16 Esperpento

La vanidad se sienta frente a mí en el colectivo. Tiene cara de Romina. Se maquilla con desparpajo, excesivamente, y sueña con gustar. Es joven, sí, y eso cuenta a favor. No es fea, cierto, y eso también suma.
Comienza con las pestañas: se enreda, forcejea y triunfa. Azul para la sombra en los párpados cansados. Alguien murmulla algo, detrás de mi asiento. Romina es una diva, mirada por todos.
Cuando elige celeste para los labios el murmullo se vuelve entendible. “¡Qué lindo es ser mujer!”, dice una papada gigante: la miro, me mira, y me oculto en el libro. No quiero que se dé cuenta de que río.
Romina termina con su “make-up” (apuesto que le dice así) y hace un gesto gracioso que mezcla disconformidad, desprecio y aburrimiento. La papada gigante se baja del colectivo; sube una gitana con su bebé. Romina mira a la madre que le habla al hijo y sonríe con tristeza. Sus labios celestes parecen los de un sapo, su cara se deforma por un instante en el que me da pena, y enseguida la mueca de desprecio vuelve a ocupar su lugar. Romina mira por la ventana; sigo la ruta de su mirada y me doy cuenta de que casi me paso (otra vez). Me bajo, y ella se va con el colectivo, con su make-up, con su mueca, con el recuerdo difuso de un bebé.

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