10 Memorias del décimo piso

Es una rata demasiado crecida y chica frente a un montón de pies que bailotean sin fijarse; un ser de pelo ralo que se para frente a la clase con su postura de pedir perdón, como si lamentara no parecer más interesante, no hablar mejor, no tenernos menos miedo. Así avanza a tropezones con el aula y la clase que no puede hacerle el favor de callarse, leer en silencio y comentar algo interesante sólo para hacerlo sentir contento, para levantarle un poco el ánimo que arrastra por el suelo junto a su autoestima; la clase que continua el baile infernal entre la música de chismes y cuchicheos.
A mí me molesta que me cause lástima. Ni siquiera sé su nombre –su apellido-; a veces me pregunto por qué sigue, tantos pisoteos por una causa que reporta tan pocos beneficios, sólo pocos comentarios interesantes de ganancia. Y estoy en eso cuando todo se calla: todos leen, nadie habla, sólo susurran las hojas de los libros. Por un rato, él también intenta leer. Un rato: enseguida se da cuenta de que no puede y se acerca a un único sujeto desocupado para intercambiar chillidos y demostrar que sabe, que por algo es profesor: un individuo sólo, nada más; es mucho más fácil que enfrentar a un grupo. Roto el silencio, todos hablan, y los murmullos pueblan el espacio.
A la noche, quizás, llega a casa tarde después de todo un día frente a sus alumnos y se sienta a comer un plato de sopa, a mirar la tele y resignarse a no encontrar nada bueno. Quizás, sin mucha parsimonia, cepilla sus dientes y oculta su cuerpito de rata bajo las colchas, prende el velador y lee un rato; se duerme pensando, quizás, en la charla de hoy con el individuo, en lo productivo e interesante: el disfrute de esos escasos placeres pocos, la escuela, tan pero tan golpeada, y quizá el futuro.

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