos en ese garaje de tu abuela. Te acordás de eso, ¿no?
Ni asiento: por supuesto que me acuerdo. El patio de la abuela era (es, supongo, aunque la casa ya no sea de la familia) largo, muy largo y estrecho: al fondo el portón del garaje que siempre estaba lleno de porquerías, más adelante el embaldosado sucio de agujas de pino, si seguíamos por él, pegados a la pared rasposa que formaba como montículos, de pronto la reja de color verde, ideal para escalar. Más allá, la huella de los autos, el pasto, el cactus que murió hace diez años, la calle y el resto del mundo, inexplorado, con sus iglesias y escuelas y kioscos. Al costado, el pino, el mismo embaldosado sucio, el pozo ciego y la librería de la abuela, que me regalaba bolitas que me volvían loco, pero perdía debajo de los muebles al instante.
- Estábamos con tu tío, el adoptado, y no sé de qué nos hablaba pero de repente se tenía que ir. Ah, pará, estábamos con tu tío que nos hablaba de una hormiga que nos encontró mirando. Nos contó una historia tonta sobre la hormiga y cuando se tuvo que ir nos dijo que no la tocáramos. ¿Te acordás?
- No.
- ¿No te acordás? Bueno, la cosa es que nos dijo que si uno tocaba la hormiga el otro le avisara cuando volviera. Onda, que si yo tocaba la hormiga vos le dijeras, y al revés.
- ¿Y?
- Y que apenas se fue tocamos la hormiga. Pero no me acuerdo quién la tocó primero, si vos o yo. Yo creo que fuiste vos, y te dije que tu tío nos dijo que no la tocáramos pero como ya la habías tocado vos yo también la quise tocar. Así que la tocamos los dos. Y eso que no era la primera hormiga que veíamos. Y cuando volvió tu tío vos me buchoneaste y yo te vendí a vos, lo típico, “no, pero yo no la toqué, él la tocó primero”. Pero tu tío no nos dijo nada, claro. Qué nos podía decir, si era un pendejo. Pensar que parecía tan grande. ¿Te acordás ahora?
No me acuerdo, pero si habláramos de esto dentro de dos meses, me acordaría de la anécdota como si hubiera ocurrido ayer. Ahora me veo como en un recuerdo falso, como en una película, desde atrás. “Tío, Iván tocó la hormiga. Yo le dije pero la tocó, tío”. Y la cara del tío, de benévolo desinterés. El tío que ahora está en la República Bolivariana de Venezuela y manda cadenas que exaltan a Chávez cada dos por tres.
- Sí, algo me acuerdo – le digo, para acabar con la cosa -. Pero muy poco.
Termino mi porción de pizza y tomo del vaso. Iván está pensando en algo. En la mesa de al lado hay una pareja con un carrito de bebé. El pibe duerme, la pareja come. El pibe tiene una cara de satisfacción y picardía... De película, labios curvados hacia arriba, cachetes sonrosados. Es flaquito. De repente sonríe con placer, mueve los brazos y relaja la cara poco a poco. Qué despreocupación envidiable. La pareja ya no come: me mira mal y fijo. Qué paranoia, che.
- ¿Qué te pasó en todos estos años?
Ahora también Iván me mira fijo, con los párpados medio caídos.
- Y, qué sé yo. Lo de siempre: trabajo, bancarse las deudas, cenas con los muchachos, alguna amiga... No hay mucho que contar.
- Sí, ¿pero y después de que nos embroncamos esa vez?
- Me fui a casa, qué iba a hacer. La vieja había comprado facturas y las comimos con Martita. No pasó gran cosa, ¿qué iba a pasar?
- No sé, yo estaba re mal. Ahora no me molesta porque es como una boludez del pasado, pero ese día estaba furioso. Casi voy a hacer quilombo a tu casa. Decí que vivías con tus viejos y que me caían bien. Mejor, porque de qué hubiera servido, igual.
- Y sí. ¿Para qué hablar de esto? Fue hace mucho.
Iván coincide, y después de eso no queda mucho más por decir, ni pizza ni bebida por consumir. Así que “mozo, mozo”, y la cuenta la pago yo porque le debía esa, y qué inflación che. Nos separamos en la misma esquina que antes porque de ahí cada uno se va para su lado. Y entonces Iván me da un abrazo que dura muy poco, y que en realidad tendría que haber durado menos. Yo le doy dos palmadas, fuerte, porque Iván nunca da abrazos.
- Cuidate, negro.
De ahí se va, y yo también. No hay mucha gente, apenas un flaco de lentes que fuma en la entrada un edificio, una mujer que camina apresurada. La calle está casi vacía y mal iluminada, porque basta con abandonar el centro de cualquier ciudad para que las luces escaseen. Apenas llovizna ya. Iván estuvo raro: no me habló por años y de pronto me invita a comer y me da un abrazo. Remordimientos, serán. ¿Serán? La gente tiene cada chifle... Se ofenden enormemente por dos palabras, lloran, se alejan y vuelven tratando de pretender que nada pasó. Pero se traicionan a la mitad del camino y terminan volviendo al punto de quiebre, y quebrando las cosas. Y ambos saben desde antes que eso va a pasar. De qué más se puede hablar después de trece años. Y como las cosas no cambian tanto...
Igual, ¿qué se puede decir de una bronca de hace tanto tiempo? Y más si de repente cortaste toda conversación, por una tontería semejante, por una asunto de tan poca plata. Que por tan poca plata se pueda pelear alguien, por una deuda tan tonta. Es estúpido. Por cuarenta pesos afanados por un ladrón no te veo más. Pero no, lo de la plata era una excusa. Ya nos habíamos cansado de vernos las caras, por ahí. Empieza con una sensación de molestia, por el enfado ante ciertos hábitos, y estalla ante cualquier cosa. Por eso al final uno se acostumbra rápido. Quién sabe, quizás la cosa comenzó con una hormiga y terminó en la bicicleta y los cuarenta pesos robados por el ladrón. Y con Iván gritándome porque el chorro era mi vecino, que era mi culpa y la guita la necesitaba, y la retahíla de etcéteras. Todo por lo que me salió la pizza de hoy. Así que, ¿de qué pueden hablar dos tipos después de una idiotez tan firme, con tanto peso como esa? No, si esos caros encuentros después de tanto tiempo no tienen sentido alguno.

23 Inmersión

El martillo cayó pesado y Daniel casi pudo verlo manchado de sangre. Pero después Nina volvió a bajarlo, una y otra vez, y el estallido sonoro nunca era más que eso, ruido. Al rato Nina terminó de colgarle el cuadrito y bajó de la escalera. Nina era demasiado baja, a Daniel sólo le llevaba la cabeza y muchos años. Estaba contento porque dentro de poco la iba a pasar. Nina decía que no importaba la altura, porque él tenía que pasarla en lo que respectaba al conocimiento. "La altura no hace al hombre", le decía. Pero Daniel no le creía, porque por algo usaba tacos.
Daniel no era el hijo de Nina, pero ella lo cuidaba porque su mamá trabajaba. Nina era Su Nina, como decía él cuando le preguntaban, o una niñera, como le decía mamá. Lo llevaba a la escuela, al parque y a lo de su abuela, Rosa. Le ataba la corbata, cosa que él nunca había aprendido a hacer, y a veces le compraba golosinas. Por esto último, Daniel la quería. Sabía bien que mamá le había dicho que no le comprara, porque mamá era mala, y que Nina no le hiciera caso era la mejor razón que se le ocurría para darle un beso.
El cuadro había quedado algo torcido. Nina lo arregló; Daniel miraba desde abajo. La escalera era chica, si se cerraba se caía. A Daniel ya no le gustaba mucho el cuadro pero no dijo nada; había insistido para que le dejaran colocarlo en la pieza. Era demasiado violeta. Al final, todo quedó derecho, y la escalera se cerró cuando Nina la plegó bajo la cama. Era tarde, y mamá llegó con uvas. Estaba lloviendo en Castelar; es linda, tan linda la lluvia. Daniel quería salir a mojarse, sin paraguas ni botas, pero ahogó las uvas en el agua y luego las sintió explotar dulcemente líquidas en la boca, apenas carnosas, sólo un corazón duro de semilla entre los dientes. Nina iba a poder mojarse, porque se había olvidado el paraguas y no había querido el negro grande que había en casa. Nina tenía suerte.
Un rayo incineró el cielo demasiado tarde en la ventana, después hubo un trueno, luego otro. El cuadro estaba mudo enfrente de la cama, como el cielo raso y el pasillo y las tejas. A veces una gota fuerte repiqueteaba contra el rojo y se ahogaba lentamente en la noche. Nina tenía techo de chapa en su casa, y le había contado del sonido de la chapa que hace ruido como tambores, que arrulla, y Daniel se durmió sintiendo un clamor como de gotas blandas estrellándose en la alfombra, un martillo ahogado, un trueno palpitando en Castelar bajo las aguas.