02 Muy importante

Dino volvió a subir las escaleras. Tenía que encontrar a Saura, donde fuera que ella estuviera, y los datos eran vagos. Llegó al noveno piso. Vacío. La garita del oficial, oscura, de techo descascarado por la humedad, gritaba la noche de sábado. Ella tampoco sabía dónde estaba Saura, ni conocía su rostro. No, repetía en su mutismo, hasta ahora nunca había oído hablar de ella. Pero Dino seguía buscando, como un insecto trepando las escaleras hacia la miel.
Recorrió el noveno piso. Detrás de las puertas cerradas estaban las oficinas, herméticas, frías. Detrás de alguna puerta lloraba un bebé y sonaban los chistidos. El llanto del bebé crecía y cubría todo el pasillo, interminable, de pronto bajaba y subía, y bajaba y subía y era una línea ondulada que terminaba de pronto, detrás de alguna puerta.
Dino no se atrevía a golpear.
El segundo pasillo del noveno piso era igual. Había un olor a mandarinas impregnado en la alfombra y las puertas, que se colaba en los dedos para no salir, tiñéndolos de anaranjado. Se escapaba por el ventanal al final del pasillo. Al final. Se abrió una puerta y salió una mujer con la media corrida.
- Disculpe...
La mujer le clavó los ojos pétreos sin pestañear. Todavía era joven, algo bella.
- No debería estar acá.
- Busco a Saura, Inés Saura.
- No la conozco. Le tengo que pedir que se retire; aquí no pueden pasar los visitantes. Pregunte en la garita del oficial.
La garita del oficial seguía vacía, y ni lo despidió al subir al décimo piso.
Desde detrás de un recoveco llegaban voces. Tampoco había oficial –era sábado, al fin y al cabo-, así que fue a inspeccionar por su cuenta. Eran tres voces, tomando café al lado de una máquina.
- ¿Qué quiere, hombre? – preguntó una al verlo llegar, con medio bigote mojado de leche.
- Busco a Saura.
- Saura... Creo que se fue temprano, hoy. Pero pregunte en el octavo piso, quizás está en la Secretaría.
Miró a las otras dos figuras, que permanecían indiferentes, como solicitando una segunda opinión. Pero no la hubo.
El octavo piso no difería mucho de los anteriores. Ya había estado ahí antes. La Secretaría seguía cerrada: el cartel indicaba “Sábados, de 8 a 16”. Golpeó y esperó. Y volvió a golpear. En un momento creyó oír ruidos de roce de ropa, pero no abrió nadie. No se atrevió a intentar abrir la puerta, aunque parecía destrabada. No supo qué hacer, y se quedó parado fijo mirando la madera. Entonces escuchó claramente un golpe. Se apoyó y esperó con la oreja pegada a la puerta, y trataba de no respirar demasiado para no tapar con sus ruidos lo que pasaba ahí adentro. Las rodillas le dolieron y se sentó en el suelo, escuchando. Algo se movía. Pero fueron pocos minutos, y después ya no se oyó nada.
Un rostro espigado cruzó el pasillo y lo miró interrogativamente.
Dino se paró de un salto, se apresuró a explicarlo todo.
- Busco a Saura.
- La Secretaría está cerrada; vuelva el lunes – modularon los labios finos y puntiagudos. El señor lo miró, taconeó con el pie derecho. Dino entendió. El señor siguió caminando.
Bajó por las escaleras de incendio. Hacía frío. Ocho pisos más abajo sonaban las bocinas de los autos con calefacción. Pero en la escalera, todavía tan cerca de los techos, se oía silencio. Era muy importante ver a Saura, por alguna razón; no bastaba con encontrar el teléfono.
Abajo, el eterno oficial de las noches y los días lo saludó con una inclinación de cabeza al pasar. Dino asintió ligeramente con los ojos. Después tropezó con la alfombra, abrió la puerta de vidrio y salió por el huequito entre las chapas. Y afuera hacía frío, así que se tapó hasta la nariz con la campera.

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