01 Saudades
02 El vaso de amapolas
05 Sobre la ejemplar juventud de Peter Held.
07
10 Disertación experimental
16 n/n
17 Grandes razones
18 En mi barrio
20,30 Expósito
23 Me and Julio down by the Schoolyard
24 Trágico
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01 Saudades
A la una y veinte comenzaron a ronronear los motores, cuando apenas comenzaba a divagar en el espacio tibio anterior al sueño. Había muchos gritos; supuso: están robando. Corrió las frazadas y apoyó los pies en la cerámica helada. Se asomó a la ventana. Afuera, la ruta iluminada en la noche. Robaban el sueño. Organizaban picadas. Los vecinos todos miraban desde los edificios, con teléfonos, con curiosidad. Partían los autos con un chirrido de ruedas en el asfalto, y eran segundos fugaces: velocidad en la sangre, impaciencia, la recta final tapada por los pinos hasta el 5°10. La frenada postrera, el "game over". Una oleada de abucheos y de gritos de algarabía que inundaba la ruta, hilera de capó relucientes que se perdía a lo lejos. Un perro ladraba, dos pisos abajo. Era una escena pintoresca, una película irritante que miró con el escepticismo ya poco común, la ansiedad dormida que se enroscó en el esternón, como antes. La casa estaba oscura de nostalgia, y ensordecía. De fuera llegaban los gritos de las apuestas perdidas. Puto, gritaban, buchón. Con el alegre derrochar de la vida. Titubeó pero terminó marcando el 911 como en las películas, mientras los gritos se perdían en los ojos que seguían a esos otros dos vehículos, un ford blanco, un chevy azul. La congoja interpretó el rol a la perfección. El patrullero desocupó la ruta y los cuerpos somnolientos volvieron a las camas. Permaneció sólo tres minutos más, hasta que vio cómo se fugaba el último auto y se disolvía el olor a envite en la nada. Pasó un camión de reses y un micro de larga distancia, y la ruta fue el paraje usual, y el silencio el mismo de siempre. Fingir desinterés fue fácil. Volver a dormir, apenas un poco doloroso.
02 El vaso de amapolas
El oriental llegó exclamando que crecían flores en los mingitorios. Todos quedamos algo asombrados ante la interrupción abrupta, pero la profesora Colomba ni se alteró. Apenas si sonrió de costado y le recordó al oriental que estaba dando clases, algo que era evidente y que él no podía haber olvidado, a pesar de que había llegado al instituto hacía poco.
El oriental se quedó ahí, en el vano de la puerta, parado con una expresión indescifrable, y Colomba siguió hablando del tema de turno. Me aburría. Mitad de mi libreta estaba llena de garabatos que tapaba con el brazo cuando ella pasaba cerca, la otra mitad estaba en blanco. Al lado, Petra también dibujaba, pero con más habilidad. Al final me levanté del asiento y salí del cuarto. Colomba interrumpió un momento su discurso, como para preguntar algo, pero decidió cruzar los brazos y siguió hablando. Fue sensato.
No solía escaparme de clases, porque en el instituto no había mucho que hacer y yo había dejado en mi infancia la habilidad creadora, pero el oriental me había desconcentrado lo suficiente como para preferir vagar sin rumbo por los pasillos. Mis pasos resonaban como golpes sordos bajo las lámparas de fría luz blanca, y todo, hasta la oscuridad al final del corredor principal, parecía copiado de una película de suspenso. Las ventanas estaban cegadas malamente con tablas sacadas de mesas del primer piso, pero la luz no se filtraba por los intersticios. Las plantas habían cubierto todo del otro lado, los vidrios sólo delataban el verde de hojas y tallos gruesos. Algunas lámparas titilaban en las alturas, y la luz intermitente creaba en las esquinas sombras móviles que más de una vez me habían provocado un susto. Las puertas chirreaban, y la humedad cubría las paredes, descendiendo del techo triunfante en una guerra sin antagonista. Todo era oscuro y cerrado, como en una tumba, pero no me sentía prisionero. Muchos se habían ido, al principio, y a veces todavía algunos se atrevían a enfrentar lo que pasaba afuera. No los veíamos partir. También estaban los que llegaban al instituto, exhaustos, con rasguños en la cara y los brazos, pero no podían soportar la situación y volvían a salir, incluso antes de que sus heridas sanaran. Pero yo me había quedado. Durante los primeros tiempos funcionaron los teléfonos y llamé cada tanto a casa para tranquilizar a mamá, después quedamos incomunicados, tapamos las ventanas, buscamos provisiones en la cocina y nos dedicamos a prepararnos para pasar el tiempo lo más cómodamente posible en el instituto. También armamos algunas expediciones a los almacenes de la cuadra de enfrente para llenar los depósitos de comida, pero eso pronto se acabó. Los saqueos fueron frecuentes en los primeros tiempos, a veces nos llegaban gritos de guerra y dolor a nuestra reclusión. Después, el silencio, y el mundo de afuera dejó de existir.
En el final del corredor estaban los baños y las escaleras. Los ascensores estaban clausurados (nunca habían funcionado bien), pero las escaleras permanecían libres, en negro silencio. Nadie tenía intenciones de visitar los otros pisos, ya.
Entré al baño, e inconscientemente fijé mi vista en los mingitorios. No había nada, por supuesto; sólo el líquido azulino que ya comenzaba a escasear. El agua caía turbia de la canilla, y me pregunté por cuánto tiempo seguiríamos teniendo los servicios básicos. También, qué haríamos cuando llegara el invierno. Pero mientras escurría las manos salpicando la loza me di cuenta de que no me preocupaba. Hasta ahora, nada malo había pasado. Los que se iban no volvían, pero eso no era alarmante. No sabíamos nada de que hubiera muertos o enfermos graves. De hecho, no sabíamos bien qué era lo que se había propagado allí afuera. Sólo había llegado la alarma, y habíamos quedado apartados del resto del mundo, como en otros lados, gracias a la vegetación que crecía a un ritmo imposible. Afrontamos la situación, eliminamos las plantas del interior del instituto, cubrimos los intersticios que permitirían su llegada del exterior. Sabíamos, igual, que ese no era el problema. Algo peligroso acechaba, yo no dudaba de su existencia. Pero no sabía bien qué.
Salí del baño y miré el pasillo desde las escaleras. Al fondo estaba nuestra aula, y en la puerta el oriental, que me miró con interés. A mitad del corredor había una abertura grande que llevaba al comedor, a las cocinas, y a las oficinas que usábamos como cuartos. Era un espacio grande y éramos pocos; nos bastábamos. Contábamos con computadoras con las que jugar al pimball, al buscaminas y al solitario. Internet no teníamos, había desaparecido con el teléfono, pero nos entreteníamos. Sin embargo, ahora no había mucho que hacer. Lucho me tenía prometida una partida de ajedrez (habíamos armado un tablero y piezas con maderas del primer piso), pero estaba en clases. Yo hacía rato quería jugar al monopolio. Teníamos madera, en el primer piso. Con pies pesados, miré un rato la escalera y subí.
El primer piso era tierra de nadie. No recordaba que las cosas estuvieran tan arruinadas, pero había subido por última vez hacía mucho tiempo. Las cosas en desuso se rompen, o eso parecía. Prendí las luces y vagué por el lugar con cuidado, procurando no pisar nada. Algunas lámparas no tenían focos porque se los habíamos sacado para reemplazar los de abajo, por esas zonas de tiniebla avanzaba con más cuidado. No tenía miedo, para qué, pero el lugar me daba un poco de asco y deseaba volver abajo pronto. Sin embargo, me entretuve un buen rato abriendo puertas y observando esa nada dividida en cuartos. No buscaba algo, porque ya había recogido las maderas necesarias y sabía que no podía encontrar más que eso. A pesar de mi desagrado, y aunque fuera contradictorio, quería hacer tiempo. Abría puertas, escuchaba el ruido, miraba las ventanas. Olía la humedad, también.
Subí al segundo piso, que estaba casi tan desolado como el anterior. En el suelo había polvo, mucho polvo inexplicable, y en el polvo huellas de bichos. Algo que me había sorprendido gratamente, al principio, fue esa desaparición repentina de los insectos, ese éxodo fugaz y permanente. No se veía mosquitos por ninguna parte, las cucarachas no invadían la cocina a pesar del festín que habrían encontrado allí preparado, y las arañas no tejían sus telas en las alturas (lo cual, dicho sea de paso, le quitaba algo a la visión sombría del edificio). Era un fenómeno difícil de entender, pero no nos molestaba demasiado. Nos habíamos acostumbrado. La visión de un escarabajo habría provocado en mí infinita sorpresa, y esperaba que eso no ocurriera pronto.
Cuando llegué al final del pasillo tuve que volver. En el segundo piso los corredores eran tres, y estaban comunicados en el medio por un pasaje ancho de menor longitud. Las escaleras estaban en la esquina del primer pasillo, yo estaba en la esquina contraria del tercero, junto a un amplio ventanal que había admirado en los viejos tiempos. Sólo lo habíamos cubierto con tablas hasta la mitad, pero era como si un pesado cortinaje impidiera que la luz se filtrara desde el exterior. La vegetación se agolpaba fundiéndose y formando un manto monótono y espeso, inmóvil, tan compacto que habría resultado imposible abrir la ventana entre cinco hombres. Ver la ciudad que habíamos recorrido con disgusto en esos días húmedos de calor hacia el trabajo, el instituto o la casa nos era imposible. Y en parte, era mejor.
Sin más que hacer, di la vuelta y caminé de regreso. Las puertas abiertas eran como ojos que me miraban desesperados, así que evitaba levantar la vista del suelo. Arrastraba los pies por el polvo para hacer ruido, mientras una melodía sin nombre sonaba en mi cabeza y yo la silbaba lo mejor que podía. Estaba casi feliz. Entonces, un chirrido agudo me sobresaltó. El movimiento involuntario de mi cuerpo me hizo sentir vergüenza en cuando me di cuenta de que se debía al oriental, que había cerrado una puerta y me miraba como yo lo miraba a él. Había estado cerrando con cuidado cada una de las puertas que yo había abierto en mi vagabundeo. Era raro, el oriental, y tenía un nombre impronunciable. Nunca pude descubrir si era de China, de Corea o de Japón, así que lo llamaba "oriental" cuando la ocasión lo exigía, y eso bastaba. Él no hablaba mucho, y cuando lo hacía le salía mal. Había llegado al país dos días antes de que sonara la alarma, había estado perdido y había aparecido en el instituto unas semanas atrás, con la ropa arañada y los cabellos en desorden. No había contado lo que sucedía afuera, pero sufría pesadillas en las noches, así que cada uno imaginó lo peor y encontró más motivos para no salir del instituto. Era hosco y taciturno. Y últimamente, deliraba incluso cuando estaba despierto.
Dado que tanto lo molestaban las puertas, fui cerrándolas mientras caminaba hacia las escaleras. Él se mantenía lejos y no decía nada, sólo revisaba bien que las puertas estuvieran cerradas, con una atención que me molestó. Revisaba incluso las puertas que yo atrancaba, y eso hacía que se retrasara, con cual yo me quedaba parado esperando a que él estuviera lo suficientemente cerca antes de continuar la tarea absurda. Inútil decir lo ridículas que me resultaban mi actuación y la suya, pero continué haciendo lo mismo, en uno y otro y otro pasillo hasta que las puertas estuvieron cerradas, todas menos una, y el oriental me miró con ansiedad. Era la del baño de hombres; su angustia no me resultó sorprendente. Se acercó a mí pero muy poco, yo tomé el pomo y pensé en cerrar con un golpe seco, de una vez y basta, pero él quería que mirara y yo también, por alguna razón yo también. Así que miré, y no vi nada, me acerqué, y no vi nada, y entonces vi. Había una flor, una flor roja de tallo grueso y flexible, de pétalos carnosos; una flor increíble, parecida a una amapola. La vi, y luego vi mi cara demacrada en el espejo. Abajo no había espejos. El oriental se acercó, quedó al lado mío, su cara, la mía y la flor en el cristal que nadie había limpiado. Pasé mi mano para retirar el polvo y lo sentí frío como todos los espejos. Un teléfono sonó a lo lejos. Insistió varias veces, pero no hice caso. Los teléfonos ya habían dejado de funcionar. Sonaba, sin embargo. No me sorprendió ver a la flor trepar por la porcelana. Viendo nuestras caras comprendí, entendí que estaba perdido y que pronto acabaría por volverme loco. El oriental, ese rasgado que me miraba en el espejo entre ojeras, él había traído la enfermedad. Corrí hacia la puerta y la cerré, la atranqué pero no lo suficiente, y del otro lado lo oí gritar por sobre el ruido del teléfono y de la vegetación creciendo debajo de la puerta, por las paredes, cubriendo de rojo el yeso y las baldosas, levantando polvo en su avance. Bajé corriendo las escaleras, saltando escalones, tratando de alcanzar la puerta de salida aunque ya sabía que era completamente inútil. Mis miembros se agarrotaron, caí pesadamente y alrededor sólo hubo flores, flores alrededor de mi cuerpo y la vista fija, fija para siempre en el techo blanco del instituto donde una tela invisible temblaba por el movimiento de una araña perezosa.
El oriental se quedó ahí, en el vano de la puerta, parado con una expresión indescifrable, y Colomba siguió hablando del tema de turno. Me aburría. Mitad de mi libreta estaba llena de garabatos que tapaba con el brazo cuando ella pasaba cerca, la otra mitad estaba en blanco. Al lado, Petra también dibujaba, pero con más habilidad. Al final me levanté del asiento y salí del cuarto. Colomba interrumpió un momento su discurso, como para preguntar algo, pero decidió cruzar los brazos y siguió hablando. Fue sensato.
No solía escaparme de clases, porque en el instituto no había mucho que hacer y yo había dejado en mi infancia la habilidad creadora, pero el oriental me había desconcentrado lo suficiente como para preferir vagar sin rumbo por los pasillos. Mis pasos resonaban como golpes sordos bajo las lámparas de fría luz blanca, y todo, hasta la oscuridad al final del corredor principal, parecía copiado de una película de suspenso. Las ventanas estaban cegadas malamente con tablas sacadas de mesas del primer piso, pero la luz no se filtraba por los intersticios. Las plantas habían cubierto todo del otro lado, los vidrios sólo delataban el verde de hojas y tallos gruesos. Algunas lámparas titilaban en las alturas, y la luz intermitente creaba en las esquinas sombras móviles que más de una vez me habían provocado un susto. Las puertas chirreaban, y la humedad cubría las paredes, descendiendo del techo triunfante en una guerra sin antagonista. Todo era oscuro y cerrado, como en una tumba, pero no me sentía prisionero. Muchos se habían ido, al principio, y a veces todavía algunos se atrevían a enfrentar lo que pasaba afuera. No los veíamos partir. También estaban los que llegaban al instituto, exhaustos, con rasguños en la cara y los brazos, pero no podían soportar la situación y volvían a salir, incluso antes de que sus heridas sanaran. Pero yo me había quedado. Durante los primeros tiempos funcionaron los teléfonos y llamé cada tanto a casa para tranquilizar a mamá, después quedamos incomunicados, tapamos las ventanas, buscamos provisiones en la cocina y nos dedicamos a prepararnos para pasar el tiempo lo más cómodamente posible en el instituto. También armamos algunas expediciones a los almacenes de la cuadra de enfrente para llenar los depósitos de comida, pero eso pronto se acabó. Los saqueos fueron frecuentes en los primeros tiempos, a veces nos llegaban gritos de guerra y dolor a nuestra reclusión. Después, el silencio, y el mundo de afuera dejó de existir.
En el final del corredor estaban los baños y las escaleras. Los ascensores estaban clausurados (nunca habían funcionado bien), pero las escaleras permanecían libres, en negro silencio. Nadie tenía intenciones de visitar los otros pisos, ya.
Entré al baño, e inconscientemente fijé mi vista en los mingitorios. No había nada, por supuesto; sólo el líquido azulino que ya comenzaba a escasear. El agua caía turbia de la canilla, y me pregunté por cuánto tiempo seguiríamos teniendo los servicios básicos. También, qué haríamos cuando llegara el invierno. Pero mientras escurría las manos salpicando la loza me di cuenta de que no me preocupaba. Hasta ahora, nada malo había pasado. Los que se iban no volvían, pero eso no era alarmante. No sabíamos nada de que hubiera muertos o enfermos graves. De hecho, no sabíamos bien qué era lo que se había propagado allí afuera. Sólo había llegado la alarma, y habíamos quedado apartados del resto del mundo, como en otros lados, gracias a la vegetación que crecía a un ritmo imposible. Afrontamos la situación, eliminamos las plantas del interior del instituto, cubrimos los intersticios que permitirían su llegada del exterior. Sabíamos, igual, que ese no era el problema. Algo peligroso acechaba, yo no dudaba de su existencia. Pero no sabía bien qué.
Salí del baño y miré el pasillo desde las escaleras. Al fondo estaba nuestra aula, y en la puerta el oriental, que me miró con interés. A mitad del corredor había una abertura grande que llevaba al comedor, a las cocinas, y a las oficinas que usábamos como cuartos. Era un espacio grande y éramos pocos; nos bastábamos. Contábamos con computadoras con las que jugar al pimball, al buscaminas y al solitario. Internet no teníamos, había desaparecido con el teléfono, pero nos entreteníamos. Sin embargo, ahora no había mucho que hacer. Lucho me tenía prometida una partida de ajedrez (habíamos armado un tablero y piezas con maderas del primer piso), pero estaba en clases. Yo hacía rato quería jugar al monopolio. Teníamos madera, en el primer piso. Con pies pesados, miré un rato la escalera y subí.
El primer piso era tierra de nadie. No recordaba que las cosas estuvieran tan arruinadas, pero había subido por última vez hacía mucho tiempo. Las cosas en desuso se rompen, o eso parecía. Prendí las luces y vagué por el lugar con cuidado, procurando no pisar nada. Algunas lámparas no tenían focos porque se los habíamos sacado para reemplazar los de abajo, por esas zonas de tiniebla avanzaba con más cuidado. No tenía miedo, para qué, pero el lugar me daba un poco de asco y deseaba volver abajo pronto. Sin embargo, me entretuve un buen rato abriendo puertas y observando esa nada dividida en cuartos. No buscaba algo, porque ya había recogido las maderas necesarias y sabía que no podía encontrar más que eso. A pesar de mi desagrado, y aunque fuera contradictorio, quería hacer tiempo. Abría puertas, escuchaba el ruido, miraba las ventanas. Olía la humedad, también.
Subí al segundo piso, que estaba casi tan desolado como el anterior. En el suelo había polvo, mucho polvo inexplicable, y en el polvo huellas de bichos. Algo que me había sorprendido gratamente, al principio, fue esa desaparición repentina de los insectos, ese éxodo fugaz y permanente. No se veía mosquitos por ninguna parte, las cucarachas no invadían la cocina a pesar del festín que habrían encontrado allí preparado, y las arañas no tejían sus telas en las alturas (lo cual, dicho sea de paso, le quitaba algo a la visión sombría del edificio). Era un fenómeno difícil de entender, pero no nos molestaba demasiado. Nos habíamos acostumbrado. La visión de un escarabajo habría provocado en mí infinita sorpresa, y esperaba que eso no ocurriera pronto.
Cuando llegué al final del pasillo tuve que volver. En el segundo piso los corredores eran tres, y estaban comunicados en el medio por un pasaje ancho de menor longitud. Las escaleras estaban en la esquina del primer pasillo, yo estaba en la esquina contraria del tercero, junto a un amplio ventanal que había admirado en los viejos tiempos. Sólo lo habíamos cubierto con tablas hasta la mitad, pero era como si un pesado cortinaje impidiera que la luz se filtrara desde el exterior. La vegetación se agolpaba fundiéndose y formando un manto monótono y espeso, inmóvil, tan compacto que habría resultado imposible abrir la ventana entre cinco hombres. Ver la ciudad que habíamos recorrido con disgusto en esos días húmedos de calor hacia el trabajo, el instituto o la casa nos era imposible. Y en parte, era mejor.
Sin más que hacer, di la vuelta y caminé de regreso. Las puertas abiertas eran como ojos que me miraban desesperados, así que evitaba levantar la vista del suelo. Arrastraba los pies por el polvo para hacer ruido, mientras una melodía sin nombre sonaba en mi cabeza y yo la silbaba lo mejor que podía. Estaba casi feliz. Entonces, un chirrido agudo me sobresaltó. El movimiento involuntario de mi cuerpo me hizo sentir vergüenza en cuando me di cuenta de que se debía al oriental, que había cerrado una puerta y me miraba como yo lo miraba a él. Había estado cerrando con cuidado cada una de las puertas que yo había abierto en mi vagabundeo. Era raro, el oriental, y tenía un nombre impronunciable. Nunca pude descubrir si era de China, de Corea o de Japón, así que lo llamaba "oriental" cuando la ocasión lo exigía, y eso bastaba. Él no hablaba mucho, y cuando lo hacía le salía mal. Había llegado al país dos días antes de que sonara la alarma, había estado perdido y había aparecido en el instituto unas semanas atrás, con la ropa arañada y los cabellos en desorden. No había contado lo que sucedía afuera, pero sufría pesadillas en las noches, así que cada uno imaginó lo peor y encontró más motivos para no salir del instituto. Era hosco y taciturno. Y últimamente, deliraba incluso cuando estaba despierto.
Dado que tanto lo molestaban las puertas, fui cerrándolas mientras caminaba hacia las escaleras. Él se mantenía lejos y no decía nada, sólo revisaba bien que las puertas estuvieran cerradas, con una atención que me molestó. Revisaba incluso las puertas que yo atrancaba, y eso hacía que se retrasara, con cual yo me quedaba parado esperando a que él estuviera lo suficientemente cerca antes de continuar la tarea absurda. Inútil decir lo ridículas que me resultaban mi actuación y la suya, pero continué haciendo lo mismo, en uno y otro y otro pasillo hasta que las puertas estuvieron cerradas, todas menos una, y el oriental me miró con ansiedad. Era la del baño de hombres; su angustia no me resultó sorprendente. Se acercó a mí pero muy poco, yo tomé el pomo y pensé en cerrar con un golpe seco, de una vez y basta, pero él quería que mirara y yo también, por alguna razón yo también. Así que miré, y no vi nada, me acerqué, y no vi nada, y entonces vi. Había una flor, una flor roja de tallo grueso y flexible, de pétalos carnosos; una flor increíble, parecida a una amapola. La vi, y luego vi mi cara demacrada en el espejo. Abajo no había espejos. El oriental se acercó, quedó al lado mío, su cara, la mía y la flor en el cristal que nadie había limpiado. Pasé mi mano para retirar el polvo y lo sentí frío como todos los espejos. Un teléfono sonó a lo lejos. Insistió varias veces, pero no hice caso. Los teléfonos ya habían dejado de funcionar. Sonaba, sin embargo. No me sorprendió ver a la flor trepar por la porcelana. Viendo nuestras caras comprendí, entendí que estaba perdido y que pronto acabaría por volverme loco. El oriental, ese rasgado que me miraba en el espejo entre ojeras, él había traído la enfermedad. Corrí hacia la puerta y la cerré, la atranqué pero no lo suficiente, y del otro lado lo oí gritar por sobre el ruido del teléfono y de la vegetación creciendo debajo de la puerta, por las paredes, cubriendo de rojo el yeso y las baldosas, levantando polvo en su avance. Bajé corriendo las escaleras, saltando escalones, tratando de alcanzar la puerta de salida aunque ya sabía que era completamente inútil. Mis miembros se agarrotaron, caí pesadamente y alrededor sólo hubo flores, flores alrededor de mi cuerpo y la vista fija, fija para siempre en el techo blanco del instituto donde una tela invisible temblaba por el movimiento de una araña perezosa.
05 Sobre la ejemplar juventud de Peter Held.
En el vigésimo aniversario de la muerte del Subgeneral.
Peter Held no siempre fue el dechado defensor de las costumbres que supimos conocer. Investigando, cronistas tiempo ha desaparecidos realizaron una recopilación de datos que aún se encuentra en el archivo de la Excelentísima Biblioteca de Morón, donde se detalla pormenorizadamente la juventud del patriota. Nos centraremos especialmente en un documento manuscrito de su psicoterapeuta Horacio Laguña, quien asistió al derrumbamiento y la milagrosa mejora del Subgeneral en el año 19...
Cuenta el doctor Laguña que a finales de década, recién salido de la Colimba, el Subgeneral Held se mudó solo al pequeño monobloc que lo acompañaría el resto de su humilde vida, y abandonó los estudios para dedicarse por entero a actividades de rara procedencia. El doctor Laguña, amigo de la madre del Subgeneral y ya por entonces interesado por el futuro del joven que llegaría a ser como un hijo, preocupado por la salud y la herencia de Held, de quien creía acertadamente había entrado en el accidentado camino de las substancias corruptas, comenzó a visitarlo asiduamente para intimar, a fin de conocer lo que perturbaba a nuestro Subgeneral. Observose entonces en el joven indicios de un desvarío leve, derivado de una manía de orden que lo llevaba a alterar las sanas usanzas con arbitrarios reordenamientos de efectos inútiles, a saber:
- las pastillas confitadas por colores, detalle inexcusable ante las visitas por lo sudoroso y manoseado de sus manos;
- los muebles de la casa por tamaño, creando una organización espacial escandalosa, puesto que es una locura buscar los anteojos en la mesa de luz sentándose en el inodoro con los pies sobre el paragüero;
- los artículos cotidianos por peso, lo cual incomodaba en las tareas cotidianas, por ser imposible vivir si lo más pesado se alinea sobre lo más frágil;
- los días de la semana por orden ortográfico, creando confusiones laborales inaceptables.
Todo lo señalado y otros desvaríos que no contribuyen a la cuestión más que de manera anecdótica, surgidos indudablemente por el lastimoso contacto del ingenuo joven con las substancias dañinas, arruinadoras de juventudes y amenazas de onanistas torcidos de pelo largo, acabaron por convencer al preocupado doctor de la necesidad de tomar recaudos con Peter Held, para así poder salvaguardar la herencia familiar, que desaparecía entre tanto orden disparatado como ceniza en cenicero. De modo que sin llamar a su santa amiga, madre de nuestro Subgeneral, a fin de ahorrarle la preocupación, el conocimiento de la futura ruina y la vergüenza, calladamente dio parte del asunto a las autoridades, que no tardaron en apersonarse en la casa del loco. Y como no podía ser de otra forma, entonces lo encerraron.
Trascribo a continuación lo que el doctor Laguña anota en su librera, citando las palabras del Subgeneral en el momento de su detención y traslado al hospital Borda:
Cuenta el doctor Laguña que a finales de década, recién salido de la Colimba, el Subgeneral Held se mudó solo al pequeño monobloc que lo acompañaría el resto de su humilde vida, y abandonó los estudios para dedicarse por entero a actividades de rara procedencia. El doctor Laguña, amigo de la madre del Subgeneral y ya por entonces interesado por el futuro del joven que llegaría a ser como un hijo, preocupado por la salud y la herencia de Held, de quien creía acertadamente había entrado en el accidentado camino de las substancias corruptas, comenzó a visitarlo asiduamente para intimar, a fin de conocer lo que perturbaba a nuestro Subgeneral. Observose entonces en el joven indicios de un desvarío leve, derivado de una manía de orden que lo llevaba a alterar las sanas usanzas con arbitrarios reordenamientos de efectos inútiles, a saber:
- las pastillas confitadas por colores, detalle inexcusable ante las visitas por lo sudoroso y manoseado de sus manos;
- los muebles de la casa por tamaño, creando una organización espacial escandalosa, puesto que es una locura buscar los anteojos en la mesa de luz sentándose en el inodoro con los pies sobre el paragüero;
- los artículos cotidianos por peso, lo cual incomodaba en las tareas cotidianas, por ser imposible vivir si lo más pesado se alinea sobre lo más frágil;
- los días de la semana por orden ortográfico, creando confusiones laborales inaceptables.
Todo lo señalado y otros desvaríos que no contribuyen a la cuestión más que de manera anecdótica, surgidos indudablemente por el lastimoso contacto del ingenuo joven con las substancias dañinas, arruinadoras de juventudes y amenazas de onanistas torcidos de pelo largo, acabaron por convencer al preocupado doctor de la necesidad de tomar recaudos con Peter Held, para así poder salvaguardar la herencia familiar, que desaparecía entre tanto orden disparatado como ceniza en cenicero. De modo que sin llamar a su santa amiga, madre de nuestro Subgeneral, a fin de ahorrarle la preocupación, el conocimiento de la futura ruina y la vergüenza, calladamente dio parte del asunto a las autoridades, que no tardaron en apersonarse en la casa del loco. Y como no podía ser de otra forma, entonces lo encerraron.
Trascribo a continuación lo que el doctor Laguña anota en su librera, citando las palabras del Subgeneral en el momento de su detención y traslado al hospital Borda:
....Acá
....buscan curarme de enfermedades ficcionales.
....Grito, “Horacio”, indignado, "joputa”
....¡kioscos! ¡laderas!
....¡madres, nerdas, ñoñas!
....Opúsculos.
....¿Pero qué refreno se tuvo?
....Uno
....Varios
....(What? WHAT?)
....¡Xenófobos!
....... y zumo.
Cuenta el excelentísimo doctor Laguña que Peter Held se bebió todo el líquido de una, obligado, que le pusieron el chaleco de fuerzas y lo confinaron al cuarto más seguro, para su mayor protección, sin hacer caso a los gritos del desquiciado, que como todo loco, clamaba estar cuerdo con total credulidad. Dice, también, que sólo luego de tres días el trastornado se calló la boca, tras probar en él técnicas alternativas para la recuperación del juicio, y que recién entonces, en el cuarto meticulosamente acolchado de blanco, el Subgeneral Held cayó en la cuenta de lo que tenía que caer, es decir, que estaba obsesionado con trivialidades por efecto del odioso enemigo de la juventud. Y a partir de entonces se prestó con docilidad al tratamiento de Laguña, que decidió ser ordenado, e ir por partes, con algo de meticulosidad elegante, aunque difícil y exhaustiva. Condujo, pues, a Held con técnicas modernas hacia el claro sendero de la razón, entre, según las palabras del paciente, “zumbidos y xerófilas; watts vacíos, unánimes, tontos. Se rompió, qué pillo, ordenando ñañas, nadas; maltratándome, lamiendo knockdowns, jodiéndose, inflándose, hinchándose, gutural, fofo enclenque de caradurismo boludo, ahí”. Aparentemente, no tardó un mes el tratamiento en dar resultado; relata Horacio Laguña que cuando vio a su discípulo sano de nuevo, se alegró indeciblemente y, por supuesto, lo dejó salir. Dijo que era un milagro, tanto desorden, que Peter Held ya estaba curado. Se admiró de las proezas de la voluntad y el conductismo, y lo observó volver a casa.
Cuenta el doctor Laguña, con emoción, que las puertas del hospital Borda se abrieron, y entonces, lo soltaron.
Ahí, en las calles de Buenos Aires.
Cuenta el doctor que lo vio todo: Peter Held se fue caminando por el cordón negro de la calle, y luego por el precipicio del fin de la vereda, y cuando ya estaba lejos, de uno en uno, en diagonal, de dos en dos, a puntapiés, y sólo volvió a bajar a la calle cuando empezaron las baldosas amarillas, cuadriculadas muy chiquito, donde no había modo de vencer. Peter Held, alejado de la mala influencia de substancias peligrosas, había vuelto a las sanas diversiones de la juventud, en una saludable despedida de las mismas. A Horacio Laguña, entonces, esto no le preocupó, porque ya sabía que Peter Held sabía que eso era una meticulosidad ingenua, inútil. Llegado al departamento, que gracias a las amables sugerencias del doctor había sido reacomodado, limpiado y tenía las ventanas abiertas para dejar escapar el aire viciado, nuestro Subgeneral, pobre ya, pero cuerdo, observó una conducta impecable, y cuando a la noche recibió visitas de Horacio, gran amigo, dio muestras de haber encaminado su vida por el recto camino por el que hoy lo reconocemos con cariño: había entendido que el orden, el Orden, es una cosa más grande que alfabetos o baldosas, que muebles; es mucho más grande. Y a partir de entonces, el Subgeneral Held, secundado por su maestro y salvador, se abocó a la humilde tarea de contener el desbande en la nación, salvaguardar las virtudes y conservar la moral, tarea que hoy agradecemos efusivamente en su día.
Cuenta el doctor Laguña, con emoción, que las puertas del hospital Borda se abrieron, y entonces, lo soltaron.
Ahí, en las calles de Buenos Aires.
Cuenta el doctor que lo vio todo: Peter Held se fue caminando por el cordón negro de la calle, y luego por el precipicio del fin de la vereda, y cuando ya estaba lejos, de uno en uno, en diagonal, de dos en dos, a puntapiés, y sólo volvió a bajar a la calle cuando empezaron las baldosas amarillas, cuadriculadas muy chiquito, donde no había modo de vencer. Peter Held, alejado de la mala influencia de substancias peligrosas, había vuelto a las sanas diversiones de la juventud, en una saludable despedida de las mismas. A Horacio Laguña, entonces, esto no le preocupó, porque ya sabía que Peter Held sabía que eso era una meticulosidad ingenua, inútil. Llegado al departamento, que gracias a las amables sugerencias del doctor había sido reacomodado, limpiado y tenía las ventanas abiertas para dejar escapar el aire viciado, nuestro Subgeneral, pobre ya, pero cuerdo, observó una conducta impecable, y cuando a la noche recibió visitas de Horacio, gran amigo, dio muestras de haber encaminado su vida por el recto camino por el que hoy lo reconocemos con cariño: había entendido que el orden, el Orden, es una cosa más grande que alfabetos o baldosas, que muebles; es mucho más grande. Y a partir de entonces, el Subgeneral Held, secundado por su maestro y salvador, se abocó a la humilde tarea de contener el desbande en la nación, salvaguardar las virtudes y conservar la moral, tarea que hoy agradecemos efusivamente en su día.
07
"... y les pegó una paliza...", dicho con una voluptuosidad, ¡no!, un placer vengativo bárbaro; en realidad no fue el guarda el que le pegó a la pareja de punguistas hasta que se le cansaron los brazos (los punguistas salieron al día siguiente y siguieron afanando, vendados), fue el tachero, el tachero que les sigue pegando en cada palabra, pero no lo confiesa, que quisiera poder pegarles hasta cansarse, pero no tiene uniforme, que acumula deseos de venganza y se desquita en la imaginación, se desquita proyectándose y viendo películas yanquis en donde los buenos ganan después de tirotear y golpear hasta sacar sangre como para llenar una piscina; el tachero quiere ser guarda pero está encerrado en el taxi, el tachero quiere ser héroe de película pero sólo le roban punguistas, el tachero conoce la fisonomía de cada una de las minas que roban en Retiro, te las describe con bronca y después te dice, con sadismo mal contenido, "les dio para que tengan, guarden y no se olviden".
10 Disertación experimental: Un sujeto x en tres no-etapas
La idea: ...Bueno, no vale la pena, no hay idea.
La idea, la idea es decir la idea como si se tratara de un plan “y sí -con voz de entendido en el tema-, la idea es no olvidar que te pueden cagar, ¿entendés? Es decir, no seas boludo, no te apartes de la gente porque eso tampoco sirve de mucho, pero ni se te ocurra cometer el error de creer por un segundo que jamás te van a decepcionar porque... bueno, en realidad, se trata de no hacerse ilusiones...” El resultado es que el ser exagerado lleva el razonamiento al extremo y se da cuenta de que no, que en realidad si te van a cagar, ¿para qué gastarse en cuidar una relación? Al fin y al cabo, no va a durar...
De pronto, momento de meseta, feliz contento feliz, contento que hace sentir idiota. Comienza como incertidumbre: cualquier cosa que frene la inercia genera malasangre. El ser exagerado, al que le molestaba el más mínimo cambio de estado (la mutabilidad, demostración tangible de precariedad ontológica, cientos de años de vueltas expresadas en un confuso gancho negro a la altura del esternón y en pretensiones de demostrar estar siempre igual, es decir, en un "bien" indefinido), se debate varios meses entre la confusión (se ha sacado los lentes de sol, oh señores), las disertaciones sobre la relación entre felicidad, improductividad e idiotez (acude a las librerías buscando el título "cómo masticar pasto tranquilamente sin ser una vaca") y la aceptación de que el contento ha llegado para quedarse, gústele o no. Así que acepta la degradación mental expresada en alegría y sigue tranquilamente con su vida. ¿La idea? “Carpediém, señores, la vida es muy corta. ¿Te sentís mal? Aprovechalo, uno siempre es más productivo en esos momentos. ¿Te sentís bien? Dejate de joder, arreglátelas solo y aprendé a disfrutar. ¿Te sentís...? ¿Que no sentís? Ah, la indiferencia. Sí, una vez me pasó...” Y la voz de la experiencia diserta un rato, se queda sin palabras, se ríe y enciende un pucho o acerca la mano a la lámpara para calentarla, “hace frío hoy, che”. El “che” es un rasgo muy característico porque lo hace sentir superado, auténticamente porteño. Se vuelve opinólogo profesional, si bien ha aprendido a aceptar su ignorancia. Eso lo hace sentirse estúpido, pero al fin y al cabo está feliz; que se pierdan en sabiduría todos esos tristes, él tiene algo que ellos no. De cualquier modo, evita discusiones acaloradas y a cualquiera que pueda concebir a la felicidad como degradación mental: eso no hace llorar pero molesta, che, como la espina en el dedo gordo o mojarse las zapatillas cuando llueve.
Como en esto no entra la idea de progreso no puedo hablar de una tercera etapa, pero sí se puede decir que llega un momento que al hombre exagerado lo satura tanta tranquilidad y se inventa un problema, como puede ser la falta de plata (es el preferido), la pareja o la falta de cds baratos en el supermercado. El resultado es variado: enfado pasajero y vuelta a la meseta, decaimiento notable con ojeras y enflaquecimiento incluido (posibilidad de volver a caer en el negativismo de la primera no-etapa), escepticismo total con falta de ideas. (“¿Qué ideas? La verdad, no vale la pena”)
El exagerado es un inconformista que se halla muy complacido de serlo. Le teme al fantasma de su propia conformidad: ni siquiera en la meseta se abandona, siempre con su pala con la que hacer pocitos. Generalmente busca lo que todos (¿qué buscan todos?), mas se descubre un día cómodamente sentado en su sillón con eso que supuestamente implicaba conformismo al lado, pero razones perfectamente valederas. Eso si no se dedicó a sabotearse toda la vida para “estar seguro” de no abandonar su estado de exagerado inconformismo, que es lo que le da seguridad (“ontológica”, siempre hay que agregar una linda palabra que entiendan pocos o se entienda mal para rellenar) y lo caracteriza (es lo que prefiere decirse), o si no se perdió en ese amasijo de dudas que sabía construir tan bien.
La mejor forma de reconocer a un espécimen de estos es por sus quejas floridas o su indiscriminado uso de palabras “populares” con pretensiones de “naturalidad”. Suelen vestir relativamente bien y preciarse de “capaces” más allá de cualquier duda: si creen haber fracasado, pueden apreciarse en sus discursos palabras de adoración por ese pasado perdido o, al contrario, un mutismo absoluto al respecto. Pueden tener algún tic, se codean con la ambigüedad y lamentan no ser más ingeniosos. Son capaces de las más duras autocríticas en sus períodos más cínicos, pero con lupa puede distinguirse una gran condescendencia.
Resultan inofensivos, a no ser cuando empiezan a hablar sobre ellos mismos. En ese caso es mejor alejarse, pues se ha reportado que “chupan la vida” y “generan un cansancio horrible”. Por lo demás, pueden servir de entretenimiento los días de lluvia y tortas fritas, cuando deciden hacer gala de su “cultura”, tenazmente adquirida en libros ingeridos apresuradamente y al escuchar diálogos ajenos.
Este sujeto tiene cura, pero no se la conoce muy bien. Como paliativo se recomienda una buena actuación que lo haga sentir valedero pero no exageradamente apreciado, un buen plato de comida y algo de afecto sumado a mucha paciencia (no dejará de repetir, en los momentos menos esperados, que usted algún día lo va a cagar) y alguna trastada ocasional para dejarlo contento. Un regalo por año entregado en fecha no-festiva lo dejará callado por una semana. Se recomienda no intentar comprender más de lo que dice claramente ni tratar de hacer que se sientan conformes.
La idea, la idea es decir la idea como si se tratara de un plan “y sí -con voz de entendido en el tema-, la idea es no olvidar que te pueden cagar, ¿entendés? Es decir, no seas boludo, no te apartes de la gente porque eso tampoco sirve de mucho, pero ni se te ocurra cometer el error de creer por un segundo que jamás te van a decepcionar porque... bueno, en realidad, se trata de no hacerse ilusiones...” El resultado es que el ser exagerado lleva el razonamiento al extremo y se da cuenta de que no, que en realidad si te van a cagar, ¿para qué gastarse en cuidar una relación? Al fin y al cabo, no va a durar...
De pronto, momento de meseta, feliz contento feliz, contento que hace sentir idiota. Comienza como incertidumbre: cualquier cosa que frene la inercia genera malasangre. El ser exagerado, al que le molestaba el más mínimo cambio de estado (la mutabilidad, demostración tangible de precariedad ontológica, cientos de años de vueltas expresadas en un confuso gancho negro a la altura del esternón y en pretensiones de demostrar estar siempre igual, es decir, en un "bien" indefinido), se debate varios meses entre la confusión (se ha sacado los lentes de sol, oh señores), las disertaciones sobre la relación entre felicidad, improductividad e idiotez (acude a las librerías buscando el título "cómo masticar pasto tranquilamente sin ser una vaca") y la aceptación de que el contento ha llegado para quedarse, gústele o no. Así que acepta la degradación mental expresada en alegría y sigue tranquilamente con su vida. ¿La idea? “Carpediém, señores, la vida es muy corta. ¿Te sentís mal? Aprovechalo, uno siempre es más productivo en esos momentos. ¿Te sentís bien? Dejate de joder, arreglátelas solo y aprendé a disfrutar. ¿Te sentís...? ¿Que no sentís? Ah, la indiferencia. Sí, una vez me pasó...” Y la voz de la experiencia diserta un rato, se queda sin palabras, se ríe y enciende un pucho o acerca la mano a la lámpara para calentarla, “hace frío hoy, che”. El “che” es un rasgo muy característico porque lo hace sentir superado, auténticamente porteño. Se vuelve opinólogo profesional, si bien ha aprendido a aceptar su ignorancia. Eso lo hace sentirse estúpido, pero al fin y al cabo está feliz; que se pierdan en sabiduría todos esos tristes, él tiene algo que ellos no. De cualquier modo, evita discusiones acaloradas y a cualquiera que pueda concebir a la felicidad como degradación mental: eso no hace llorar pero molesta, che, como la espina en el dedo gordo o mojarse las zapatillas cuando llueve.
Como en esto no entra la idea de progreso no puedo hablar de una tercera etapa, pero sí se puede decir que llega un momento que al hombre exagerado lo satura tanta tranquilidad y se inventa un problema, como puede ser la falta de plata (es el preferido), la pareja o la falta de cds baratos en el supermercado. El resultado es variado: enfado pasajero y vuelta a la meseta, decaimiento notable con ojeras y enflaquecimiento incluido (posibilidad de volver a caer en el negativismo de la primera no-etapa), escepticismo total con falta de ideas. (“¿Qué ideas? La verdad, no vale la pena”)
El exagerado es un inconformista que se halla muy complacido de serlo. Le teme al fantasma de su propia conformidad: ni siquiera en la meseta se abandona, siempre con su pala con la que hacer pocitos. Generalmente busca lo que todos (¿qué buscan todos?), mas se descubre un día cómodamente sentado en su sillón con eso que supuestamente implicaba conformismo al lado, pero razones perfectamente valederas. Eso si no se dedicó a sabotearse toda la vida para “estar seguro” de no abandonar su estado de exagerado inconformismo, que es lo que le da seguridad (“ontológica”, siempre hay que agregar una linda palabra que entiendan pocos o se entienda mal para rellenar) y lo caracteriza (es lo que prefiere decirse), o si no se perdió en ese amasijo de dudas que sabía construir tan bien.
La mejor forma de reconocer a un espécimen de estos es por sus quejas floridas o su indiscriminado uso de palabras “populares” con pretensiones de “naturalidad”. Suelen vestir relativamente bien y preciarse de “capaces” más allá de cualquier duda: si creen haber fracasado, pueden apreciarse en sus discursos palabras de adoración por ese pasado perdido o, al contrario, un mutismo absoluto al respecto. Pueden tener algún tic, se codean con la ambigüedad y lamentan no ser más ingeniosos. Son capaces de las más duras autocríticas en sus períodos más cínicos, pero con lupa puede distinguirse una gran condescendencia.
Resultan inofensivos, a no ser cuando empiezan a hablar sobre ellos mismos. En ese caso es mejor alejarse, pues se ha reportado que “chupan la vida” y “generan un cansancio horrible”. Por lo demás, pueden servir de entretenimiento los días de lluvia y tortas fritas, cuando deciden hacer gala de su “cultura”, tenazmente adquirida en libros ingeridos apresuradamente y al escuchar diálogos ajenos.
Este sujeto tiene cura, pero no se la conoce muy bien. Como paliativo se recomienda una buena actuación que lo haga sentir valedero pero no exageradamente apreciado, un buen plato de comida y algo de afecto sumado a mucha paciencia (no dejará de repetir, en los momentos menos esperados, que usted algún día lo va a cagar) y alguna trastada ocasional para dejarlo contento. Un regalo por año entregado en fecha no-festiva lo dejará callado por una semana. Se recomienda no intentar comprender más de lo que dice claramente ni tratar de hacer que se sientan conformes.
16 n/n
Cruzar el paraje más oscuro en la oruga de chapa, tanta gente apretujada en esa barca con ruedas; una de esas “bocas de lobo”, la oscuridad más remota y desolada y nosotros dentro de ese aparatejo de lata, cuarenta en el fin del mundo, en el extremo más abandonado, escuchando el quejido de un nene moreno que gime inquieto. Llegamos entre charlas y ruidito de celular a una esquina con luz donde sólo hay una chica (no tiene celular, no es de silicona, no espera a nadie) y en tres grititos más del chico llegamos a una avenida ancha. Para entonces ya me siento incómoda y sólo deseo dormir o estirar las piernas, pero escribo algo inútil mientras la pierna del tipo y quizás algo más se clava en mi brazo, en la campera de supermercado. El celular sigue sonando, suena desde hace media hora porque el estúpido no se decide a eliminar el ruido del teclado. Es increíble como uno puede exagerar la irritación para volverla una tortura china y llevarla a los casi extremos (nunca demasiado lejos de la mesura, esa especie de cobardía), hasta decirle al imbécil que sigue molestando si puede bajarle el sonido, flaco, hace media hora. Pero es lo mismo porque él no te hace caso y si lo hace, enseguida empieza otro, y en realidad el ruidito no te molesta tanto. La boca de lobo quedó atrás, las luces reaniman a la gente, que habla el doble, el triple, o será que uno decide boicotearse, distraerse y escucharlos: fácil resultaría volver a la lectura y abstraerse para no tener que seguir escuchando el bip bip bip y los planes de los muchachos para el día del amigo, ¿noche de pisco? ¿noche de frazada y Hesíodo y almohada?
Me estoy ahogando, hay olor a café recalentado en microondas, a Morón después de la lluvia pegajosa, a subte en verano, a pogo sudoroso, a me ahogo, me ahogo, me ahogo. Por suerte la gente ya se baja: ya estamos en Morón, en la esquina de un achacoso viejo rico que rechaza la caridad y sueña en su palacio de gomaespuma y cartón. (Y tiene razón, qué asco, la hipócrita compasión.) Entra aire por la ventana, por la puerta, la música mala que se escucha al lado no se escapa, se embolsa pero eso ya no es irrisorio, es ridículo, risible, un poco lamentable.
Cruzamos las vías, Alejandra me dice frenética algo que yo interpreto como “mirá Male, un taxi boy”, pero terminamos riendo porque en realidad quería mostrarme la foto de una chica supuestamente parecida a mí, ningún taxi boy a la vista, nada remotamente parecido. Los pibes con aritos sigue escuchando música berreta y expresando con exquisita convicción sentencias gratuitas de incalculable valor; el tipo dejó de molestar con el celular, Ale ya no ríe, Yrigoyen de noche, la cancioncita (“cultivar mariguanaaaa”), un camión cargado de hojas, “Bienvenidos al Partido de la Matanza”, la iglesia cerrada, algunas persignaciones, propagandas del intendente gordo, el colectivo casi vacío... Otra boca de lobo al lado de la villa, un chupetín caído, boca de lobo, boca de lobo, las luces del supermercado, el pueblito allá a lo lejos, los patrulleros, ese pueblito mío, esa cuna de farsantes y el hueco gigantesco que absorbe todo y te deja seco, seco, casi como una momia de las de Perú.
Me estoy ahogando, hay olor a café recalentado en microondas, a Morón después de la lluvia pegajosa, a subte en verano, a pogo sudoroso, a me ahogo, me ahogo, me ahogo. Por suerte la gente ya se baja: ya estamos en Morón, en la esquina de un achacoso viejo rico que rechaza la caridad y sueña en su palacio de gomaespuma y cartón. (Y tiene razón, qué asco, la hipócrita compasión.) Entra aire por la ventana, por la puerta, la música mala que se escucha al lado no se escapa, se embolsa pero eso ya no es irrisorio, es ridículo, risible, un poco lamentable.
Cruzamos las vías, Alejandra me dice frenética algo que yo interpreto como “mirá Male, un taxi boy”, pero terminamos riendo porque en realidad quería mostrarme la foto de una chica supuestamente parecida a mí, ningún taxi boy a la vista, nada remotamente parecido. Los pibes con aritos sigue escuchando música berreta y expresando con exquisita convicción sentencias gratuitas de incalculable valor; el tipo dejó de molestar con el celular, Ale ya no ríe, Yrigoyen de noche, la cancioncita (“cultivar mariguanaaaa”), un camión cargado de hojas, “Bienvenidos al Partido de la Matanza”, la iglesia cerrada, algunas persignaciones, propagandas del intendente gordo, el colectivo casi vacío... Otra boca de lobo al lado de la villa, un chupetín caído, boca de lobo, boca de lobo, las luces del supermercado, el pueblito allá a lo lejos, los patrulleros, ese pueblito mío, esa cuna de farsantes y el hueco gigantesco que absorbe todo y te deja seco, seco, casi como una momia de las de Perú.
17 Grandes razones
Esa mañana guardó el tramontina en la cartera. Ese hijo de puta le había quitado todo desde el principio, pero no era por eso. Qué importaban ya esas cosas, la madre arrastrándose por él, Pedro, Pedro, los basureos, las cruzadas quijotescas que lo traían borracho a casa. Esos favores cedidos como a un perro, las clases de conducción llenas de insultos, los sarcasmos, el refregar la pobre manutención otorgada. No, no era por eso. Eso era lo de menos. Eran exageraciones de su parte, bilis acumulada a lo largo de los años. Bajaba las escaleras corriendo y los tacos amenazaban con romperse. No era eso. Taconeaba contra las baldosas y repetía: no era eso. No era por su hermana creciendo a la sombra de traumas que había aceptado por idiota. No, no era eso, lo repetía en su asiento y en la calle de tierra y en el pasto frente a la reja oxidada. No era eso, repetía Romina frente al timbre, con el tramontina en la cartera rosa golpeando el pantalón. No era porque mamá estaba vieja y sola y ya ni siquiera lloraba de noche, porque había perdido la alegría con ellas y con él, porque venía a abrir la puerta encorvada, con el mismo saco de siempre, ajado y desteñido. No era porque seguía pintarrajeada para gustarle aunque no valía la pena. No era porque le temblaba la mano al servir ese ridículo café quemado en la cafetera, ni porque él le decía que sabía mal, ni porque él le gritaba y luego le regalaba algo como gesto magnánimo. No, no era eso, no era eso. No era porque no la veía como hija. No era porque de vez en cuando aparecía ese tic que le suavizaba la mirada y le ponía los ojos horriblemente líquidos, como ahogados en alcohol. No era porque no podía sentir lástima, porque le obligaba alejarse de mamá y la hermana para no verlo a él, porque se había ido de casa demasiado pronto y no podía volver y mamá no la quería como antes, no la veía como antes y evitaba tocarla. Ni era porque el cuchillo pesaba en la cartera sobre la falda que ocultaba bajo la mesa y el café. No, se decía, mientras se levantaba de la silla sosteniendo su cartera y besaba a la hermana flacuchenta, y se abría la reja hacia la calle de tierra apenas mojada con la manguera. No era, entre el polvo de la calle hasta la parada, no era por eso sino por todo, por eso era, pero en el asiento y las baldosas y la escalera en serio no era por eso. No era, no podía con eso.
18 En mi barrio
Hay un perro que ladra en el piso de abajo. No es afuera en el patio, porque no está, no se ve; aunque sin lentes, desde el cuarto piso no se ve nada. Mi edificio es una cosa blanca, rugosa, silenciosa como morgue pero cálida, quizás demasiado cálida. Algún día pensé en escribir una historia sobre mi edificio. No es que tenga algo particular para decir sobre él, bah, quizás tengo más para decir sobre él que sobre las personas que lo habitan, y mi idea era hablar de las personas.
Iba a haber una portera. La historia iba a empezar con una portera que hablaba con una vecina, y justo ahí, en la mitad del diálogo, iba a salir el personaje que a mí me interesaba, y después la portera iba a decir dos o tres palabras sobre él, no más. El cuento iba a seguir hablando de la portera, con el tono serio de las menudencias importantes, y después iba a haber un cuento sobre otro personaje, quizás el chabón del 3°11, que iba a ser un treintañero recientemente desocupado y separado que miraba cómo los rayos de sol se infiltraban por la ventana, u oía a las palomas ulular en el hueco de la ventilación rota. Ese iba a ser un personaje triste, un poco ridículo, pero no del todo, y también iba a conocer tangencialmente a la persona que a mí me interesaba, quizás porque la miraba por la ventana, o por la perilla de la puerta; quizás porque a veces la única forma de salir del hueco que constituía su “sí mismo” era mirar por la perilla de la puerta. Y después iba a haber otros tipos, otros cuentos; yo tenía toda la historia de mi aburrido edificio casi tejida alrededor de las multiplicidades, y de ese único personaje que me interesaba. El único, el único que no tenía cuento propio, que no tenía voz propia ni participación; el que tenía que pasar desapercibido para todos, el que no tenía que ser (sólo para mí). Él iba a morir bajo un tren (yo siempre temía un poco ser atropellado por un tren cuando cruzaba las vías para llegar a mi edificio; yo siempre tuve miedo de que se me cayera la barrera encima, hasta que empecé a viajar mucho en tren, hasta que cruzar vías fue algo usual, hasta que ya no me hice tiempo para tener miedos pueriles – y todos los miedos lo son); él se iba a suicidar bajo un tren, pero nunca íbamos a saber por qué; sólo íbamos a conocer la puteada del personaje de turno, que justo iba a llegar tarde al trabajo por el retraso, que iba a defenestrar a ese suicida como a los anteriores, sin saber, sin querer saber jamás qué le había pasado. Y nadie le iba a hacer una crucecita de maderas húmedas a mi personaje favorito al costado de las vías, nadie lo iba a lamentar demasiado, todos iban a ser perfectamente razonables: ¿por qué llorar a los muertos? Sí, es estúpido, están muertos, todos mueren, todos morimos, carpe diem, pues, basta de elegías. Pero el suicidio ignoto iba a dejar un gusto amargo.
De todos modos, al final no escribí el rejuntadero de relatos sobre mi edificio, y la idea se hizo vieja como mis ganas, así que ya no importa que lo cuente. Ahora escucho una llave que gira en una puerta. El perro ya no ladra. Está todo silencioso, como si la gente durmiera siesta; las puertas están cerradas como siempre, las ventanas no, no todas, pero sí vacías.
Mi edificio es una cosa de cemento y ladrillo, vidrio y cartón y tejas. Yo no lo escucho bullir, yo no escucho a nadie, apenas si a la ruta que vive del otro lado de la ventana en camiones que transportan reses, en camiones que transportan huesos, en autos que siempre huyen y picadas nocturnas. Supongo que somos buenos vecinos, encerrados en nuestros cuartos en el silencio doméstico, como locos voluntarios entre paredes aislantes, blancas, entre nuestros pensamientos, que se rarifican en la atmósfera renovada por ventiladores y aires acondicionados que enfrían el café. Sí, somos buenos, muy silenciosos vecinos.

De todos modos, al final no escribí el rejuntadero de relatos sobre mi edificio, y la idea se hizo vieja como mis ganas, así que ya no importa que lo cuente. Ahora escucho una llave que gira en una puerta. El perro ya no ladra. Está todo silencioso, como si la gente durmiera siesta; las puertas están cerradas como siempre, las ventanas no, no todas, pero sí vacías.
Mi edificio es una cosa de cemento y ladrillo, vidrio y cartón y tejas. Yo no lo escucho bullir, yo no escucho a nadie, apenas si a la ruta que vive del otro lado de la ventana en camiones que transportan reses, en camiones que transportan huesos, en autos que siempre huyen y picadas nocturnas. Supongo que somos buenos vecinos, encerrados en nuestros cuartos en el silencio doméstico, como locos voluntarios entre paredes aislantes, blancas, entre nuestros pensamientos, que se rarifican en la atmósfera renovada por ventiladores y aires acondicionados que enfrían el café. Sí, somos buenos, muy silenciosos vecinos.
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18,
el del 3ero 11,
el loco del altillo,
sábado
20,30 Expósito
Mate con facturas, una sobremesa eterna de domingo lluvioso y tortas fritas. El viejo que espera al colectivo observa, tan lejos de todo y de casa, tan largo el viaje en el colectivo que no llega. ¿Irá a parar, el próximo que pase? Mirá los planteos que hacés, viejo, a esta edad; todavía podrías caminar un rato. Muchos años atrás aprendiste a llevar paraguas, por las dudas; la lluvia amainó un poco. Mirá los planteos que hacés, como si fueras el único con miedo a morirse solo y lejos de casa, de alguien; no sos el único que, avergonzado, no quiere aceptar, nombrar lo absurdo. Su ser amplísimo sesgado por el paso del tiempo, todos los caminos cortados en una encrucijada, creador y criatura velados finalmente, en una parada frente a la casa que miró con sus desaparecidos fantasmas, tan lejano, tan frío como la lluvia amarga, tomó el colectivo y miró por la ventana, desde afuera, el paso de las casas y de los años.
23 Me and Julio down by the Schoolyard
Le cambió las cenizas al gato, abrió el vidrio para que entrara aire, peinó su bigotito y se encerró a la cocina para preparar la cena: polenta chirla con queso derretido. Llevó la olla a la mesa, dos vasos de los de plástico, jugo de manzana y un platito con un tomate partido en rodajas, condimentado con sal y orégano. Se sentó frente a su madre, la mujer de los pliegos en la piel, y comieron en silencio, aunque de vez en cuando se escapaban sonidos derivados del complicado mecanismo de tragar, o ella le comentaba alguna nimiedad relacionada con el mundo que pasaba detrás del vidrio de la ventana. Después de eso, levantó los platos, los lavó y los dejó secándose, pasó por la sala donde su madre acariciaba al gato con mano cansada, le dio un beso y se encerró en su cuarto.
Empieza de nuevo. Es una eterna repetición, siempre la misma canción, siempre el mismo fragmento. Le gusta la canción pero está cansado de escucharla. Es tan alegre o... no alegre, no, no es el término. Refrescante. Hay un cartel de coca-cola en la esquina. Refrescante. A Sergio le encantaba la coca-cola. Sergio venía siempre y traía coca-cola. La tomaba todo el día y era el muchacho más flaco del mundo. No, no exageremos, del pueblo. Era ingenioso, además: sabía encontrar el rasgo distintivo de cada uno de sus amigos y parodiarlo maravillosamente. Era el que inventaba seudónimos molestos para los chicos en la escuela. Gabi lo odiaba por eso, así que para vengarse le decía flaco escopeta, sin darse cuenta de que a él no le molestaba. Gabi, cachetes de silicona, la niña Pérez. Yo creo que a Sergio le gustaba Gabi, pero nunca pude enterarme porque no éramos demasiado amigos, y después se mudó y no supimos más de él. El año anterior a su partida fue de lejos el mejor de mi vida. Sí, seguro que Sergio quería a Gabi. Bueno, todos querían a Gabi, igual. Era una de esas personas asquerosamente -irremediablemente- adorables. Como los gatos cuando son chicos y tiernos. Como las nenas malcriadas de tres años. Como Violeta, también, aunque Violeta era más simpática que querible, pura vitalidad y rodillas nudosas. Siempre rompía los pantalones, Violeta; se llevaba dos o tres cuando nos acompañaba a Córdoba de vacaciones y volvía a casa con todos ellos gastados. Claudia no sabía qué hacer con ella, siempre tenía que comprarle ropa. Y encima, esas rodillas, esas patitas de pollo, largas y finísimas. Qué aparato que era Violeta. Casi como yo.
La silla mira desde el rincón donde él la deja después de acostar a la mujer monumental. Es una silla odiosa, de esas cuya presencia resulta intolerable pero imprescindible. La mujer no se pudo separar de ella desde el día en que la adquirió, y no podría cambiarla. Imprescindible: qué palabra aterradora. Todos piensan eso al mirarla, pero sin darse cuenta; podría decirse que no lo piensan: lo sienten. La mujer lo ve en sus miradas y la silla la siente temblar apenas imperceptiblemente al enfrentarlos, al desafiar esa incomodidad que camufla al miedo, la lástima, la desaprobación, el asco. Y todo eso contenido en algún rictus casi inapreciable, porque las manos que empujan la silla siempre son suaves, acariciadoras. Sólo a veces, cuando el que la toca es un chico, son juguetonas, y sólo con algunos chicos. Pero en el fondo todos la detestan, la odian más como la causa que como la consecuencia. Como si una silla pudiera tener la culpa de algo. Sí, la silla siente en las manos el rencor, hasta en los dedos de la mujer, aunque uno pensaría que después de tantos años debería haberse acostumbrado. A veces, también la culpa. Como ahora, en las manos trémulas que la arreglan un poco y empujan más en el rincón con un débil temblequeo, que la corren y la miman un poco, apenas lo indispensable.
Mamá estaba en la pieza, y me llamó para que le llevara al señor Pitufo a la cama. El señor Pitufo es el gato. Por alguna razón, a mamá le gusta ponerle nombres ridículos a sus mascotas, como esas mujeres de las películas yanquis. Lo hace desde hace años, desde cuando yo tenía 7 y Gabi era chiquita. Entonces teníamos peces y perros, además de un gato, y todos con nombres ridículos. Algunos eran aceptables, pero a veces eran demasiado risibles. Adoptó un perro callejero y le puso Patán. Con el canario amarillo, cometió el típico error de llamarlo Piolín. Y a nuestro caniche le puso Pompón. Ahora que lo pienso, siempre le gustaron los nombres empezados con "p". Yo me llamo Pablo... Gabi fue la única excepción.
El señor Pitufo era un gato arisco, que sólo toleraba a su madre. Lo rasguñó antes de dejarse alzar. En el camino fue apagando las luces. Acomodó el almohadón de la silla, le alcanzó el gato a su madre y se inclinó para darle un beso. Esta vez ella no trató de incorporarse. Se la veía cansada; acariciaba al gato con una mano indolente manchada por el tiempo, aceitosa por las cremas que aún usaba en un rapto de coquetería femenina y que la lámpara iluminaba en un juego poco favorecedor de luces y sombras. Él tenía ganas de hablar, al menos por un ratito, pero no sabía bien por dónde empezar. Últimamente no hablaban mucho.
- Este gato es un peligro –dijo, mostrándole la mano lastimada.
Norma movió la cabeza y le acarició la mano, pero no dijo nada. Él le dio otro beso, salió del cuarto sin cerrar la puerta y caminó por el pasillo a oscuras. Conocía el camino de memoria, pero de cualquier modo no prescindió de los crípticos tanteos de ciego a lo largo del recorrido. Era uno de esos departamentos grandes, alargados. Había un pasillo extenso, con puertas a los costados y un patio diminuto al final. Cuando eran chicos, jugar ahí era una delicia, aún cuando su madre les pedía que no corrieran, que recordaran el precio de los jarrones, que papá trabajaba mucho como para que ellos se dedicaran a romper las cosas. Pero estaba bueno jugar a las escondidas ahí, el piedra libre y correr, a veces invitar a algún otro amigo, a Sergio, a Violeta. Y también, sólo muy de vez en cuando, jugar a la pelota hasta romper algo, y escuchar el temido “vengan acá, los dos”.
Los escucho alejarse. Arrastran los pies, como antes, cuando se cortaban las luces y volvían a sus cuartos tratando de no tirar las cosas por el camino. Gabriela era más torpe que Pablito. Cuando iba al jardín perdió el dije de gatito que le había legado la bisabuela, y una vez, saltando sobre los sillones, rompió la madera y se fue al suelo. Tuvimos que salir corriendo al hospital, con la nena llorando en los brazos y la barbilla toda ensangrentada; un desastre. Le decíamos la novia de Frankenstein por eso: siempre tenía alguna lastimadura, alguna cicatriz reciente. El doctor debía creer que éramos una familia de locos.
- Todo el mundo te decía "me encanta tu pelo", y te pedían un mechón. Vos tenías un rulo para cada uno: para tu padre, para mamá, para Violeta, para Mari, la vecina... Yo nunca te pedí nada... Nunca te pedí.
La pasa los dedos por el cabello, jugueteando; manos-arañas en el mar rubio y la voz hablando de la infancia compartida, voz fraudulenta, seca como la fuente en el patio. Le habla a la foto: Gabriela desapareció hace años. Pero sus dedos casi sienten su sedoso cabello. Como si las yemas de los dedos tuvieran memoria y se empeñaran en recordar.
- La puerta se cerró con estrépito. Mamá está durmiendo.
- No duerme, recién le di al gato.
- El señor Pelusa.
- Pitufo. Pelusa se murió hace dos años.
Deshizo la cama, y la revisó cuidadosamente.
- ¿Todavía te dan asco las cucarachas?
No había ninguna, aunque las sábanas no estaban demasiado limpias. Mañana iba a comprar jabón para lavar.
- Chau, Gabi.
Pero claro, ella no respondió.
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23,
Pablo Costa,
sábado
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