02 Una Tragedia Contemporánea
05 El corte
07 Mario
16 Los ojos de vaca del padre
17 Rayuela
18 López
21 Armisticio
22 Las insólitas aventuras de Pablo Costa
23 Malena
24 To hold infinity
Mostrando entradas con la etiqueta viernes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta viernes. Mostrar todas las entradas
02 Una Tragedia Contemporánea
Ningún animal fue dañado durante el rodaje de esta película.
Mi hombre no tenía mucha cultura alcohólica. Llegó al bar cuando caía la noche. Había poca gente; él se sentó en la barra. No me miró. Tenía el aspecto típico, algo decaído, de pelo pajoso despeinado, ropa casual arrugada y con unos días de uso. Un cliente había puesto como música de fondo la voz de una alcohólica rubia y sucia.
- Sírvame un whisky – dijo, sin mirarme, manteniendo las distancias.
Tamborileaba sobre la mesa acompañando la música, pero no parecía escucharla. Se miraba las uñas, de vez en cuando. Le serví. Alejó el vaso de sí unos centímetros y lo miró como si acariciara una idea inverosímil, luego lo alzó y lo bebió de tres tragos, y frunció el entrecejo, y pidió otro. Le serví. No me miró, se repitió la escena. Luego apoyó el codo en la mesa, y la cabeza sobre la mano inexperta, y empezó a hablar con voz pastosa.
Era una historia típica, de borrachín. La pareja lo había dejado una mañana y todo había seguido igual, como si nada, hasta que llegó el fin de semana y el departamento estuvo vacío y silencioso. Era de tarde, vivía en un tercer piso, lloviznaba. Había puesto música y se había encaramado a la ventana para mirar a los autos pasar y, cómo no, recordarla a ella. La ciudad era gris, como siempre; el ruido de los autos llegaba de abajo. No se veía el cielo, porque estaba nublado. Todo era demasiado tranquilo y rápido. Dos manchas miopes se encontraban en la puerta del edificio, se abrazaban, se alejaban caminando, o subían a un auto, o desaparecían del campo de visión; una mancha paseaba a un perro, otra se quedaba afuera, quizás fumando; sonaban bocinas, volaban las palomas. Se mantenía ocupado, viendo al cartonero que recogía basura, al Fiat que salía del estacionamiento de enfrente. A veces una paloma se apoyaba sobre el aire acondicionado y la espantaba con el pie, pero la paloma se alejaba unos metros y seguía mirando. Ella, Mariela, o quizás Manuela, bellísima, se había ido en la tarde de un día más que hermoso, y recordaba haber oído a las palomas ulular en el hueco de la ventilación que jamás habían cerrado.
No supo decirme cuánto tiempo estuvo apoyado en el marco, mirando, pero debió ser mucho, porque finalmente la paloma se acostumbró a su presencia y volvió al aire acondicionado. Lo miraba y retrocedía, y avanzaba. Él no se movía y ella tanteaba, aseguraba territorio. Lo miraba con ojos gigantes y estúpidos, avanzaba dos pasos. Él no se movía, ella avanzaba dos más. Paraba. Cagaba. Lo miraba, confiada. Afuera hacía frío, de pronto, aunque era el primer día de verano, y apenas unos días atrás se había despertado bañado de sudor, con el ulular en el fondo. La paloma era un bicho estúpido que terminó de confiar y se metió en el hueco de la ventilación. Él se quedó mirando.
Me preguntó: ¿qué más podía hacer? Yo no le respondí, porque era una pregunta dirigida a nadie.
Las plumas de la cola asomaban, negras, de punta redondeada, y el hombre apenas si se planteó la posibilidad de atrapar a la paloma cuando ya la había aprisionado y la había sacado del hueco. La paloma se agitó; él sostuvo la cola con firmeza y la paloma quedó con los ojos desorbitados, moviendo las alas inútilmente, el cuerpo en el aire, las patas absurdas, el cuello nervioso, la cola tensa y ya perdiendo algunas plumas; un bicharraco panzón asustado de manera tosca, como siempre, durante un tiempo mudo. Y él, él tenía el poder... pero ella le volvió a ganar, porque se preguntó cuánto podía durar sin cansarse, y los minutos pasaron lentos, y todo eso le dijo nada. La paloma ni siquiera intentaba picotearlo. La soltó. Ella se alejó volando y no volvió más, las plumas volaron gráciles, tenuemente. La música que se reproducía no había acabado de sonar, pero él se bajó del marco de la ventana y se alejó de ahí. Luego bajó las escaleras, salió a la calle, se convirtió en una mancha y buscó un bar. Y habló y bebió, y bebió, e hipó trastabillándose hacia la salida mientras cantaba una rubia lenta, y si en la calle casi lo atropellan se aguantó la puteada incólume, y se fue así, a lo bobo, caminando. Brindo por eso.
Mi hombre no tenía mucha cultura alcohólica. Llegó al bar cuando caía la noche. Había poca gente; él se sentó en la barra. No me miró. Tenía el aspecto típico, algo decaído, de pelo pajoso despeinado, ropa casual arrugada y con unos días de uso. Un cliente había puesto como música de fondo la voz de una alcohólica rubia y sucia.
- Sírvame un whisky – dijo, sin mirarme, manteniendo las distancias.
Tamborileaba sobre la mesa acompañando la música, pero no parecía escucharla. Se miraba las uñas, de vez en cuando. Le serví. Alejó el vaso de sí unos centímetros y lo miró como si acariciara una idea inverosímil, luego lo alzó y lo bebió de tres tragos, y frunció el entrecejo, y pidió otro. Le serví. No me miró, se repitió la escena. Luego apoyó el codo en la mesa, y la cabeza sobre la mano inexperta, y empezó a hablar con voz pastosa.
Era una historia típica, de borrachín. La pareja lo había dejado una mañana y todo había seguido igual, como si nada, hasta que llegó el fin de semana y el departamento estuvo vacío y silencioso. Era de tarde, vivía en un tercer piso, lloviznaba. Había puesto música y se había encaramado a la ventana para mirar a los autos pasar y, cómo no, recordarla a ella. La ciudad era gris, como siempre; el ruido de los autos llegaba de abajo. No se veía el cielo, porque estaba nublado. Todo era demasiado tranquilo y rápido. Dos manchas miopes se encontraban en la puerta del edificio, se abrazaban, se alejaban caminando, o subían a un auto, o desaparecían del campo de visión; una mancha paseaba a un perro, otra se quedaba afuera, quizás fumando; sonaban bocinas, volaban las palomas. Se mantenía ocupado, viendo al cartonero que recogía basura, al Fiat que salía del estacionamiento de enfrente. A veces una paloma se apoyaba sobre el aire acondicionado y la espantaba con el pie, pero la paloma se alejaba unos metros y seguía mirando. Ella, Mariela, o quizás Manuela, bellísima, se había ido en la tarde de un día más que hermoso, y recordaba haber oído a las palomas ulular en el hueco de la ventilación que jamás habían cerrado.
No supo decirme cuánto tiempo estuvo apoyado en el marco, mirando, pero debió ser mucho, porque finalmente la paloma se acostumbró a su presencia y volvió al aire acondicionado. Lo miraba y retrocedía, y avanzaba. Él no se movía y ella tanteaba, aseguraba territorio. Lo miraba con ojos gigantes y estúpidos, avanzaba dos pasos. Él no se movía, ella avanzaba dos más. Paraba. Cagaba. Lo miraba, confiada. Afuera hacía frío, de pronto, aunque era el primer día de verano, y apenas unos días atrás se había despertado bañado de sudor, con el ulular en el fondo. La paloma era un bicho estúpido que terminó de confiar y se metió en el hueco de la ventilación. Él se quedó mirando.
Me preguntó: ¿qué más podía hacer? Yo no le respondí, porque era una pregunta dirigida a nadie.
Las plumas de la cola asomaban, negras, de punta redondeada, y el hombre apenas si se planteó la posibilidad de atrapar a la paloma cuando ya la había aprisionado y la había sacado del hueco. La paloma se agitó; él sostuvo la cola con firmeza y la paloma quedó con los ojos desorbitados, moviendo las alas inútilmente, el cuerpo en el aire, las patas absurdas, el cuello nervioso, la cola tensa y ya perdiendo algunas plumas; un bicharraco panzón asustado de manera tosca, como siempre, durante un tiempo mudo. Y él, él tenía el poder... pero ella le volvió a ganar, porque se preguntó cuánto podía durar sin cansarse, y los minutos pasaron lentos, y todo eso le dijo nada. La paloma ni siquiera intentaba picotearlo. La soltó. Ella se alejó volando y no volvió más, las plumas volaron gráciles, tenuemente. La música que se reproducía no había acabado de sonar, pero él se bajó del marco de la ventana y se alejó de ahí. Luego bajó las escaleras, salió a la calle, se convirtió en una mancha y buscó un bar. Y habló y bebió, y bebió, e hipó trastabillándose hacia la salida mientras cantaba una rubia lenta, y si en la calle casi lo atropellan se aguantó la puteada incólume, y se fue así, a lo bobo, caminando. Brindo por eso.
05 El corte
Un hombre iba caminando por un descampado en una noche oscura. No había luna en el cielo encapotado, las estrellas no se divisaban y el próximo pueblo quedaba a kilómetros de distancia. Adelante, atrás y a los lados, el camino se perdía en las tinieblas impenetrables. Un par de luces alumbraban algunas partes de la calle rota, llena de baches, y marcaban su sendero. El hombre contó los pasos, sesenta en total de uno a otro poste de luz. Sesenta pasos largos. Las piernas le dolían de tanto caminar – le dolían de sólo pensar lo mucho que quedaba por recorrer-, pero él seguía contando hasta llegar a sesenta, hasta llegar al próximo poste. Allí se detenía por un segundo y pensaba en descansar, pero siempre se decía lo mismo: “en el próximo”: Sesenta pasos, sesenta postes, y seguía caminando. A veces soñaba con que un auto pasaba por ahí y lo alcanzaba a la ciudad. A veces se reía cuando imaginaba un taxi. Pero seguía.
Cuando la cantidad de postes pasados ya era incontable y, sin embargo, sentía que no había avanzado ni un paso, tropezó. Faltaban diez trancos para el próximo poste. El cantar de un grillo se hizo ensordecedor. El hombre, cansado, levantó la cabeza lastimada y miró la luz. Ésta no titiló antes de apagarse.
Ahora la oscuridad era completamente impenetrable. Se levantó tambaleante, adolorido, y miró con los ojos abiertos la oscuridad que lo rodeaba. No pudo percibir nada, era un negro uniforme el que lo cercaba. Parado atento a un lado del camino, esperó, y muchas veces creyó ver algo antes de darse cuenta de que todo era un engaño de los sentidos ansiosos. Faltaba mucho para el amanecer y las nubes cubrían las estrellas. Indeciso, sintiéndose completamente vulnerable, después de mucho esperar avanzó un paso, tres, seis. Diez en total, y llegó al poste. La marcha se reanudó en las penumbras.
No supo bien cuánto tiempo había pasado desde el corte cuando escuchó el ruido en la lejanía. El ruido de un motor, y el chillido de un pájaro a lo lejos. Locamente esperanzado escudriñó sus alrededores. Nada; todo seguía sumergido en la triste oscuridad. Pero el ruido crecía, crecía, y aunque el insensato conductor avanzaba con las luces apagadas, el hombre oteaba inquieto buscando algo que no podía ver. Y el ruido crecía; creció hasta hacerse insoportable.
Una fugaz ráfaga de viento acompañada de un ruido atronador lo envolvió en una nube de polvo que lo hizo toser. Una bandada de pájaros chilló a los lejos; el auto se alejó velozmente, oculto en sombras. El hombre se dejó caer; sus piernas temblaban. La herida en la cabeza, el corte de la primera caída, sangraba otra vez. Ya no sabía cuánto faltaba para el próximo poste; el sol calentaba su piel. Su mundo seguía envuelto en sombras.
Cuando la cantidad de postes pasados ya era incontable y, sin embargo, sentía que no había avanzado ni un paso, tropezó. Faltaban diez trancos para el próximo poste. El cantar de un grillo se hizo ensordecedor. El hombre, cansado, levantó la cabeza lastimada y miró la luz. Ésta no titiló antes de apagarse.
Ahora la oscuridad era completamente impenetrable. Se levantó tambaleante, adolorido, y miró con los ojos abiertos la oscuridad que lo rodeaba. No pudo percibir nada, era un negro uniforme el que lo cercaba. Parado atento a un lado del camino, esperó, y muchas veces creyó ver algo antes de darse cuenta de que todo era un engaño de los sentidos ansiosos. Faltaba mucho para el amanecer y las nubes cubrían las estrellas. Indeciso, sintiéndose completamente vulnerable, después de mucho esperar avanzó un paso, tres, seis. Diez en total, y llegó al poste. La marcha se reanudó en las penumbras.
No supo bien cuánto tiempo había pasado desde el corte cuando escuchó el ruido en la lejanía. El ruido de un motor, y el chillido de un pájaro a lo lejos. Locamente esperanzado escudriñó sus alrededores. Nada; todo seguía sumergido en la triste oscuridad. Pero el ruido crecía, crecía, y aunque el insensato conductor avanzaba con las luces apagadas, el hombre oteaba inquieto buscando algo que no podía ver. Y el ruido crecía; creció hasta hacerse insoportable.
Una fugaz ráfaga de viento acompañada de un ruido atronador lo envolvió en una nube de polvo que lo hizo toser. Una bandada de pájaros chilló a los lejos; el auto se alejó velozmente, oculto en sombras. El hombre se dejó caer; sus piernas temblaban. La herida en la cabeza, el corte de la primera caída, sangraba otra vez. Ya no sabía cuánto faltaba para el próximo poste; el sol calentaba su piel. Su mundo seguía envuelto en sombras.
07 Mario
Se despertó media hora después de lo debido, se vistió a las corridas, le dio un beso a la panza de su esposa dormida y salió de casa quince minutos más tarde de lo habitual. Cruzó corriendo la ruta, y casi al instante se subió al colectivo. Pidió boleto: cincuenta centavos más caro de lo usual.
Se sentó en uno de los asientos del medio, del lado del pasillo; luego, se corrió hacia la ventana. Viajaba hasta la terminal. Miró por la ventana: todavía estaba lejos.
Subió una mujer al colectivo; Mario miró su asiento y esperó. La mujer pasó de largo. Mario pensaba.
(Es difícil conseguir un buen acompañante en el colectivo. Algunos invaden tu espacio personal, otros se duermen en vos, otros huelen muy mal, otros molestan con el periódico, o se mueven mucho, o hablan por celular, en tu oído, o repasan apuntes en voz alta... Los más peligrosos son, probablemente, los que andan con ruidosos walkie-talkies. O, más abundantes, los que no emplean auriculares para escuchan música.)
Subió un viejo, corto de estatura, que observó el asiento vacío pero avanzó hasta el fondo. Una chica con la panza al aire y otro viejo hicieron lo mismo.
(Mejor), pensó Mario, y giró su cabeza hacia la ventana.
Antes de llegar a mitad del camino subió un tipo de horrible aspecto, con la cara manchada y criminal. Se sentó al lado, sin mirarlo, la vista siempre fija en un punto indeterminado, hacia delante. Mario lo miró: el tipo no hizo nada. Mario miró a todos en el colectivo. Un asiento delante, dos mujeres conversaban en voz alta, el resto de los pasajeros permanecía callado. Algún viajante devolvió la mirada; la mayoría, no. Pocas caras hablaban el lenguaje gestual. Dos o tres estaban decididamente dormidas, incluso con la boca abierta. El resto eran rostros de hombre enfrentado al fotógrafo para una foto 3x3, rostros de DNI y registros, credenciales para la facultad y células del MERCOSUR. Talantes nulos, inexpresivos, borrados con liquid-paper, caricaturas de goma que apenas insinuaban los rasgos característicos.
(A veces pienso que soy el único que mira a la gente. Lo mismo en la calle, en el subte...)
El tipo horrible se bajó en San Justo, donde subió mucha gente. El colectivo se llenó; una señora se sentó al lado de Mario y colocó su cartera de cuero negro entre ambos. Luego pareció titubear y pensarlo mejor, dudó un rato en silencio, se mordió un labio. Mario empezó a contar, uno dos tres cuatro cinco seis siete... La mujer se movió rápidamente sutil y apoyó una mano sobre el cierre de la cartera. Entonces, descansó. Viajaron así hasta el final: la mano sobre el cuero negro, Mario arrinconado contra el cristal, la vista definitivamente perdida. Menos en el momento en que subió un borracho que preguntó si el colectivo llegaba a Ituizangó. No llegaba; todos los pasajeros lo vieron trastabillar hasta los escalones y doblar la esquina. La señora de al lado se relajó y comentó algo al respecto. Mario no contestó. La mujer le vio la cara y la encontró fea.
Volvió a afianzar la posición de la mano sobre su bolsa.
Mientras, en el asiento de adelante, otra mujer, menos preocupada, contaba dinero. Otra se comía las uñas. El colectivero, casi oculto en su rincón, bostezó.
Fue instantáneo, imprevisto, de nada sirvió el desesperado volantazo. Las ruedas giraron en el aire; el colectivo osciló un segundo en el que los pasajeros no supieron gritar. Luego todo se inclinó y cayó, abajo, hacia las rocas. Otros autos aminoraron la marcha cerca del precipicio para mirar. Los pasajeros, dentro del colectivo, rostros de piedra y hueso, permanecieron en sus incómodas posiciones como si nada hubiera pasado, siguieron durmiendo aunque Mario dejó escapar un grito largo y otro más. No pudieron entender lo sucedido.
Se sentó en uno de los asientos del medio, del lado del pasillo; luego, se corrió hacia la ventana. Viajaba hasta la terminal. Miró por la ventana: todavía estaba lejos.
Subió una mujer al colectivo; Mario miró su asiento y esperó. La mujer pasó de largo. Mario pensaba.
(Es difícil conseguir un buen acompañante en el colectivo. Algunos invaden tu espacio personal, otros se duermen en vos, otros huelen muy mal, otros molestan con el periódico, o se mueven mucho, o hablan por celular, en tu oído, o repasan apuntes en voz alta... Los más peligrosos son, probablemente, los que andan con ruidosos walkie-talkies. O, más abundantes, los que no emplean auriculares para escuchan música.)
Subió un viejo, corto de estatura, que observó el asiento vacío pero avanzó hasta el fondo. Una chica con la panza al aire y otro viejo hicieron lo mismo.
(Mejor), pensó Mario, y giró su cabeza hacia la ventana.
Antes de llegar a mitad del camino subió un tipo de horrible aspecto, con la cara manchada y criminal. Se sentó al lado, sin mirarlo, la vista siempre fija en un punto indeterminado, hacia delante. Mario lo miró: el tipo no hizo nada. Mario miró a todos en el colectivo. Un asiento delante, dos mujeres conversaban en voz alta, el resto de los pasajeros permanecía callado. Algún viajante devolvió la mirada; la mayoría, no. Pocas caras hablaban el lenguaje gestual. Dos o tres estaban decididamente dormidas, incluso con la boca abierta. El resto eran rostros de hombre enfrentado al fotógrafo para una foto 3x3, rostros de DNI y registros, credenciales para la facultad y células del MERCOSUR. Talantes nulos, inexpresivos, borrados con liquid-paper, caricaturas de goma que apenas insinuaban los rasgos característicos.
(A veces pienso que soy el único que mira a la gente. Lo mismo en la calle, en el subte...)
El tipo horrible se bajó en San Justo, donde subió mucha gente. El colectivo se llenó; una señora se sentó al lado de Mario y colocó su cartera de cuero negro entre ambos. Luego pareció titubear y pensarlo mejor, dudó un rato en silencio, se mordió un labio. Mario empezó a contar, uno dos tres cuatro cinco seis siete... La mujer se movió rápidamente sutil y apoyó una mano sobre el cierre de la cartera. Entonces, descansó. Viajaron así hasta el final: la mano sobre el cuero negro, Mario arrinconado contra el cristal, la vista definitivamente perdida. Menos en el momento en que subió un borracho que preguntó si el colectivo llegaba a Ituizangó. No llegaba; todos los pasajeros lo vieron trastabillar hasta los escalones y doblar la esquina. La señora de al lado se relajó y comentó algo al respecto. Mario no contestó. La mujer le vio la cara y la encontró fea.
Volvió a afianzar la posición de la mano sobre su bolsa.
Mientras, en el asiento de adelante, otra mujer, menos preocupada, contaba dinero. Otra se comía las uñas. El colectivero, casi oculto en su rincón, bostezó.
Fue instantáneo, imprevisto, de nada sirvió el desesperado volantazo. Las ruedas giraron en el aire; el colectivo osciló un segundo en el que los pasajeros no supieron gritar. Luego todo se inclinó y cayó, abajo, hacia las rocas. Otros autos aminoraron la marcha cerca del precipicio para mirar. Los pasajeros, dentro del colectivo, rostros de piedra y hueso, permanecieron en sus incómodas posiciones como si nada hubiera pasado, siguieron durmiendo aunque Mario dejó escapar un grito largo y otro más. No pudieron entender lo sucedido.
16 Los ojos de vaca del padre
Dejá que te bese esa cabecita transpirada tuya, y seguí llorando en mis brazos mientras la gente se agolpa en el tren y diagnostica la causa de tu llanto mirándonos mal.
Tiene hambre, necesita leche, me dicen unas nenas que venden figuritas mientras te golpeo la espalda, despacito, y tu llanto sube y baja como las olas del mar. Tus ojos son lindos cuando llorás; me reprochás algo que yo no puedo darte, como la gente que me mira con el dolor de cabeza de tu llanto que no acaba nunca.
Llorá, vos que podés, llorá por mí, por los dos, mientras acomodo tus cabellos mojados sobre la frente como el gran emperador que no vamos a ser. Llorá, llorá mientras el tren nos mece y nuestra voz sube y baja en los carriles, hasta que lleguemos a la estación y me levante y me tropiece camino a la puerta pero no caiga, vos todavía entre mis brazos, hipando resignado, tu voz ya demasiado débil entre la batahola y el mundo que huye en Once.
Tiene hambre, necesita leche, me dicen unas nenas que venden figuritas mientras te golpeo la espalda, despacito, y tu llanto sube y baja como las olas del mar. Tus ojos son lindos cuando llorás; me reprochás algo que yo no puedo darte, como la gente que me mira con el dolor de cabeza de tu llanto que no acaba nunca.
Llorá, vos que podés, llorá por mí, por los dos, mientras acomodo tus cabellos mojados sobre la frente como el gran emperador que no vamos a ser. Llorá, llorá mientras el tren nos mece y nuestra voz sube y baja en los carriles, hasta que lleguemos a la estación y me levante y me tropiece camino a la puerta pero no caiga, vos todavía entre mis brazos, hipando resignado, tu voz ya demasiado débil entre la batahola y el mundo que huye en Once.
17 Rayuela
El libro tiene las esquinas de la tapa negra estropeadas. Son tapas blandas; sobre la mesa, un apoya-vasos con una leyenda en alemán. De abajo llegan murmullos, una mujer (la tipa del 2° 10, seguramente) le grita a su pareja. Decir que él no participa del conventillo en el barrio porque no baja nunca: tiene todo lo necesario en su rincón. Y no tendría que soportar los aullidos de la del 2° 10 de no ser porque no quiere que nadie entre a insonorizar la casa. No quiere abrir la puerta. Se conforma con pensar que entre los gritos y murmullos de los otros, a veces surge algo ridículo.
Es el último libro de la biblioteca el que está sobre la mesa. Es el último, el último de todos. Lo compró muchos años atrás en una feria multitudinaria, antes de que el rincón pasara a ser importante. Faltan cien hojas para que se termine, y sabe que no las va a leer jamás. No tendría que haberlo devorado tan rápido, piensa que no, que no, que tendría que haber sido más precavido, más prudente. Es el último libro del rincón que no abandona hace años, años que pasaron entre piel pálida y sol filtrándose por ventanas cerradas. Tendría que haber sido más precavido, piensa, mientras descubre que ya no se oyen los gritos. La del 2° 10 está franeleando abajo con el marido. Siempre hacen lo mismo, gritos de rabia, otros gritos. Los del barrio lo comentan entre risas, en la casa de la del 3° 9, en el lugar del PB 11. Siempre llegan los murmullos, las risitas entre el tintineo de las tacitas de té contra el plato y el fulgor de las lamparitas. Arriba, en el rincón, se escucha todo. Y él no lo abandona desde hace años. Pero ahora sólo faltan cien hojas y luego tendrá que encontrar una nueva distracción.
Cuando al fin se había dado cuenta realmente de lo que estaba haciendo, ese día lejano en que cerró la puerta y las ventanas, con treinta y tres años recién cumplidos y nada de barba en el rostro, creyó que todo eso iba a ser suficiente. Tenía para sobrevivir, tenía para distraerse, lo necesario para no volverse loco. Tenía todo, lejos del sudor de la del 2° 10 pegada a la cama y de las masas del 5° 12 y el alcohol del 3° 11. Tenía lo suficiente: dos valijas de libros que habían sido llenadas varias veces, la tele, plata, suficiente alimentos imperecederos, lapiceras, diez cuadernos, orejas, ojos, tenía, tenía, se tenía a él mismo y el tiempo y el lugar. Tenía unos cómplices afuera: el del 3°11 y su hermano menor, que le pagaba las facturas y le alcanzaba las cartas. Por muchos años. Pero eso era antes; el hermano del 3°11 había crecido, se había ido, después se había ido el otro hermano, el viejo, y el que era un pibe había vuelto grande y serio pero no había vuelto nunca, nunca más detrás de la puerta que separaba al rincón de mundo, y ahora sólo quedaban cien hojas. Los cuadernos se habían gastado hace mucho, antes de que la piel empalideciera tanto y sus rodillas empezaran a doler. La gente con la que intercambiaba ideas había muerto con las cartas, con el teléfono cortado, y ahora sólo quedaban cien hojas. Hacía mucho la realidad, lo que se dice realidad, era algo demasiado inexacto como para que le fuera factible definirlo, como para que pudiera saber bien cómo seguía funcionándole el cuerpo y qué había sido del colchón o la heladera o el televisor. Pero sólo quedaban cien hojas, y luego, los gritos de la del 2° 10 y los hijos del divorciado de PB 9 y el guitarrista del 3° 12. La vieja rica del 3°9, incluso el cuarto vacío del 4°10, donde dormitaba alguien pero nunca se escuchaba nada, nada más que pasos desnudos de pies flacos. Y además, los ruidos de allá afuera: a lo lejos lo que parecía un circo, un almacén enfrente, la arenga de la iglesia evangelista al lado; esos ruidos de más allá de los postigos de las ventanas cerradas. Eso, eso después de las cien hojas –pero no iba a leerlas. Siempre era posible releer, claro. Quizás ya hubiera releído sin darse cuenta. Siempre era posible escuchar, también. Pero ahora el barrio estaba silencioso; la luz no se filtraba por la ventana cerrada. Algo cantaba monótonamente afuera. Ya no podría leer; quizás podría pasar así el resto de los días, hasta que por fin pudiera saber el final, conocer las letras del fin del libro de tapas negras. Sí, seguir así como el día de hoy, como las últimas semanas.
La biblioteca exudaba un olor a humedad, él se abrazó las rodillas y jugueteó con una lapicera, acariciando el papel. Escuchó el goteo de una canilla, dos pisos abajo. Quedaban cien hojas, nada más.
Es el último libro de la biblioteca el que está sobre la mesa. Es el último, el último de todos. Lo compró muchos años atrás en una feria multitudinaria, antes de que el rincón pasara a ser importante. Faltan cien hojas para que se termine, y sabe que no las va a leer jamás. No tendría que haberlo devorado tan rápido, piensa que no, que no, que tendría que haber sido más precavido, más prudente. Es el último libro del rincón que no abandona hace años, años que pasaron entre piel pálida y sol filtrándose por ventanas cerradas. Tendría que haber sido más precavido, piensa, mientras descubre que ya no se oyen los gritos. La del 2° 10 está franeleando abajo con el marido. Siempre hacen lo mismo, gritos de rabia, otros gritos. Los del barrio lo comentan entre risas, en la casa de la del 3° 9, en el lugar del PB 11. Siempre llegan los murmullos, las risitas entre el tintineo de las tacitas de té contra el plato y el fulgor de las lamparitas. Arriba, en el rincón, se escucha todo. Y él no lo abandona desde hace años. Pero ahora sólo faltan cien hojas y luego tendrá que encontrar una nueva distracción.
Cuando al fin se había dado cuenta realmente de lo que estaba haciendo, ese día lejano en que cerró la puerta y las ventanas, con treinta y tres años recién cumplidos y nada de barba en el rostro, creyó que todo eso iba a ser suficiente. Tenía para sobrevivir, tenía para distraerse, lo necesario para no volverse loco. Tenía todo, lejos del sudor de la del 2° 10 pegada a la cama y de las masas del 5° 12 y el alcohol del 3° 11. Tenía lo suficiente: dos valijas de libros que habían sido llenadas varias veces, la tele, plata, suficiente alimentos imperecederos, lapiceras, diez cuadernos, orejas, ojos, tenía, tenía, se tenía a él mismo y el tiempo y el lugar. Tenía unos cómplices afuera: el del 3°11 y su hermano menor, que le pagaba las facturas y le alcanzaba las cartas. Por muchos años. Pero eso era antes; el hermano del 3°11 había crecido, se había ido, después se había ido el otro hermano, el viejo, y el que era un pibe había vuelto grande y serio pero no había vuelto nunca, nunca más detrás de la puerta que separaba al rincón de mundo, y ahora sólo quedaban cien hojas. Los cuadernos se habían gastado hace mucho, antes de que la piel empalideciera tanto y sus rodillas empezaran a doler. La gente con la que intercambiaba ideas había muerto con las cartas, con el teléfono cortado, y ahora sólo quedaban cien hojas. Hacía mucho la realidad, lo que se dice realidad, era algo demasiado inexacto como para que le fuera factible definirlo, como para que pudiera saber bien cómo seguía funcionándole el cuerpo y qué había sido del colchón o la heladera o el televisor. Pero sólo quedaban cien hojas, y luego, los gritos de la del 2° 10 y los hijos del divorciado de PB 9 y el guitarrista del 3° 12. La vieja rica del 3°9, incluso el cuarto vacío del 4°10, donde dormitaba alguien pero nunca se escuchaba nada, nada más que pasos desnudos de pies flacos. Y además, los ruidos de allá afuera: a lo lejos lo que parecía un circo, un almacén enfrente, la arenga de la iglesia evangelista al lado; esos ruidos de más allá de los postigos de las ventanas cerradas. Eso, eso después de las cien hojas –pero no iba a leerlas. Siempre era posible releer, claro. Quizás ya hubiera releído sin darse cuenta. Siempre era posible escuchar, también. Pero ahora el barrio estaba silencioso; la luz no se filtraba por la ventana cerrada. Algo cantaba monótonamente afuera. Ya no podría leer; quizás podría pasar así el resto de los días, hasta que por fin pudiera saber el final, conocer las letras del fin del libro de tapas negras. Sí, seguir así como el día de hoy, como las últimas semanas.
La biblioteca exudaba un olor a humedad, él se abrazó las rodillas y jugueteó con una lapicera, acariciando el papel. Escuchó el goteo de una canilla, dos pisos abajo. Quedaban cien hojas, nada más.
Etiquetas:
17,
el del 3ero 11,
el loco del altillo,
viernes
18 López
I
Le tenía miedo a los espacios en blanco, a cualquier espacio escribible que permaneciera impoluto. Por eso había comenzado por eliminar todos los papeles de su casa. Pero no había bastado, así que más tarde, y no sin algo de tristeza, había eliminado la computadora. No se dio el gusto de tirarla por la ventana tras tantos años de maltrato psicológico: prefirió regalársela a su primo, que se había mudado a un departamentucho y tenía un salario que apenas alcanzaba para pagar los gastos de los servicios y el alquiler. Eso tampoco había bastado. La heladera era blanca, las paredes también. Cuando las enfrentaba sentía sus ruegos, sus peticiones. Y no podía refugiar su mirada en el piso, que aunque era de madera, también resultaba escribible. Las almohadas, cubiertas de tela celeste, le reprochaban su dejadez cuando ocultaba la cabeza en ellas para no ver. Los lápices sobre el escritorio -un escritorio de fresno apenas dañado por una o dos gotas de tinta, un escritorio en blanco-, las lapiceras en la mochila, las brochas en el armario, todo le señalaba su falta y le recordaba su temor.
II
Había comenzado a salir de casa llevando a cuestas un bolso lleno de lapiceras y pinturas. Al principio se había limitado a dibujar rayas en las superficies que se cruzaban en su camino, luego había intentado con palabras. Nunca armaba frases. Los vecinos de la cuadra comenzaban a quejarse por el aspecto de las veredas, el asfalto y las otrora blanquísimas paredes. Algunos habían renunciado a dormir de noche para poder atrapar al vándalo que molestaba con sus travesuras. La mayoría había renunciado a pintar las paredes, o se había mudado.
Pero eso, todo eso tampoco había bastado. No había bastado con cubrir su cuerpo hasta el punto de no dejar un sólo espacio desconocedor de la tinta, no había resultado suficiente vender los libros, que tenían esos molestos márgenes blancos. A pesar de todo, las cosas seguían siendo escribibles. Las lapiceras se empeñaban en recordárselo.
III
Mirar por la ventana no era una buena forma de evadirse: aunque en la calle revoloteaban los autos y las cabezas de personas, incómodas y móviles, el cielo eternamente gris se semejaba al papel reciclado que hacía con su hermano. Un papel donde solían escribir tarjetas de navidad o de cumpleaños, y que a veces rompían en pedacitos para no ver que había quedado feo. El cielo, gris, el papel de su infancia...
IV
Al final, los vecinos consiguieron embellecer la ciudad. Limpiaron las paredes, pintaron las cercas y arreglaron los baches de las calles. La única casa que permaneció ajena a los cambios fue la de López, que un día había enterrado algo en el patio y cerrado las ventanas y desde entonces no las había vuelvo a abrir. Los vecinos llamaron a la policía después de que los insistentes golpes a la puerta no rindieran fruto; como la policía nunca se había presentado, entraron cinco fisgones. Entonces descubrieron que López, que tan serio parecía, había sido quien cometiera el vandalismo en la ciudad, pero no lo encontraron a él. La casa estaba oscura porque las ventanas no podían abrirse y las lámparas no tenían focos; la señora Estela y Lucho, el pibe de la casa de la esquina, fueron quienes regresaron a sus viviendas para buscar linternas. Mientras tanto, más gente se había instalado en el patio del señor López y pisaba sus pensamientos y sus jacintos: mujeres hermosas, flacos fumadores con lentes, nenes de rodillas nudosas, señores, viejas. La noticia de que la casa del vándalo era casi una obra de arte contemporáneo había corrido de boca en boca. Para cuando Lucho y Estela volvieron, ya había suficientes linternas y muchas personas dentro de la casa, así que tuvieron que quedarse esperando en el patio. Se había armado una cola de gente que esperaba su turno para poder entrar: algunos mandaban a sus hijos a buscar comida porque parecía que la espera iba a ser larga. Al final, pasaron, y a eso de las seis de la tarde todos se alejaron de la casa. Cada uno se había llevado algo, pero el que había tenido la idea había sido Lucho, que junto con sus dos hermanos se había apoderado de la heladera. Estaba algo asquerosa, porque López había pintado el interior con una mezcla de ketchup y mostaza, pero Lucho había asegurado que podía servir, y a partir de entonces nadie se había abstenido de recoger algo.
V
Los últimos en irse fueron Caro y los chicos de Claudia, un par de adolescentes que recordaron que el señor López había enterrado algo en el patio. Los demás se fueron porque dijeron que el bulto era muy chico como para ser un cadáver y que los objetos de valor ya habían sido retirados de la casa. Cuando escucharon esto, los hijos de Claudia quisieron irse también, pero se quedaron porque Caro les pidió que la ayudaran a cavar. Caro creía que había algo muy importante enterrado, y se llevó un chasco bien grande cuando sólo encontraron una bolsa llena de tizas, lápices, pinceles y lapiceras. Los hijos de Claudia la miraron mal y se fueron murmurando algo por lo bajo. Ella se quedó un rato ahí, con las manos llenas de tierra y el enfado escapando de sus mejillas, pero al final se levantó, recogió la pala y volvió a casa. Pero con la bolsa de plástico en una de las manos: le podía servir para dibujar.
Le tenía miedo a los espacios en blanco, a cualquier espacio escribible que permaneciera impoluto. Por eso había comenzado por eliminar todos los papeles de su casa. Pero no había bastado, así que más tarde, y no sin algo de tristeza, había eliminado la computadora. No se dio el gusto de tirarla por la ventana tras tantos años de maltrato psicológico: prefirió regalársela a su primo, que se había mudado a un departamentucho y tenía un salario que apenas alcanzaba para pagar los gastos de los servicios y el alquiler. Eso tampoco había bastado. La heladera era blanca, las paredes también. Cuando las enfrentaba sentía sus ruegos, sus peticiones. Y no podía refugiar su mirada en el piso, que aunque era de madera, también resultaba escribible. Las almohadas, cubiertas de tela celeste, le reprochaban su dejadez cuando ocultaba la cabeza en ellas para no ver. Los lápices sobre el escritorio -un escritorio de fresno apenas dañado por una o dos gotas de tinta, un escritorio en blanco-, las lapiceras en la mochila, las brochas en el armario, todo le señalaba su falta y le recordaba su temor.
II
Había comenzado a salir de casa llevando a cuestas un bolso lleno de lapiceras y pinturas. Al principio se había limitado a dibujar rayas en las superficies que se cruzaban en su camino, luego había intentado con palabras. Nunca armaba frases. Los vecinos de la cuadra comenzaban a quejarse por el aspecto de las veredas, el asfalto y las otrora blanquísimas paredes. Algunos habían renunciado a dormir de noche para poder atrapar al vándalo que molestaba con sus travesuras. La mayoría había renunciado a pintar las paredes, o se había mudado.
Pero eso, todo eso tampoco había bastado. No había bastado con cubrir su cuerpo hasta el punto de no dejar un sólo espacio desconocedor de la tinta, no había resultado suficiente vender los libros, que tenían esos molestos márgenes blancos. A pesar de todo, las cosas seguían siendo escribibles. Las lapiceras se empeñaban en recordárselo.
III
Mirar por la ventana no era una buena forma de evadirse: aunque en la calle revoloteaban los autos y las cabezas de personas, incómodas y móviles, el cielo eternamente gris se semejaba al papel reciclado que hacía con su hermano. Un papel donde solían escribir tarjetas de navidad o de cumpleaños, y que a veces rompían en pedacitos para no ver que había quedado feo. El cielo, gris, el papel de su infancia...
IV
Al final, los vecinos consiguieron embellecer la ciudad. Limpiaron las paredes, pintaron las cercas y arreglaron los baches de las calles. La única casa que permaneció ajena a los cambios fue la de López, que un día había enterrado algo en el patio y cerrado las ventanas y desde entonces no las había vuelvo a abrir. Los vecinos llamaron a la policía después de que los insistentes golpes a la puerta no rindieran fruto; como la policía nunca se había presentado, entraron cinco fisgones. Entonces descubrieron que López, que tan serio parecía, había sido quien cometiera el vandalismo en la ciudad, pero no lo encontraron a él. La casa estaba oscura porque las ventanas no podían abrirse y las lámparas no tenían focos; la señora Estela y Lucho, el pibe de la casa de la esquina, fueron quienes regresaron a sus viviendas para buscar linternas. Mientras tanto, más gente se había instalado en el patio del señor López y pisaba sus pensamientos y sus jacintos: mujeres hermosas, flacos fumadores con lentes, nenes de rodillas nudosas, señores, viejas. La noticia de que la casa del vándalo era casi una obra de arte contemporáneo había corrido de boca en boca. Para cuando Lucho y Estela volvieron, ya había suficientes linternas y muchas personas dentro de la casa, así que tuvieron que quedarse esperando en el patio. Se había armado una cola de gente que esperaba su turno para poder entrar: algunos mandaban a sus hijos a buscar comida porque parecía que la espera iba a ser larga. Al final, pasaron, y a eso de las seis de la tarde todos se alejaron de la casa. Cada uno se había llevado algo, pero el que había tenido la idea había sido Lucho, que junto con sus dos hermanos se había apoderado de la heladera. Estaba algo asquerosa, porque López había pintado el interior con una mezcla de ketchup y mostaza, pero Lucho había asegurado que podía servir, y a partir de entonces nadie se había abstenido de recoger algo.
V
Los últimos en irse fueron Caro y los chicos de Claudia, un par de adolescentes que recordaron que el señor López había enterrado algo en el patio. Los demás se fueron porque dijeron que el bulto era muy chico como para ser un cadáver y que los objetos de valor ya habían sido retirados de la casa. Cuando escucharon esto, los hijos de Claudia quisieron irse también, pero se quedaron porque Caro les pidió que la ayudaran a cavar. Caro creía que había algo muy importante enterrado, y se llevó un chasco bien grande cuando sólo encontraron una bolsa llena de tizas, lápices, pinceles y lapiceras. Los hijos de Claudia la miraron mal y se fueron murmurando algo por lo bajo. Ella se quedó un rato ahí, con las manos llenas de tierra y el enfado escapando de sus mejillas, pero al final se levantó, recogió la pala y volvió a casa. Pero con la bolsa de plástico en una de las manos: le podía servir para dibujar.
21 Armisticio
En su desesperación, prometió serle fiel a cualquiera que lo descubriera. Por eso, cuando los bichos comenzaron a invadir la casa, los recibió gustoso. Veía en el movimiento de las antenitas y en los ojos vacíos muestras de amistad.
Realizó grandes banquetes de fruta y dulces, limitó definitivamente la limpieza a su propio cuerpo, y caminó con cuidado y sigilo por los pasillos oscuros y los recintos que olían a rancio. Fue ardua la tarea de acostumbrarse a esa vida tan sacrificada, pero triunfó, y pudo irse a dormir todas las noches sabiendo que estaba acompañado. Los bichos vigilaban su sueño.
Realizó grandes banquetes de fruta y dulces, limitó definitivamente la limpieza a su propio cuerpo, y caminó con cuidado y sigilo por los pasillos oscuros y los recintos que olían a rancio. Fue ardua la tarea de acostumbrarse a esa vida tan sacrificada, pero triunfó, y pudo irse a dormir todas las noches sabiendo que estaba acompañado. Los bichos vigilaban su sueño.
22 Las insólitas aventuras de Pablo Costa
Hola, pibe. Así que volviste. A que no sabés para qué. ¿Qué buscás? ¿Entretenimiento? La vida es una mierda, y acá no vas a encontrar diversión, ya te lo dije, se te va a congelar el culo sentado en el piso allá afuera. No, ya no tengo cartas; no me quedan hojas. No, no quiero que me compres. No, el dinero se gasta pibe: decile a tu hermano que no pague. No. No tengo mucho que contarte, fijate que ya te aburrís y no te dije nada. No, no hay mucho que contar sobre mí, te dije mil veces eso. Mi vida es como la de Pablo Costa pero menos colorida, sin un sólido pedestal de memorias sobre el que sostenerse. Sí, Costa el vecino. Sí, conozco algo de esa historia, ¿no entendés que acá se escucha todo? Nah. Mejor contame primero qué hay de nuevo en el mundo. ¿Nada hoy, nada? Al final la cosa no cambia tanto. Y bueno, ya que querés... Pero es la última vez, esta. Me hago viejo y tengo cosas que hacer, mil cosas, y vos también estás grande. Te voy a pasar lo que me queda de guita, confío en vos. Administrala como quieras, sólo te pido que me pagués el agua, o que le digas a tu hermano. Sí, pero esta es la última vez. Después no vuelvas más.
Y bueno, Costa... Costa era un personaje, ¿sabés? Un tipo bueno, como todos nosotros, que se mandó las mismas cagadas que uno hace sólo de vez en cuando, por timidez. Robó en una tienda de souvenirs, allá en Córdoba, cuando era pibe. Cada tanto se colaba gratis en los colectivos repletos de gente. A veces tiraba papeles de golosina al suelo. Nunca amó lo suficiente a ninguna mujer, si eso es importante. En fin, se había domesticado. Ya conoces la historia, o si no mirá a cualquier tipo de mediana edad en el tren, puteando al pasar al suicida que retrasa la tarde, con nostalgia en los ojos, con ojeras del cansancio que no cura la almohada y la espalda apaleada por el día. Ese era nuestro Costa, probablemente otros; ese podría haber sido yo. Pero a Costa... a Costa lo mataba la ansiedad de algo indefinible, pibe. Igual no sorprende, pero en él todo eso tomó un rumbo que yo habría reprimido sin pensarlo mucho, si hubiera estado en su lugar. Por eso te lo cuento. Aunque te aviso que no te va a servir de nada, porque esta no es una historia con moraleja, porque es algo real, que le pasó a alguien de carne y hueso, y esas historias no tienen moraleja, ni siquiera tienen final. Son tan complejas que casi da vergüenza contarlas del modo en que lo voy a hacer. Pero nadie más conoce a Costa como lo conocí yo, que fue poco. El tipo era silencioso y solitario, aburrido. A veces le contaba algo a alguno de esos amigos que lo visitaban, pero nunca del todo, siempre se terminaba callando. Él tampoco creía tener mucho que decir.
Costa vivía con su madre, como sabés, aunque no sé si llegaste a conocerla. Trabajaba durante el día, cocinaba para la vieja durante la noche, miraba tele y dormía. Habría seguido así hasta el funeral de Norma de no ser por la ansiedad. Uno podría decir que la verdadera historia de Costa empezó el día en que entró por trigésima vez al supermercadito chino o coreano o lo que sea de mitad de cuadra y escuchó el diálogo ese ininteligible de los patrones. Era de tarde, ya, un lunes, un principio de semana. La chica que atendía era de acá del barrio pero no del edificio; pasaba los artículos con desgano sobre la lectora de código de barras como si fuera un robot. Siempre era el mismo “pip, pip” de la máquina. Detrás, la pareja de chinos discutía en ese idioma ininteligible. Costa los miró. Eran iguales a todos los chinos que conocía. Los chinos lo miraban pensando lo mismo. A veces lo señalaban, pero no se dirigían a él. No era la primera vez que pasaba. Costa no entendía las palabras chillonas, ¿sabés?, ese “charlar por la espalda”, en un “a escondidas” evidente. Se sentía implicado, aunque sin motivos. Como si dijeran algo de él, sobre él. Lo inquietaban. La chica terminó con los artículos y le dijo el total. Masticaba chicle. Costa le pagó. Los chinos lo veían. Costa les pagó y se fue, y la pareja siguió discutiendo.
Digamos que eso ocurrió un cuatro de abril. Recién en octubre Costa se decidió a estudiar chino. Quería saber qué decían, tan seguros en el escondrijo de su lengua. A partir de entonces la cosas se precipitaron, pero su vida siguió igual: trabajando de día, estudiando de noche, durmiendo. Le preparaba la comida a Norma los domingos, y dejaba que ella la calentara en el microondas nuevo durante la semana. Se sentía bien, casi contento: estudiaba cuando podía, en todo momento, con esa voracidad que nunca había dedicado a ninguna mina, ni siquiera a sí mismo. Era un curso acelerado, pero estudió durante cinco años, cinco años redondos, hasta que se sintió seguro de poder entender esa lengua que antes le había parecido vertiginosa. Entonces volvió al supermercadito de mitad de cuadra con la llave del departamento abultando en el bolsillo. La tarde comenzaba a ser engullida por la noche, pero las luces de la calle todavía no habían sido prendidas. La ansiedad le pesaba en la garganta, en las luces de neón del supermercado y las baldosas sucias del suelo. Las góndolas. La sección de carnicería. La de lácteos. La caja. Otra chica, una pibita, pasando los artículos con desgano. Los chinos que habían empezado a discutir, detrás. Todo seguía igual, pero las palabras eran penetrables, pibe, y Costa sonrió cuando entendió lo que decían. Lo miraban, pero nada tenía que ver con él. Nada tenía que ver con nadie, nada tenía la más mínima importancia. Costa sonrió entre el “pip, pip” de la máquina registradora y sintió que las palabras acudían solas a su boca, que se estrellaban contra los dientes y se abrían paso a borbotones, en un murmullo entrecortado que había empezado mal y terminó peor, que fue ininteligible como todo en los comienzos. “Los entiendo”, articuló con esa voz de voyeur ansioso por ser descubierto, ¿viste?, con un tono así pero que decreció hasta ser un mascullo. Costa los entendía, pero ellos no a él. La ansiedad era un nudo en la garganta, y el error inicial le parecía irremediable. Le ardían las orejas. Los chinos lo miraban de reojo, sin alterar la expresión de siempre, de indiferencia atenta. La chica terminaba de cobrar.
Costa volvió a casa temprano, cuando las luces recién encendidas comenzaban a bañar las calles con el amarillo viejo y escaso. Le preparó la cena a su madre, lavó los platos y se fue a dormir. Y nunca más volvió a hablar con los chinos. Los escuchaba en sus discusiones inútiles, en sus peleas matrimoniales, en sus críticas insulsas que daban por descontada la ignorancia de los oídos en los alrededores. Cuando era necesario, se comunicaba en español, y los escuchaba en su enredo de erres y eles. Y así siguió la vida para Costa, incluso después de que murió su madre y ya no tuvo para quién trabajar de día o cocinar de noche.
Era un tipo taciturno, Pablo Costa, y silencioso. Sus historias se apagaban en sus labios y te dejaba esa sensación de vacío y hambre y bronca, se morían tal como se acallan las palabras sin sentido, como enmudece hoy cualquiera que no sea medianamente vanidoso. Porque esta vida es una mierda, pibe, porque te hace darte cuenta que ya no sabes qué, con quién o para qué contar. Y entonces te callás, claro, y en el silencio final sólo le preguntás al otro: ¿cómo es que todavía no te fuiste de acá?
Y bueno, Costa... Costa era un personaje, ¿sabés? Un tipo bueno, como todos nosotros, que se mandó las mismas cagadas que uno hace sólo de vez en cuando, por timidez. Robó en una tienda de souvenirs, allá en Córdoba, cuando era pibe. Cada tanto se colaba gratis en los colectivos repletos de gente. A veces tiraba papeles de golosina al suelo. Nunca amó lo suficiente a ninguna mujer, si eso es importante. En fin, se había domesticado. Ya conoces la historia, o si no mirá a cualquier tipo de mediana edad en el tren, puteando al pasar al suicida que retrasa la tarde, con nostalgia en los ojos, con ojeras del cansancio que no cura la almohada y la espalda apaleada por el día. Ese era nuestro Costa, probablemente otros; ese podría haber sido yo. Pero a Costa... a Costa lo mataba la ansiedad de algo indefinible, pibe. Igual no sorprende, pero en él todo eso tomó un rumbo que yo habría reprimido sin pensarlo mucho, si hubiera estado en su lugar. Por eso te lo cuento. Aunque te aviso que no te va a servir de nada, porque esta no es una historia con moraleja, porque es algo real, que le pasó a alguien de carne y hueso, y esas historias no tienen moraleja, ni siquiera tienen final. Son tan complejas que casi da vergüenza contarlas del modo en que lo voy a hacer. Pero nadie más conoce a Costa como lo conocí yo, que fue poco. El tipo era silencioso y solitario, aburrido. A veces le contaba algo a alguno de esos amigos que lo visitaban, pero nunca del todo, siempre se terminaba callando. Él tampoco creía tener mucho que decir.
Costa vivía con su madre, como sabés, aunque no sé si llegaste a conocerla. Trabajaba durante el día, cocinaba para la vieja durante la noche, miraba tele y dormía. Habría seguido así hasta el funeral de Norma de no ser por la ansiedad. Uno podría decir que la verdadera historia de Costa empezó el día en que entró por trigésima vez al supermercadito chino o coreano o lo que sea de mitad de cuadra y escuchó el diálogo ese ininteligible de los patrones. Era de tarde, ya, un lunes, un principio de semana. La chica que atendía era de acá del barrio pero no del edificio; pasaba los artículos con desgano sobre la lectora de código de barras como si fuera un robot. Siempre era el mismo “pip, pip” de la máquina. Detrás, la pareja de chinos discutía en ese idioma ininteligible. Costa los miró. Eran iguales a todos los chinos que conocía. Los chinos lo miraban pensando lo mismo. A veces lo señalaban, pero no se dirigían a él. No era la primera vez que pasaba. Costa no entendía las palabras chillonas, ¿sabés?, ese “charlar por la espalda”, en un “a escondidas” evidente. Se sentía implicado, aunque sin motivos. Como si dijeran algo de él, sobre él. Lo inquietaban. La chica terminó con los artículos y le dijo el total. Masticaba chicle. Costa le pagó. Los chinos lo veían. Costa les pagó y se fue, y la pareja siguió discutiendo.
Digamos que eso ocurrió un cuatro de abril. Recién en octubre Costa se decidió a estudiar chino. Quería saber qué decían, tan seguros en el escondrijo de su lengua. A partir de entonces la cosas se precipitaron, pero su vida siguió igual: trabajando de día, estudiando de noche, durmiendo. Le preparaba la comida a Norma los domingos, y dejaba que ella la calentara en el microondas nuevo durante la semana. Se sentía bien, casi contento: estudiaba cuando podía, en todo momento, con esa voracidad que nunca había dedicado a ninguna mina, ni siquiera a sí mismo. Era un curso acelerado, pero estudió durante cinco años, cinco años redondos, hasta que se sintió seguro de poder entender esa lengua que antes le había parecido vertiginosa. Entonces volvió al supermercadito de mitad de cuadra con la llave del departamento abultando en el bolsillo. La tarde comenzaba a ser engullida por la noche, pero las luces de la calle todavía no habían sido prendidas. La ansiedad le pesaba en la garganta, en las luces de neón del supermercado y las baldosas sucias del suelo. Las góndolas. La sección de carnicería. La de lácteos. La caja. Otra chica, una pibita, pasando los artículos con desgano. Los chinos que habían empezado a discutir, detrás. Todo seguía igual, pero las palabras eran penetrables, pibe, y Costa sonrió cuando entendió lo que decían. Lo miraban, pero nada tenía que ver con él. Nada tenía que ver con nadie, nada tenía la más mínima importancia. Costa sonrió entre el “pip, pip” de la máquina registradora y sintió que las palabras acudían solas a su boca, que se estrellaban contra los dientes y se abrían paso a borbotones, en un murmullo entrecortado que había empezado mal y terminó peor, que fue ininteligible como todo en los comienzos. “Los entiendo”, articuló con esa voz de voyeur ansioso por ser descubierto, ¿viste?, con un tono así pero que decreció hasta ser un mascullo. Costa los entendía, pero ellos no a él. La ansiedad era un nudo en la garganta, y el error inicial le parecía irremediable. Le ardían las orejas. Los chinos lo miraban de reojo, sin alterar la expresión de siempre, de indiferencia atenta. La chica terminaba de cobrar.
Costa volvió a casa temprano, cuando las luces recién encendidas comenzaban a bañar las calles con el amarillo viejo y escaso. Le preparó la cena a su madre, lavó los platos y se fue a dormir. Y nunca más volvió a hablar con los chinos. Los escuchaba en sus discusiones inútiles, en sus peleas matrimoniales, en sus críticas insulsas que daban por descontada la ignorancia de los oídos en los alrededores. Cuando era necesario, se comunicaba en español, y los escuchaba en su enredo de erres y eles. Y así siguió la vida para Costa, incluso después de que murió su madre y ya no tuvo para quién trabajar de día o cocinar de noche.
Era un tipo taciturno, Pablo Costa, y silencioso. Sus historias se apagaban en sus labios y te dejaba esa sensación de vacío y hambre y bronca, se morían tal como se acallan las palabras sin sentido, como enmudece hoy cualquiera que no sea medianamente vanidoso. Porque esta vida es una mierda, pibe, porque te hace darte cuenta que ya no sabes qué, con quién o para qué contar. Y entonces te callás, claro, y en el silencio final sólo le preguntás al otro: ¿cómo es que todavía no te fuiste de acá?
Etiquetas:
22,
el loco del altillo,
Norma,
Pablo Costa,
viernes
23 Malena
Una sucesión de manchas en un lienzo infinito, redondo. Supongo que pasaron las épocas en las que nos queríamos decir mil cosas, la época de metafísicas y desesperadas búsquedas de sentido. Los buscamos, no los encontramos, y no dimos cuenta de que buscarlos ya no era sentido, de que ya no lo necesitábamos.
...hablo por dos, por cincuenta, pero todavía espero, a veces, que me contradigas. Hasta ahora siempre estuviste un paso delante, como volviendo, y no me sorprendiste en modo alguno. Creo que yo te sorprendo más, desde el pasado que tratás de recuperar infructuosamente, aunque siempre sea demasiado joven a pesar de estos años que pasan.
Todo se fue al carajo y nos acostumbramos, porque todo siempre fue un carajo. Y sin embargo boqueamos pasado por los ojos, como un pez arrancado demasiado pronto del agua. Pero estoy siendo injusta, y hoy en día no está permitido que los sentimientos sean injustos, la normalización viene de adentro en un chaleco de fuerzas sentimental. Todo debe ser mesurado en esta desmesura cotidiana, todo relativo.
Me gustaría creer que no me extrañás como yo te extraño a vos, porque así podría borrarte definitivamente y mirar a otro lado, y reconstruir de nuevo un mundo placentero donde todo me dé motivos para escribir y nada haya de tedioso, inenarrable en nosotros.
...hablo por dos, por cincuenta, pero todavía espero, a veces, que me contradigas. Hasta ahora siempre estuviste un paso delante, como volviendo, y no me sorprendiste en modo alguno. Creo que yo te sorprendo más, desde el pasado que tratás de recuperar infructuosamente, aunque siempre sea demasiado joven a pesar de estos años que pasan.
Todo se fue al carajo y nos acostumbramos, porque todo siempre fue un carajo. Y sin embargo boqueamos pasado por los ojos, como un pez arrancado demasiado pronto del agua. Pero estoy siendo injusta, y hoy en día no está permitido que los sentimientos sean injustos, la normalización viene de adentro en un chaleco de fuerzas sentimental. Todo debe ser mesurado en esta desmesura cotidiana, todo relativo.
Me gustaría creer que no me extrañás como yo te extraño a vos, porque así podría borrarte definitivamente y mirar a otro lado, y reconstruir de nuevo un mundo placentero donde todo me dé motivos para escribir y nada haya de tedioso, inenarrable en nosotros.
24 To hold infinity
Me tiré al río y salí con la ropa mojada, pero con la piel seca. Apenas se humedecieron las puntas de los dedos, que mojé en el océano bucal alguna vez, para arrancar el tributo de piel blanda.
Parece que me acostumbré a la ansiedad, sensación adictiva que te ubica a un paso de caer por las escaleras, a un paso de descender alegremente al magnífico infierno de lozana algarabía. Yo estoy cayendo, rodando, golpeándome la cabeza contra los escalones: es la única forma que conozco de bajar. Tiro la dignidad a la basura, y dejo que se me quiebren las piernas, se me disloquen los brazos y fisuren las costillas. Disfruto más la tarea de reconstruir que la de crear. O mejor, disfruto el eterno juego de desanudar el hilo para volver a formar el nudo: nunca idéntico, pero nunca demasiado lejos de la partida.
Cuando toco suelo, todavía temo, ansío algunos otros escalones; después es cuestión de sanar, de acomodar las partes, de coser los miembros y emparchar los huecos. Hasta la próxima gran caída, el bungee jumping al vacío y el tirón de lo finito.
Parece que me acostumbré a la ansiedad, sensación adictiva que te ubica a un paso de caer por las escaleras, a un paso de descender alegremente al magnífico infierno de lozana algarabía. Yo estoy cayendo, rodando, golpeándome la cabeza contra los escalones: es la única forma que conozco de bajar. Tiro la dignidad a la basura, y dejo que se me quiebren las piernas, se me disloquen los brazos y fisuren las costillas. Disfruto más la tarea de reconstruir que la de crear. O mejor, disfruto el eterno juego de desanudar el hilo para volver a formar el nudo: nunca idéntico, pero nunca demasiado lejos de la partida.
Cuando toco suelo, todavía temo, ansío algunos otros escalones; después es cuestión de sanar, de acomodar las partes, de coser los miembros y emparchar los huecos. Hasta la próxima gran caída, el bungee jumping al vacío y el tirón de lo finito.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)