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01 Anxiety (Boris Artzybasheff)

Ahora se van a escapar de mí como hacen siempre, porque les gusta huir y yo... ¿cuándo pude yo hacer algo para detenerlas? Muy raras veces atrapo a unas pocas, sólo a unas pocas gotas que no hacen más que acrecentar mi sed: es tan cruel, disfrutar de algo que nos está negado; con el tiempo, el recuerdo de esas oportunidades desaprovechadas cuando aún no sabíamos acaba volviéndonos locos. Eso y la larga espera, la ansiedad, la certeza de que lo deseado no va a llegar, al menos no ahora, que es cuando resulta necesario. Las paredes intangibles se cierran alrededor y la garganta chilla en un concierto de agujas amigdalíticas: uno se siente cercado por todos lados, con un infinito espacio para correr, pero cercado. A veces la falta de muros que tirar abajo es más difícil de afrontar, abruman las posibilidades infinitas pero perduran esas paredes intangibles que se cierran alrededor, esas paredes anexadas de las que no se puede huir corriendo, esas paredes que no amenazan dolor físico y a veces por eso mismo son peores, porque no hay motivo para llevarles el apunte, no hay motivo para temerles, y sin embargo...



... Un mundo baila y el hombre baila con él observando los destellos líquidos, sintiendo el roce del tiempo, proyectando obstáculos a su alrededor. Las melodías cambian; la figura se desmiembra en la danza de espacio y tiempo y se reconstruye a sí misma con aguja, entre parches y remiendos tomados de papeles y semillas, de pelusas y tachos de lata olvidados en los rincones oscuros. Las paredes se concretan y desmoronan indiferentes; el aquelarre diurno se vuelve salvaje, orgiástico, igual de tirano y desenfrenado para el hombre que ya no percibe los muros con la vista pero los siente igual sin poder decirlo, sin poder hacerse oír en el pandemónium mental que lo pierde en un laberinto de retazos e imágenes asidas al azar. La palabra, esa tejedora de treguas, no puede salvarlo; ahora lucha por salir a la superficie, escindido y cosido bracea buscando apoyo, una frágil piedra que resista lo suficiente como para servir de base provisoria, para escapar de los brazos que buscan hundirlo en su viscosidad de alga. Allá afuera, otro bacanal se celebra, uno donde las posibilidades son infinitas y las palabras igual de sordas, siempre sordas para el hombre que carga con paredes opresoras a cuestas.

01 saturnino

Eso que ni siquiera tiene nombre
juega a disputarse mis sombras, que se escapan,
simplemente,
demasiado rápido, apresuradas por llegar a ningún lado,
llevarme con ellas
anudada en la madeja ciega que arrastra, tironea:
lo sin nombre reclamando entrega,
el sesgo de la decisión indeseable,
entre retóricas y sentires indolentes,
tibias dudas, efugios silentes:
el anonimato en todas sus formas,
la precariedad de tener que admitir,
por elección propia,
la elección, esa especie de derrota.

01 Saudades

A la una y veinte comenzaron a ronronear los motores, cuando apenas comenzaba a divagar en el espacio tibio anterior al sueño. Había muchos gritos; supuso: están robando. Corrió las frazadas y apoyó los pies en la cerámica helada. Se asomó a la ventana. Afuera, la ruta iluminada en la noche. Robaban el sueño. Organizaban picadas. Los vecinos todos miraban desde los edificios, con teléfonos, con curiosidad. Partían los autos con un chirrido de ruedas en el asfalto, y eran segundos fugaces: velocidad en la sangre, impaciencia, la recta final tapada por los pinos hasta el 5°10. La frenada postrera, el "game over". Una oleada de abucheos y de gritos de algarabía que inundaba la ruta, hilera de capó relucientes que se perdía a lo lejos. Un perro ladraba, dos pisos abajo. Era una escena pintoresca, una película irritante que miró con el escepticismo ya poco común, la ansiedad dormida que se enroscó en el esternón, como antes. La casa estaba oscura de nostalgia, y ensordecía. De fuera llegaban los gritos de las apuestas perdidas. Puto, gritaban, buchón. Con el alegre derrochar de la vida. Titubeó pero terminó marcando el 911 como en las películas, mientras los gritos se perdían en los ojos que seguían a esos otros dos vehículos, un ford blanco, un chevy azul. La congoja interpretó el rol a la perfección. El patrullero desocupó la ruta y los cuerpos somnolientos volvieron a las camas. Permaneció sólo tres minutos más, hasta que vio cómo se fugaba el último auto y se disolvía el olor a envite en la nada. Pasó un camión de reses y un micro de larga distancia, y la ruta fue el paraje usual, y el silencio el mismo de siempre. Fingir desinterés fue fácil. Volver a dormir, apenas un poco doloroso.