05 CONFIRMADO: 31 de febrero, Dios encarnado visita Argentina

La noticia se difundió por todos los medios. La gente estaba como loca: de pronto, la vida en el país del tango, las empanadas, los shoppings y la cumbia villera se trastocó completamente. Todos se preguntaban por qué ese que supuestamente había creado todo y al que supuestamente le debíamos la vida, y quien tenía supuestamente la culpa de una existencia eterna de regocijo o castigo luego de la muerte en la Tierra, por qué, vuelvo a repetir, ese había decidido visitar nuestro país humilde, mañoso y truculento como las olas del mar en invierno. Todavía no teníamos respuesta (faltaban cinco días para el tan esperado encuentro), pero eso no era un gran problema: los diarios se habían llenado de encuestas y columnas de opiniones, y la gente se contentaba barajando suposiciones, como había hecho hasta el día en que miles de gaviotas bajaron del cielo llevando en sus picos folletos de un oro finísimo y extrañamente flexible estampados con la palabra divina.
Los avisos habían llegado el 24 de febrero al mediodía. Dios había sido cortés y conciso. (Yo tendría que aprender de él, porque siempre termino yéndome por las ramas.) En los folletos que cubrieron todas las avenidas, calles, caminos y techos de nuestro país, desde la Patagonia hasta las cataratas, él nos explicó que se presentaría en el obelisco a las 12 pm del 31 de febrero y que, como sabía que los argentinos somos desconfiados, nos regalaría un milagro sumamente provechoso por día hasta que se presentara el momento del encuentro. Nos dejó su mail por si queríamos escribirle, pero por si las dudas, incluyó una pequeña aclaración explicando que dada la cantidad de mensajes que seguramente recibiría, la mayoría de ellos serían respondidos por sus asistentes personales. Luego les contaré sobre mi mail y la escueta respuesta que recibí.
Lo prometido es deuda, dicen; el dios se encargó de saldarla: en los días que siguieron ni los más escépticos pudieron mantener sus gestos de incrédulos viejos, y terminaron estando tan entusiasmados (en su caso, negativamente entusiasmados) como el resto del vulgo que se agolpaba en las calles todos los días a las 11:50 para esperar que se produjera un milagro. Recuerdo que desde la ventana de mi departamento espiaba a mis vecinos amontonados en la playa de estacionamiento, mirando al cielo con las palmas juntas en un gesto de hipócrita y tardía confianza en un ser superior. Yo los miraba desde el tercer piso, sonreía socarronamente e imaginaba que el otro, de ser cierto todo ese circo que había alargado el mes del año más caluroso, debía estar riéndose al igual que yo de sus pequeños adoradores. Me daba asco, ese dios, por ser tan cruel y manipulador, porque ubicado allá arriba (o abajo, o en todos lados, qué más da), se daba el gusto de gozarnos, compadecernos o castigarnos, y encima esperaba a cambio nuestro amor. Por orgullo y bronca me limité a observar por la ventana, y por ello me perdí el botín que nos hizo, de mediodía en mediodía, una nación superficialmente feliz, con pocas preocupaciones y riquezas para tirar para arriba. Debo admitir que ese dios tenía una gran capacidad para agradar y manipular a la gente. Les daba justo lo que creían querer y les prometía mucho, mucho más a cambio de un precio aparentemente irrisorio, pero difícil de estipular.
No hicimos ricos del día a la mañana. Los políticos de turno aprovecharon para amoldar los hechos a gusto y placer, los turistas invadieron hasta los poblados más remotos y los otros países nos miraron con envidia. Esos días fueron una auténtica fiesta, y todos, a excepción de los enfermos terminales y quizás los familiares más cercanos a los fallecidos, estuvieron de buen humor. De pronto dejamos de recibir tan fácilmente a la gente de afuera, y los que no nos habíamos ido del país comenzamos a sentirnos afortunados. Fueron días de absoluta felicidad, confusión, escepticismo, ilusiones e ironías. Nunca se había visto nada parecido. En el exterior inventaron novísimos chistes basados en el gran ego de nosotros los argentinos.
Y de pronto llegó el día. Yo había escrito el mail y había recibido la correspondiente respuesta, que me incitaba a asistir a la conferencia programada para el 31 de febrero al mediodía en el Obelisco. Luego me enteré que quienes residían en otras provincias recibieron la misma contestación, pero con diferentes horarios y direcciones. En Córdoba, si no me equivoco, la conferencia se realizó a las 15 hs.
La avenida 9 de Julio estaba atiborrada de gente. Quienes habían decidido llegar en auto se vieron obligados a abandonar sus vehículos, y los que habían tomado colectivos atestados (que, por cierto, eran muy difíciles de conseguir) habían tenido que caminar varias cuadras. Noticieros de todo el mundo mostraban la enorme congregación de personas en vivo y en directo, y la vista era increíble, una marea humana compuesta por seres de diferentes religiones (no había quedado claro qué dios nos venía a visitar) se movía a compás de una música inexistente, avanzando, retrocediendo, aplastándose y creciendo en una mezcla de ropas y pieles de distinto color. La unión y convivencia fueron increíbles: los blancos más racistas no se molestaban al sentir que un negro les rozaba la piel, y los intelectualoides intercambiaban impresiones con fanáticos de la cumbia villera. Unos pocos lo veíamos todo cómodamente sentados en el sillón, frente al televisor viejo y gastado. Cuando nos cansábamos buscábamos en la cocina algo para comer y volvíamos a esperar. Eso hasta que sonaron los doce gorjeos del cucú y apareció él, como David Copperfield en medio de un show exclusivo. De la nada. Parado en la punta del Obelisco, sintiéndose seguramente terriblemente incómodo, nos habló sobre la corrupción del mundo y la necesidad de volver al camino correcto. Me sorprendió su voz de sacerdote barato. Luego, nos regaló con uno o dos milagros, porque se dio cuenta de que perdía audiencia. La gente lo contempló hipnotizada. Pidió que no hicieran preguntas, y continuó con su discurso. Dijo que se sentía apenado por nuestra vida pecaminosa, y nos amenazó con el infierno tan sutilmente que muy pocos se dieron realmente cuenta de su amenaza. Nos pidió que repasáramos los libros sagrados y que analizáramos nuestras conciencias. Al final pidió unos minutos de silencio, y sus palabras fueron órdenes. El ladrido aislado de un perro sarnoso fue callado con una patada. Los corazones de los fieles latían todos a la misma vez.
Desapareció como había llegado, sin decir su nombre y sin que entendiéramos bien para qué había vuelto. La mayoría coincidimos al pensar que su intención no había sido traer paz al mundo, porque después de eso pasamos por nuestros peores años y en sus palabras no habíamos percibido ninguna advertencia directa. La visita suscitó las peores controversias, y todavía hay muchos que creemos que fue todo un invento, un sueño masivo, o una estrategia de marketing o algo así, realmente perverso y eficaz. (Ciertas compañías registraron un incremento en sus ventas impresionante. Muchos adhirieron a la teoría de que había habido mensajes subliminales en las palabras de ese dios. El best seller del verano fue un libro aburrido en el que el ejemplo de la visita del dios fue analizado desde casi todos los ángulos, así como las teorías que circulaban por todos lados causando indignación en la mayoría.) Lo importante de todo eso fue que sea como sea, los argentinos gozamos de una época dorada, breve pero agradable. Hubo quien empleó sus ahorros en costosos viajes al exterior, en propiedades y bienes materiales. Algunos filántropos donaron una pequeña parte de todo lo que habían juntado, y la mayoría usó la plata para pagar las deudas y alivianar un poco la vida. El Obelisco y las otras ciudades elegidas por ese dios pasaron a tener la importancia de La Meca, y los brasileros no pudieron competir con su Cristo Redentor. La fama nos duró muchos meses. Después vimos a alguien pisar Marte desde Internet. Después un país que no fue el nuestro ganó algún mundial de fútbol. Después estalló una guerra, estuvo en peligro todo el mundo, el nivel de las aguas subió bastante y las catástrofes naturales azotaron la tierra. Después nuevamente se impuso la rutina. Y de nuestro pasado dorado de dioses turistas y milagrosos y masas congregadas haciendo reverencias sólo quedaron los chistes. Esos chistes típicos con los que los de afuera siguieron burlándose del ego de los argentinos.

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