02 Alguien tiene que morir

Respiró. Quedaba poco personal y las luces estaban bajas. Sus pisadas eran fuertes; había eco ahí, y eso le resultaba agradable; le parecía casi un consuelo, como todo lo que causa algo de certeza.
Ellos, en sus cuartos, dormían. De vez en cuando los miraba por la mirilla de la puerta; de vez en cuando llegaba un murmullo que crecía y de pronto era gritos, pero duraba poco.
Él caminaba por los pasillos; estaba todo tan silencioso, tan irreal... A veces se cruzaba con una enfermera e intercambiaban palabras cortas y olvidables.
Era una noche clara. No iba a pasar nada esa noche.
En una esquina se había quemado una bombita, y ahora era un bache oscuro entre dos soles agonizantes de luz blanca. Se detuvo; tenía la bombilla de reemplazo en el bolsillo y la escalera portátil enganchada en el brazo. Abrió la escalera, metió la mano en el bolsillo, sintió el cristal frío entre las yemas. Pero se quedó ahí parado, con la mano en el bolsillo, en la tregua de una esquina sin luces.
El murmullo llegó de atrás, de un cuarto. Un cuerpo flaco y cetrino se desdibujaba bajo las sábanas blancas, y gemía en la cama, pero no se movía, sino que permanecía ahí, seco, sudado, extenso. Él sabía lo que venía a continuación. El gemido iba a mantenerse monótono, en ascenso durante un tiempo, iba a convertirse en grito, iba a atraer a una enfermera, iba a morir en el consuelo de una inyección, amparado por la luz proveniente de una lámpara en la esquina del pasillo. Él esperó, mirando por la mirilla, tras el cristal. El murmullo siguió, monótono, en ascenso, alto. Era una retahíla de frases sin sentido que colmó el cuarto. Pero no hubo gritos, y la enfermera no apareció. El gimiente no se removía en la cama, pero en un momento abrió los ojos, y miró el techo. El ruido seguía; era como un tono independiente y monocorde, una pesadilla que se materializaba en su persecución y colmaba el cuarto y llenaba de pavor los ojos del que yacía. Él miraba; una pesadilla trepaba a las paredes y lo miraba desde el otro lado de la puerta. Lo miraba, y reptaba en la cama, y se confundía con las sábanas; hacía vibrar el cuerpo en escalofríos, desdeñaba a la mano que se alzaba en ruego, cubría el jadeo de los labios entreabiertos, crispaba las dedos.
Todo ocurrió muy lento, muy rápido; la respiración se hizo errática de pronto, estruendosa, y languideció para desaparecer como un silbido. Y eso fue todo, un rostro como una máscara de cera, una boca abierta, una mano cerrada, un pie asomando bajo la sábana. Un minuto de silencio bajo una lámpara quemada, en una noche clara. Y el posterior jaleo de delantales blancos arrastrando una camilla bajo las luces, una tras otra, tras otra, tras otra, por un pasillo eternamente blanco e iluminado, sobre la mirada extinta de él con la mano en el bolsillo.

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