13 Sonría al cliente

El mozo que me trajo el café ese día sonreía tanto que parecía de mentira. Era nuevo en el bar. Su simpatía me pareció chocante, inadecuada. Al mediodía, un lunes caluroso y tedioso como todos, uno está acostumbrado a ver caras grises y apesadumbradas, cansadas por adelantado, caras que reflejan el peso de una vida de largas semanas trabajosas y pocas horas de descanso. No es corriente ver a alguien sonriendo un lunes al mediodía. Pero el mozo lo hacía, y mientras que en otra persona, quizás una chica, eso hubiera sido refrescante, en su caso resultaba fastidioso, sobre todo ese día.
Quizás lo siento así porque noté que yo originé la sonrisa, y no había motivo. Yo estaba pálido, tembloroso, es cierto; con dos valijas gigantes sentadas antes la mesa recordándome cómo iban a ser las cosas a partir de ese momento y con ropa dos tallas más grande encima. Debía estar ridículo, pero no era motivo, y el Cholo tendría que haberse fijado y haberle dicho cuando lo contrató, con esos modos que tiene, “mirá pibe, si querés el trabajo, acostumbrate a que con los clientes, trato formal y vista gorda, a menos que enquilomben el negocio”. Pero no le dijo, y ahí estaba él, con una sonrisa de cartel, de revista, gigante como si de pronto se le hubiera ocurrido que tenía que hacer que uno se sintiera como en casa. Como si estuviera pensando en darnos arsénico y fuera necesario despertar confianza.
Yo era pibe todavía, ese día; tenía veinticuatro pero era un pibe. Pensé que quizás se reía de mi cara, que me sonreía como se le sonríe a los nenes chicos e indefensos que se sienten intimidados. Ese día yo era pibe y pequeño e indefenso, pero por una vez las cosas eran más que claras. Ese día había decidido lo que iba a hacer con el resto de mi vida, y empezaba a poner el plan en marcha. Me ofendió. Mi vieja se había muerto hacía tiempo, y las sonrisas condescendientes de los otros habían dejado de ser verdaderas sonrisas incluso antes de la muerte de mi madre, desde que el linyera sarnoso del barrio me mostró su mano de seis dedos con una mueca torcida que encerraba algo de malignidad y mi viejo lo dejó hacer. “Pero me sirve”, decía el sarnoso mostrándome su dedo doble, “porque pongo la moneda en el colectivo así”, y encajaba la moneda entre los dos extremos del dedo y hacía como si estuviera colocando la plata en una ranura, y yo sé que quería que sintiera asco, lástima o miedo, o que me pusiera a llorar. Me clavaba la mirada y exhibía sus dedos y mi viejo tenía la manopla sobre mi hombro y esperaba algo. Pero a mí sólo me causaba curiosidad, qué raro, qué morbo ver un tipo con seis dedos, además de que la vieja no me dejaba acercarme ni observar fijo a los deformes y ahora podía. No había nada de miedo en mí, y el mozo se creía que necesitaba apoyo. El linyera me miraba fijo y yo le miraba fijo el dedo y después me acostumbré. Yo tenía una oreja más grande que la otra y qué tanto, me servía para oír mejor. Aunque la sonrisa torcida no desapareció de su cara, creo que se desilusionó un poco. Debió ser la primera desilusión que le causé a alguien en mi vida. “Los chicos de hoy no son los de antes”, habrá dicho. La vieja me lavó con sarnol esa noche. Y después el linyera desapareció del barrio y mamá dejó de vigilarme tanto. Después se murió, seguro se murieron los dos. Pero lástima que no pude escuchar un último balbuceo, de ninguno.
El mozo se quedó en una esquina toda la mañana ese día; sólo se movió cuando llegaron tres clientes, una pareja y un flacucho con lentes, y cuando le pedí que me cobrara. No me despidió con una sonrisa; creo que se cansó de verme quieto en la silla con mis valijas. Le pagué los 2 pesos setenta y le di cincuenta centavos de propina porque me dio mala espina ser amarrete después de haber compartido el mismo aire durante dos horas. Salir a la calle fue como salir de una burbuja, porque reconocí los mismos gestos de siempre. Caras largas, chinchudas, agotadas y ensimismadas. Caras de lunes al mediodía.

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