16 n/n

Cruzar el paraje más oscuro en la oruga de chapa, tanta gente apretujada en esa barca con ruedas; una de esas “bocas de lobo”, la oscuridad más remota y desolada y nosotros dentro de ese aparatejo de lata, cuarenta en el fin del mundo, en el extremo más abandonado, escuchando el quejido de un nene moreno que gime inquieto. Llegamos entre charlas y ruidito de celular a una esquina con luz donde sólo hay una chica (no tiene celular, no es de silicona, no espera a nadie) y en tres grititos más del chico llegamos a una avenida ancha. Para entonces ya me siento incómoda y sólo deseo dormir o estirar las piernas, pero escribo algo inútil mientras la pierna del tipo y quizás algo más se clava en mi brazo, en la campera de supermercado. El celular sigue sonando, suena desde hace media hora porque el estúpido no se decide a eliminar el ruido del teclado. Es increíble como uno puede exagerar la irritación para volverla una tortura china y llevarla a los casi extremos (nunca demasiado lejos de la mesura, esa especie de cobardía), hasta decirle al imbécil que sigue molestando si puede bajarle el sonido, flaco, hace media hora. Pero es lo mismo porque él no te hace caso y si lo hace, enseguida empieza otro, y en realidad el ruidito no te molesta tanto. La boca de lobo quedó atrás, las luces reaniman a la gente, que habla el doble, el triple, o será que uno decide boicotearse, distraerse y escucharlos: fácil resultaría volver a la lectura y abstraerse para no tener que seguir escuchando el bip bip bip y los planes de los muchachos para el día del amigo, ¿noche de pisco? ¿noche de frazada y Hesíodo y almohada?
Me estoy ahogando, hay olor a café recalentado en microondas, a Morón después de la lluvia pegajosa, a subte en verano, a pogo sudoroso, a me ahogo, me ahogo, me ahogo. Por suerte la gente ya se baja: ya estamos en Morón, en la esquina de un achacoso viejo rico que rechaza la caridad y sueña en su palacio de gomaespuma y cartón. (Y tiene razón, qué asco, la hipócrita compasión.) Entra aire por la ventana, por la puerta, la música mala que se escucha al lado no se escapa, se embolsa pero eso ya no es irrisorio, es ridículo, risible, un poco lamentable.
Cruzamos las vías, Alejandra me dice frenética algo que yo interpreto como “mirá Male, un taxi boy”, pero terminamos riendo porque en realidad quería mostrarme la foto de una chica supuestamente parecida a mí, ningún taxi boy a la vista, nada remotamente parecido. Los pibes con aritos sigue escuchando música berreta y expresando con exquisita convicción sentencias gratuitas de incalculable valor; el tipo dejó de molestar con el celular, Ale ya no ríe, Yrigoyen de noche, la cancioncita (“cultivar mariguanaaaa”), un camión cargado de hojas, “Bienvenidos al Partido de la Matanza”, la iglesia cerrada, algunas persignaciones, propagandas del intendente gordo, el colectivo casi vacío... Otra boca de lobo al lado de la villa, un chupetín caído, boca de lobo, boca de lobo, las luces del supermercado, el pueblito allá a lo lejos, los patrulleros, ese pueblito mío, esa cuna de farsantes y el hueco gigantesco que absorbe todo y te deja seco, seco, casi como una momia de las de Perú.

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