07 Huída de lluvia

Hoy, para llegar a destino, tuve que cruzar en bote la esquina, enfrentar a una jauría de hambrientos perros salvajes, saludar a unos compatriotas que viajaban a caballo para no embarrarse las botas -ellos dijeron "¡Mamma mía! Mijita, cómo están las cosas"- y asumir el reto de cruzar un riachuelo infestado de mañosos cocodrilos rodantes -especie carnicera y de hábitos solitarios que no teme embestir a sus semejantes si la ocasión lo amerita- para alcanzar a aquellos que siempre me esperan en el parador más desolado. Ya se habían ido, así que aguardé sola a que llegara mi último contrincante, el enemigo más fiel, ese cuya desaparición supondría una pérdida irremplazable.
Lo vi avanzar desde lejos, avasallando gotas de lluvia en su marcha maniática y abriéndose paso entre los cocodrilos sin miramientos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando levanté mi brazo para hacer notar que yo estaba ahí, esperándolo como todos los días, y el pavor se apoderó de mi cuerpo cuando redujo el paso y se acercó chorreando espuma y agua sucia por sus flancos.
No me dio tiempo de pensarlo; antes de que pudiera cargar mi fusil, ya me había devorado.
Adentro, en sus entrañas, los encontré a ellos, los humanos más bárbaros en esta tierra, los adoradores de ídolos inmóviles e inalcanzables, los seres más deformes y desnaturalizados. Es imposible no ceder ante la influencia de ese incivilizado grupo humano, evitar que la postura se altere y la razón se desbarranque. Yo también caí, sin darme cuenta: mientras escribo con mano temblorosa estas últimas notas, observo con ojos febriles a mi alrededor: estoy en busca del asiento vacío.

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