02 Una Tragedia Contemporánea

Ningún animal fue dañado durante el rodaje de esta película.

Mi hombre no tenía mucha cultura alcohólica. Llegó al bar cuando caía la noche. Había poca gente; él se sentó en la barra. No me miró. Tenía el aspecto típico, algo decaído, de pelo pajoso despeinado, ropa casual arrugada y con unos días de uso. Un cliente había puesto como música de fondo la voz de una alcohólica rubia y sucia.
- Sírvame un whisky – dijo, sin mirarme, manteniendo las distancias.
Tamborileaba sobre la mesa acompañando la música, pero no parecía escucharla. Se miraba las uñas, de vez en cuando. Le serví. Alejó el vaso de sí unos centímetros y lo miró como si acariciara una idea inverosímil, luego lo alzó y lo bebió de tres tragos, y frunció el entrecejo, y pidió otro. Le serví. No me miró, se repitió la escena. Luego apoyó el codo en la mesa, y la cabeza sobre la mano inexperta, y empezó a hablar con voz pastosa.
Era una historia típica, de borrachín. La pareja lo había dejado una mañana y todo había seguido igual, como si nada, hasta que llegó el fin de semana y el departamento estuvo vacío y silencioso. Era de tarde, vivía en un tercer piso, lloviznaba. Había puesto música y se había encaramado a la ventana para mirar a los autos pasar y, cómo no, recordarla a ella. La ciudad era gris, como siempre; el ruido de los autos llegaba de abajo. No se veía el cielo, porque estaba nublado. Todo era demasiado tranquilo y rápido. Dos manchas miopes se encontraban en la puerta del edificio, se abrazaban, se alejaban caminando, o subían a un auto, o desaparecían del campo de visión; una mancha paseaba a un perro, otra se quedaba afuera, quizás fumando; sonaban bocinas, volaban las palomas. Se mantenía ocupado, viendo al cartonero que recogía basura, al Fiat que salía del estacionamiento de enfrente. A veces una paloma se apoyaba sobre el aire acondicionado y la espantaba con el pie, pero la paloma se alejaba unos metros y seguía mirando. Ella, Mariela, o quizás Manuela, bellísima, se había ido en la tarde de un día más que hermoso, y recordaba haber oído a las palomas ulular en el hueco de la ventilación que jamás habían cerrado.
No supo decirme cuánto tiempo estuvo apoyado en el marco, mirando, pero debió ser mucho, porque finalmente la paloma se acostumbró a su presencia y volvió al aire acondicionado. Lo miraba y retrocedía, y avanzaba. Él no se movía y ella tanteaba, aseguraba territorio. Lo miraba con ojos gigantes y estúpidos, avanzaba dos pasos. Él no se movía, ella avanzaba dos más. Paraba. Cagaba. Lo miraba, confiada. Afuera hacía frío, de pronto, aunque era el primer día de verano, y apenas unos días atrás se había despertado bañado de sudor, con el ulular en el fondo. La paloma era un bicho estúpido que terminó de confiar y se metió en el hueco de la ventilación. Él se quedó mirando.
Me preguntó: ¿qué más podía hacer? Yo no le respondí, porque era una pregunta dirigida a nadie.
Las plumas de la cola asomaban, negras, de punta redondeada, y el hombre apenas si se planteó la posibilidad de atrapar a la paloma cuando ya la había aprisionado y la había sacado del hueco. La paloma se agitó; él sostuvo la cola con firmeza y la paloma quedó con los ojos desorbitados, moviendo las alas inútilmente, el cuerpo en el aire, las patas absurdas, el cuello nervioso, la cola tensa y ya perdiendo algunas plumas; un bicharraco panzón asustado de manera tosca, como siempre, durante un tiempo mudo. Y él, él tenía el poder... pero ella le volvió a ganar, porque se preguntó cuánto podía durar sin cansarse, y los minutos pasaron lentos, y todo eso le dijo nada. La paloma ni siquiera intentaba picotearlo. La soltó. Ella se alejó volando y no volvió más, las plumas volaron gráciles, tenuemente. La música que se reproducía no había acabado de sonar, pero él se bajó del marco de la ventana y se alejó de ahí. Luego bajó las escaleras, salió a la calle, se convirtió en una mancha y buscó un bar. Y habló y bebió, y bebió, e hipó trastabillándose hacia la salida mientras cantaba una rubia lenta, y si en la calle casi lo atropellan se aguantó la puteada incólume, y se fue así, a lo bobo, caminando. Brindo por eso.


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