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Lunes

02 Alguien tiene que morir

06 Aquí yacen los restos

07 Octopus’s garden


10 Memorias del décimo piso

13 Sonría al cliente

16 See me, feel me

17 Facturas

18 Sobre el camino a casa bajo el sol en ojotas y la noche de verano.

19 Instantáneas

21 Guerra

22 Un paseo por la plaza

02 Alguien tiene que morir

Respiró. Quedaba poco personal y las luces estaban bajas. Sus pisadas eran fuertes; había eco ahí, y eso le resultaba agradable; le parecía casi un consuelo, como todo lo que causa algo de certeza.
Ellos, en sus cuartos, dormían. De vez en cuando los miraba por la mirilla de la puerta; de vez en cuando llegaba un murmullo que crecía y de pronto era gritos, pero duraba poco.
Él caminaba por los pasillos; estaba todo tan silencioso, tan irreal... A veces se cruzaba con una enfermera e intercambiaban palabras cortas y olvidables.
Era una noche clara. No iba a pasar nada esa noche.
En una esquina se había quemado una bombita, y ahora era un bache oscuro entre dos soles agonizantes de luz blanca. Se detuvo; tenía la bombilla de reemplazo en el bolsillo y la escalera portátil enganchada en el brazo. Abrió la escalera, metió la mano en el bolsillo, sintió el cristal frío entre las yemas. Pero se quedó ahí parado, con la mano en el bolsillo, en la tregua de una esquina sin luces.
El murmullo llegó de atrás, de un cuarto. Un cuerpo flaco y cetrino se desdibujaba bajo las sábanas blancas, y gemía en la cama, pero no se movía, sino que permanecía ahí, seco, sudado, extenso. Él sabía lo que venía a continuación. El gemido iba a mantenerse monótono, en ascenso durante un tiempo, iba a convertirse en grito, iba a atraer a una enfermera, iba a morir en el consuelo de una inyección, amparado por la luz proveniente de una lámpara en la esquina del pasillo. Él esperó, mirando por la mirilla, tras el cristal. El murmullo siguió, monótono, en ascenso, alto. Era una retahíla de frases sin sentido que colmó el cuarto. Pero no hubo gritos, y la enfermera no apareció. El gimiente no se removía en la cama, pero en un momento abrió los ojos, y miró el techo. El ruido seguía; era como un tono independiente y monocorde, una pesadilla que se materializaba en su persecución y colmaba el cuarto y llenaba de pavor los ojos del que yacía. Él miraba; una pesadilla trepaba a las paredes y lo miraba desde el otro lado de la puerta. Lo miraba, y reptaba en la cama, y se confundía con las sábanas; hacía vibrar el cuerpo en escalofríos, desdeñaba a la mano que se alzaba en ruego, cubría el jadeo de los labios entreabiertos, crispaba las dedos.
Todo ocurrió muy lento, muy rápido; la respiración se hizo errática de pronto, estruendosa, y languideció para desaparecer como un silbido. Y eso fue todo, un rostro como una máscara de cera, una boca abierta, una mano cerrada, un pie asomando bajo la sábana. Un minuto de silencio bajo una lámpara quemada, en una noche clara. Y el posterior jaleo de delantales blancos arrastrando una camilla bajo las luces, una tras otra, tras otra, tras otra, por un pasillo eternamente blanco e iluminado, sobre la mirada extinta de él con la mano en el bolsillo.

06 Aquí yacen los restos

En el fragor de la noche, ruido de sábanas. Roce de telas, olor de cuerpo anudado en pitón de algodón. La batahola se eleva desde la tierra anunciando tristes batallas. Exánimes, ciérranse los ojos de jamelgo herido, prestos a descansar. Y cuando el clemente sopor envuelve los miembros, cual rabiosa venganza diurna, llora el despertador, lloran los hombres, claman al cielo. Pero no hay remedio. La respuesta es, invariablemente, así es la vida. Andá a yorarle a Magoya.

07 Octopus’s garden

Me achico. Empequeñezco agazapado bajo la brisa fresca, aplastado contra la superficie escrita y el vidrio. Siento cada movimiento del cuerpo gigante que lee el diario al lado mío; me arrincono para evitar el mínimo roce e intento permanecer así, diminuto, alerta como un bicho amedrentado, infantilmente heridos mis deseos imperialistas.
Su codo me amenaza: él tiene la desfachatez de relajarse y estirar las piernas, de obligarme a recluirme en un rincón. La tensión es insostenible, y que sí, que no (que no, cómo, que no), que sí, que sí. Así que lo hago: le pido, con otras palabras, que ocupe menos espacio, que si por favor se corre un poco, o al menos el brazo, ¿sabe?, gracias.
Apenas mueve su pierna, pero al diario lo cierra y el brazo reposa tranquilo sin invadir mi espacio. Mas sólo por dos minutos, los dos minutos que demora en aburrirse y abrir nuevamente el periódico, en relajar los tentáculos, en desparramarse insensiblemente y ocupar, nuevamente, todo el espacio: es un manojo de miembros atados con alambre a una cabeza, un ser perverso oculto detrás del diario, un charco de tinta esparciéndose sin cuidado ni respeto (¡qué fue de los valores!) en el espacio.

10 Memorias del décimo piso

Es una rata demasiado crecida y chica frente a un montón de pies que bailotean sin fijarse; un ser de pelo ralo que se para frente a la clase con su postura de pedir perdón, como si lamentara no parecer más interesante, no hablar mejor, no tenernos menos miedo. Así avanza a tropezones con el aula y la clase que no puede hacerle el favor de callarse, leer en silencio y comentar algo interesante sólo para hacerlo sentir contento, para levantarle un poco el ánimo que arrastra por el suelo junto a su autoestima; la clase que continua el baile infernal entre la música de chismes y cuchicheos.
A mí me molesta que me cause lástima. Ni siquiera sé su nombre –su apellido-; a veces me pregunto por qué sigue, tantos pisoteos por una causa que reporta tan pocos beneficios, sólo pocos comentarios interesantes de ganancia. Y estoy en eso cuando todo se calla: todos leen, nadie habla, sólo susurran las hojas de los libros. Por un rato, él también intenta leer. Un rato: enseguida se da cuenta de que no puede y se acerca a un único sujeto desocupado para intercambiar chillidos y demostrar que sabe, que por algo es profesor: un individuo sólo, nada más; es mucho más fácil que enfrentar a un grupo. Roto el silencio, todos hablan, y los murmullos pueblan el espacio.
A la noche, quizás, llega a casa tarde después de todo un día frente a sus alumnos y se sienta a comer un plato de sopa, a mirar la tele y resignarse a no encontrar nada bueno. Quizás, sin mucha parsimonia, cepilla sus dientes y oculta su cuerpito de rata bajo las colchas, prende el velador y lee un rato; se duerme pensando, quizás, en la charla de hoy con el individuo, en lo productivo e interesante: el disfrute de esos escasos placeres pocos, la escuela, tan pero tan golpeada, y quizá el futuro.

13 Sonría al cliente

El mozo que me trajo el café ese día sonreía tanto que parecía de mentira. Era nuevo en el bar. Su simpatía me pareció chocante, inadecuada. Al mediodía, un lunes caluroso y tedioso como todos, uno está acostumbrado a ver caras grises y apesadumbradas, cansadas por adelantado, caras que reflejan el peso de una vida de largas semanas trabajosas y pocas horas de descanso. No es corriente ver a alguien sonriendo un lunes al mediodía. Pero el mozo lo hacía, y mientras que en otra persona, quizás una chica, eso hubiera sido refrescante, en su caso resultaba fastidioso, sobre todo ese día.
Quizás lo siento así porque noté que yo originé la sonrisa, y no había motivo. Yo estaba pálido, tembloroso, es cierto; con dos valijas gigantes sentadas antes la mesa recordándome cómo iban a ser las cosas a partir de ese momento y con ropa dos tallas más grande encima. Debía estar ridículo, pero no era motivo, y el Cholo tendría que haberse fijado y haberle dicho cuando lo contrató, con esos modos que tiene, “mirá pibe, si querés el trabajo, acostumbrate a que con los clientes, trato formal y vista gorda, a menos que enquilomben el negocio”. Pero no le dijo, y ahí estaba él, con una sonrisa de cartel, de revista, gigante como si de pronto se le hubiera ocurrido que tenía que hacer que uno se sintiera como en casa. Como si estuviera pensando en darnos arsénico y fuera necesario despertar confianza.
Yo era pibe todavía, ese día; tenía veinticuatro pero era un pibe. Pensé que quizás se reía de mi cara, que me sonreía como se le sonríe a los nenes chicos e indefensos que se sienten intimidados. Ese día yo era pibe y pequeño e indefenso, pero por una vez las cosas eran más que claras. Ese día había decidido lo que iba a hacer con el resto de mi vida, y empezaba a poner el plan en marcha. Me ofendió. Mi vieja se había muerto hacía tiempo, y las sonrisas condescendientes de los otros habían dejado de ser verdaderas sonrisas incluso antes de la muerte de mi madre, desde que el linyera sarnoso del barrio me mostró su mano de seis dedos con una mueca torcida que encerraba algo de malignidad y mi viejo lo dejó hacer. “Pero me sirve”, decía el sarnoso mostrándome su dedo doble, “porque pongo la moneda en el colectivo así”, y encajaba la moneda entre los dos extremos del dedo y hacía como si estuviera colocando la plata en una ranura, y yo sé que quería que sintiera asco, lástima o miedo, o que me pusiera a llorar. Me clavaba la mirada y exhibía sus dedos y mi viejo tenía la manopla sobre mi hombro y esperaba algo. Pero a mí sólo me causaba curiosidad, qué raro, qué morbo ver un tipo con seis dedos, además de que la vieja no me dejaba acercarme ni observar fijo a los deformes y ahora podía. No había nada de miedo en mí, y el mozo se creía que necesitaba apoyo. El linyera me miraba fijo y yo le miraba fijo el dedo y después me acostumbré. Yo tenía una oreja más grande que la otra y qué tanto, me servía para oír mejor. Aunque la sonrisa torcida no desapareció de su cara, creo que se desilusionó un poco. Debió ser la primera desilusión que le causé a alguien en mi vida. “Los chicos de hoy no son los de antes”, habrá dicho. La vieja me lavó con sarnol esa noche. Y después el linyera desapareció del barrio y mamá dejó de vigilarme tanto. Después se murió, seguro se murieron los dos. Pero lástima que no pude escuchar un último balbuceo, de ninguno.
El mozo se quedó en una esquina toda la mañana ese día; sólo se movió cuando llegaron tres clientes, una pareja y un flacucho con lentes, y cuando le pedí que me cobrara. No me despidió con una sonrisa; creo que se cansó de verme quieto en la silla con mis valijas. Le pagué los 2 pesos setenta y le di cincuenta centavos de propina porque me dio mala espina ser amarrete después de haber compartido el mismo aire durante dos horas. Salir a la calle fue como salir de una burbuja, porque reconocí los mismos gestos de siempre. Caras largas, chinchudas, agotadas y ensimismadas. Caras de lunes al mediodía.

16 See me, feel me

"Mirame, mirame, mirame, mirame..."
Una persona cualquiera a través del vidrio del colectivo, parada al lado de un kiosco sin mirarlo, sin percatarse de los ojos que la observaban deseosos, casi desesperados.
"Mirame, mirame, mirame, mirame..."
La persona saludó a alguien, se agachó para atarse las zapatillas, volvió a la posición original. Su mirada recorrió la masa de gente que se empujaba para caminar por la vereda, nada más. El colectivo no se movió y los ojos que la observaban tampoco.
"Mirame, mirame", pensaba Martín, y era una petición muda e insignificante que en ese momento equivalía a un grito tragicómico que no se animaba a abandonar los labios. Era un grito sin pasión, un grito que más bien se parecía a esas brazadas cansadas que da el que se está ahogando sin conseguir salvarse aunque el agua en realidad no sobrepase su cintura. Era una brazada sin un verdadero propósito. La persona no importaba; importaba la mirada, ser descubierto. Más los deseos y el anhelo que la mirada, quizás.
Pero sí, necesitaba una mirada. Pedía, rogaba sin hablar. "Mirame, mirame, mirame..."
Mirame, mirame, mirame. Mirame en el sentido de descubrime, pintá lo gris de colores, qué sé yo. Mirame y si querés no digas nada, sólo mirá. La mirada puede ser el mejor regalo.
¿Y si lo miraba, qué?, podrán preguntar. Podríamos conjeturar tantas cosas, podríamos armar una bella historia. Pero no lo miró. El colectivo arrancó; el observado nunca supo que había adquirido tan trivial y gigantesca importancia. Él olvidó sus irracionales deseos; tiempo después miró a otra persona, y luego a otra, y a veces lo miraron y no se enteró. A veces no deseó ser mirado. A veces el deseo lo abrumó.

17 Facturas

Alejandra abrió la ventana y dejó que el aire fresco, juguetón, se colara en el cuarto. Caminó pesadamente a la cocina, recordando que iba a tener que comprar azúcar porque ya casi no había para el mate, y que tenía que pedirle a Juana que le avisara a la tía que no iba a ir a visitarla el próximo sábado. Quería dormir en los únicos dos días que tenía libres, y un fin de semana con la enorme familia unida no era precisamente un período de descanso.
La cocina estaba hecha un horno, como siempre. Alejandra pensó que eso era lindo en invierno, porque detestaba que el frío se le clavara como agujas en la piel, pero que en verano era inhumano. Sintió que transpiraba, y maldijo los desodorantes baratos que se acababan en un día o dos y encima no protegían nada. Cansada, se desplomó en una silla frente a la mesa enclenque y ojeó la revista de las celebridades insulsas que había traído su hermana a casa, mientras esperaba que el agua que había puesto a calentar estuviera lista. Con irritación, admiró a las modelos súper producidas y se sintió un insecto. “Con razón estoy sola”, pensó, mientras metía la panza y cambiaba de hoja.
Al rato se levantó para pasar el agua al termo. Gastó el azúcar que quedaba y se tomó lentamente su brebaje agridulce. Recordó que tenía que comprar facturas antes de ir a la casa de la tía el sábado, porque si no llevaba nada alguien se iba a ocupar en recordarle que había comido gratis. Fastidiada, se preguntó por qué hacía planes si había decidido no ir. “Es que la familia tira”, rumió pensando en la Nina embarazada, pero recordó la sonrisa torcida del tío Pepe y repensó el asunto.
Cansada, vació el mate y salió a buscar azúcar, mientras calculaba la cantidad de plata que iba a gastar en facturas de membrillo, “y si no les gustan esas qué me importa, al fin y al cabo lo que cuenta es que voy a ir”.

José observó desde la ventana que su vecina Alejandra enfilaba hacia el almacén, mascullando. Se había puesto una pollera que se le pegaba a las carnes. Se notaba que tenía calor, porque iba abanicándose con una mano mientras en la otra apretaba un monederito morado. Pensó que Alejandra parecía tierna, siempre con el ceño fruncido y hablando entre dientes. E ingenua, una de esas personas que no saben hacer daño a nadie. Debía ser por su cara redonda, aniñada, y por su cuerpo robusto de curvas demasiado sutiles. José estaba contento de que existieran personas así, aún cuando hubiera momentos en que las despreciara un tanto. Esas personas sabían ser felices. Alejandra seguro se casaría pronto, tendría un hijo y viviría plácidamente el resto de sus días, dentro de lo que la situación económica le permitiera. Moriría dulcemente y sus pequeños defectos serían olvidados. Pocos años después, también su recuerdo desaparecería, abandonado en el arcón de las memorias familiares, y ella sólo sería una foto más archivada en un álbum viejo; quizás también un nombre largo escrito debajo de la imagen.
José se dio cuenta de que Alejandra había descubierto que la miraba y desenfocó la vista, pretendiendo estar sumergido en sus pensamientos. Alejandra siguió caminando y se perdió tras el cortinado de la tienda. José pensó que había sido muy cursi al simplificar tanto los rasgos de su vecina, y volvió a sumergirse en un libro.

Alejandra compró un kilo de azúcar. Pagó a Cacho, el almacenero más pesado y charlatán que había conocido en su vida, saludó al pibe flacucho de los monoblocs de la cuadra de enfrente, que había sido compañero suyo en la escuela pero del que nunca recordaba el nombre, y caminó de nuevo a casa. Cuando pasó frente al jardín descuidado de los García recordó la mirada perdida de José. Ese chico tenía que dejar de soñar y salir un poco más, así de paso se daba cuenta de que no todo era como él lo veía. El pibe debía creerla tarada, porque cada vez que la observaba ponía esa cara de condescendencia, melancolía y raro contento: esa cara con que ella miraba a sus sobrinos cuando pensaba en que iban a crecer y volverse unos amargados.
Cerró con llave la puerta y abrió la ventana que había cerrado antes de salir. El viento se coló en la habitación, juguetón. Alejandra fue a la cocina a prepararse unos mates.

18 Sobre el camino a casa bajo el sol en ojotas y la noche de verano

Hay una calle vacía. Gris tiza, que se pierde en una perspectiva cortada abruptamente por la autopista, a lo lejos. Los negocios están cerrados por el feriado, y el aire pesado gravita sobre la gomería, las lámparas callejeras que agonizan inútilmente, los bancos de cemento caliente por el sol. Las cabezas callan resguardadas bajo sombras raquíticas de árboles sedientos, y la tristeza viene envasada en frasquitos de cuarto de litro exhibidos en los quioscos de tele y partido. El pueblo sueña, estancado en un verano de perro viejo, tendido en la calle, jadeando.

Tu helado se derrite. Un hilo húmedo y rosado moja el cucurucho, el papel, tu muñeca. Tu boca le sigue el rastro, pero se entretiene en el sabor dulce del limón y la cereza, mientras que el hilo húmedo aventaja y termina de recorrer tu brazo ripioso. Llega a tu codo. Cae. Se estrella contra el piso sin ruido. Perece bajo el calor, se estremece, se seca sobre una baldosa amarilla como el sol, que camina por tu nuca con esa lentitud, indulgente, certera.

Pasan rostros, son rostros de mar. Pasan cuellos lacustres, manos de riachuelo, piernas fluviales. Tus ojotas son negras, viejas, finitas, y crujen cuando caminás con ruido de charco. La autopista es sombra pasajera, el puesto de preparación para el encandilamiento del zambullirse nuevamente en el calor de pelo largo y fondos oscuros, de ojos ausentes en el ventilador que gira bajo un techo nocturno.

Un ruido metálico de llaves, una cuadra antes, y llegás a ningún lugar. No hay rejas. El picaporte suda cuando lo tocás suavemente, la puerta chirría como con un escalofrío inaudito, y la atmósfera dentro huele a lluvia mentirosa, a ficus, a agua con colorante. Si un amigo te pasó Eduardo Mateo, entonces el reproductor dice uh, qué macana, y en la cocina hay mate pero no calentarías agua en la pava, y en el comedor hay tele pero no romperías el silencio. Y si escuchás un tamborileo son dedos sobre un libro abandonado, y si ves un fogón agonizante es el cenicero sobre la mesa, y la arena es el polvo que se posa sobre el todo desde que entra por la ventana entornada.

Sí, un ruido. Está saltando sobre un cuenco de agua que dejó abandonado recién una señora en un balcón. Sí, ajetreo. Es el suyo un movimiento nervioso, que se excita por las previsiones de lo improbable, y no se queda quieto. Sí, salta. Ante el gesto de tu cara detrás de la ventana, por el viento que sopla, tenue, por sus propias plumas mojándose con el agua. El sol entra dibujando escalones por entre las rendijas de la cortina, y hace de cebra tu cara, y cubre el balcón de dorado. Y se vuela.

Hay una calle vacía. Gris humo, que se muere en soledad con el floreo de una voz que dice no pertenecer a nadie y huye de alguna ventana que jadea de calor, de olvido, de ayer. Un oído, en la sombra; se escucha el tañido del sol en el horizonte. El verano es una gata que se frota en tus piernas y se va dejando un camino de pelos, y si tus dedos empapan tu frente de agua es inútil, y si el ventilador gira es como si una gota cayera desde un codo, única, como lluvia de verano. La noche calla, vela, suspendida en sábana abandonada, en la felicidad que es un aperitivo nocturno, la soledad como reflejo ausente, como espejo y humedad bajo una luz blanca, y el tiempo como un reloj líquido, de pintura corrida, sudada, presente.

19 Instantáneas

Patricia, te googleé porque no me acordaba tu nombre. Escribí tu apellido y saltaste, ahí, Patricia, cúmulo de datos biográficos que se supone constituyen tu vida (por qué será que los datos biográficos son siempre tan banales, son siempre lo que menos importa) en una página cualquiera en una esquina cualquiera de ese espacio cualquiera que es Internet. Estaba por cerrar la página, defraudado por no haber encontrado nada interesante, cuando se me ocurrió buscar en la parte de imágenes y justo apareció una foto tuya. No era una foto de documento o de alguna conferencia o evento importante. Un loco te la sacó cuando estabas distraída en una librería leyendo: era de la época de Alfonsín - lo sé porque el año aparecía en una de las esquinas, y vos me contaste que en esa época, como no tenías plata, aprovechabas a leer en El Ateneo- y tenías el pelo más largo de lo que lo tenés ahora, y la piel menos tostada. Usabas zapatillas deportivas y te mordías un labio. Ibas por la mitad de un libro, pero saliste mal, porque no era la típica imagen de persona leyendo un libro: no estabas ni absorta ni tranquila, ni emocionada, ni parecía que te costara o te aburriera el tema. De hecho, tenías un ojo como desviado, y la mano que sostenía el libro estaba en una posición extraña. Si tuviera esa parte de Contrapunto la citaría, porque viene al pelo: vos, que en persona sos tan enérgica y dinámica, saliste como un Everard Webley, como un artefacto derruido y simplón. Cuanto más veo la foto más me extraña: ¿dónde está acá Patricia, en esta mano como garra y la cabeza mal ladeada, en el libro en esa posición precaria, en la mueca que forma su boca y el ojo que apunta al infinito? En Internet (en todos lados) Patricia no será más que eso, un currículum que pocos van a leer y una foto casi graciosa que engaña, que miente, que exhibe la imagen de un ersatz de mujer, de una impostora que no existe más que en la foto de un loco.

21 Guerra


Llega un momento en la vida de toda casa, en el que sus ocupantes danzan todos sin remedio. Pero esta no es una danza nupcial, ni siquiera un baile espontáneo; más bien podríamos llamarla una danza por la supremacía, o hasta por la supervivencia. Comienza con una pareja desproporcionada, y con una muerte, pero termina con el horror menos deseado.
Una noche, un incauto cualquiera (imagine en este caso, si lo desea, a alguien que camina descalzo, o mejor aún, asuma el papel protagónico usted mismo para vivir la recreada experiencia con mayor intensidad), un día, decimos, alguien (usted) entra a la cocina y prende la luz, sólo para ver a una sucia ladrona huir con todas sus patas por la mesada para esconderse en el primer recoveco grasoso. Cuando eso ocurre, ese alguien debe preocuparse, y mucho. Que un invasor se haya animado a aparecer sólo significa que hay muchos otros, ocultos en las sombras, que no tardarán en volverse igualmente desvergonzados. Así empieza, con una sola criatura corriendo por el mármol y, probablemente, un chancletazo, un cacerolazo o un manoteo imprudente. Difícilmente ocurra, pero a veces se tiene suerte y el bicho muere. Lo mismo da: los comensales ya están en la fiesta y poco falta para el baile. La casa está infestada.
Parca resulta la cantidad de estratagemas que el infortunado huésped emplea para intentar echarlos: ni la ley tiene poder sobre ellos. Los hospedados no harán caso de ningún producto. Hasta la hora del baile, muchos serán los bombones destripados y los bocados crocantes repartidos entre anfitrión e invitados. Muchos serán también los venenosos elogios y los halagos. Muchos los cambios de asientos, muchos los platos rotos. Dos o tres visitantes, quizás, se cansarán en el camino y dormirán antes de tiempo. Pero todos ellos habrán cumplido su feliz objetivo, y poco tardarán en ser ocupadas sus plazas.
Entonces, un día, llegará el momento en que, descalzo en su vestido de fiesta, alguien dé el primer paso y se inicie la danza. Los comensales concurrirán a montones y los pies harán maravillas en lo que reste de espacio, procurando no pisar a nadie. "Si sólo tuviera zapatillas", pensará ese alguien, pero han sido olvidadas en el otro cuarto. Por el bien de la danza.
Comenzará con una pareja desproporcionada y quizás, una muerte; terminará con un cuerpo fluctuante y amorfo derramándose por pisos y paredes, en ascenso, en descenso, en olas de exoesqueletos marrones. Los pies procurarán huir del indeseado contacto, las figuras y maniobras serán únicas e irrepetibles. Una danza macabra de viscosa intrepidez y única magnificencia, toda una noche en retroceso, con la constancia de un mal sueño.

¿Cómo termina? ¿Cómo resolver dilema semejante? Otro danzarín, el gas letal, la luz del nuevo día pondrán término a la pesadilla de pies cansados y duchas largas. Hasta la ocasión en que la casa ofrezca, tal vez, una nueva mascarada, o en que el que se dice propietario abandone, agotado, ese antro ya desconocido, y los huéspedes se expongan ya sin ambages y sin temor a la luz del día que se filtra, melosa, por las ventanas polvorientas.

22 Una paseo por la plaza

Un billete de cien, encima uno de veinte, encima uno de diez, y encima de todo, siete pesos en monedas. En un rincón, moneditas de cinco y diez centavos. Abajo, las voces de unos chicos festejando con cervezas. En la tele una de acción y en la cama sólo el hueco vacío del colchón viejo, y el peso de todo lo que hay que hacer antes de dormir. El peso de lo que hay que hacer... Se ató los zapatitos y salió de casa.
Bajaba despacio, y no se apuraba si el pibe flacucho del cuarto piso, ese que no conocía nadie y tenía cara de salame, bufaba detrás o trataba de adelantarla. Bajar las escaleras era dificultoso a su edad, pero el ascensor estaba averiado y ella vivía en el tercero. Eso resultaba especialmente molesto, sobre todo en casos como el de ahora, en los que descubría que resultaba conveniente subir a buscar un abrigo. Nunca revisaba la temperatura antes de salir de casa, y cuando de día había hecho calor y de noche bajaba la temperatura y llegaba la hora de salir, esto le ocasionaba problemas. Sin embargo, no volvió, enfrentó el frío inicial y caminó un poco. Las semillas peludas y livianas de los árboles de la cuadra volaban metiéndose en sus ojos; la espalda le dolía y caminaba algo encorvada. Vio a una pareja de chicos en una de las esquinas, y sin pensarlo mucho se les acercó.
El resto fue lo de siempre. Ya ni se fijaba en la postura, ni medía sus palabras. Salían solas; era lo usual. La apertura siempre era la misma: repetir con voz quebrada que le habían robado, que debía volver a casa, que tenía miedo. Sus moretones hacían el resto: la gente era demasiado fácil de embaucar. Algunos le preguntaban dónde vivía, como la pareja de ahora, y entonces respondía cualquier cosa: en Morón, en Merlo, en San Isidro. Le daban bastante plata: nunca se limitaban al precio de un pasaje. Y entonces, generalmente, la dejaban. Los chicos de hoy, en cambio, no; por alguna razón no tenían algo mejor que hacer. Le preguntaron de dónde venía, qué hacía, le ofrecieron acompañarla... Se contradijo y ellos parecieron no darse cuenta; al final, terminaron caminando junto a ella hasta el edificio. Desarticularon todos sus planes, y no pudo hacer nada al respecto; sólo procuró sacárselos rápido de encima. Después de dos o tres historias improvisadas lo consiguió, entonces tuvo que esperar diez minutos antes de volver a salir. Aprovechó para ir a buscar un abrigo.
El ruido de la llave, la noche, el aire fresco. La calle estaba desierta, lo cual era conveniente, pero ya quedaban pocos solitarios. Buscando pasó por la misma esquina de antes. Había una pareja de chicos, y unos metros más allá unos jóvenes que compraban en un kiosco. Los jóvenes serían: tenían plata, estaban un poco borrachos. Trató de apresurar el paso, y entonces, los gritos: la pareja gritaba felicitándola, le decía que su táctica había sido sublime, que esto, que lo otro. Los chicos ya salían del kiosco e iban a darse cuenta; no sabía que hacer. La pareja siguió haciendo barullo, llamándola. Mirarlos sería como admitir la derrota, pero al fin y al cabo, era una vieja. Enderezándose y acomodándose la chalina, los miro, se acomodó los anteojos y respondió con voz aguda: "Chicos, ¿yo a ustedes los conozco?"
Se mataron de risa, pero los muchachos de kiosco todavía no estaban muy lejos. Los zapatitos sonaron al golpear contra el suelo cuando se les acercó y le contó que recién le habían robado, que tenía miedo, que si por favor podían hacer algo para ayudarla.