17 Tanto optimismo





Los domingos solíamos ir a un bosque que quedaba cerca de casa, donde pasábamos la tarde haciendo nada, comiendo galletitas con paté o intentando aprender a andar en bicicleta en las piletas abandonadas hacía años, llenas de zarzas y animalejos. Eran días inefables, Mario, felices como no conocí otros: no tenían olor a sepia sino a tierra mojada, no eran húmedos y pegajosos, sino adrenalínicos y vitales, te acariciaba el viento cálido del verano pero no sofocaba, era etéreo, lo único etéreo en ese mundo de brillantes figuras salvajes y terrosas. Volvíamos a casa tarde y era obligatorio ir a bañarse, porque de tanto jugar en el bosque nos volvíamos bosque, y eso, en la ciudad, no está permitido. Luego era lunes y había que volver a la escuela y al trabajo, pero siempre estaba la esperanza de las noches, del conservatorio y del domingo.
Los sábados llegaban rápido, pero no salíamos mucho, porque mi papá trabajaba hasta tarde. De un momento a otro era domingo, y entonces surgía la propuesta, y si no había otros planes, aceptábamos. Era incomparable ese trayecto hasta el bosque: la autopista ancha, el aire entrando por los múltiples agujeros de nuestro cascajo, las ventanas abiertas y yo con la cabeza asomada (siempre que mamá no me retara por ello). Ale, a mi lado, era enceguecida por sus rulos rubios y reía, porque de chica sólo sabía reír, o hacer pucheros. Después tomábamos por un desvío y entrábamos a la callecita que nos llevaba al bosque: papá aminoraba la velocidad y yo sacaba la cabeza por la abertura que abríamos en el techo del coche. A veces Romina nos acompañaba y gritábamos las dos juntas a la nada del bosque, en curiosa sincronía, aunque me llevaba un par de años y (ahora me doy cuenta) no pensábamos en lo mismo. En el bosque siempre había un lugar nuevo para visitar, y no nos cansábamos de recorrerlo: un día se trataba de las piletas, otro día, del zoológico (que luego cerró, dejando que algunos animales se hicieran cargo de sus vidas), un tercero, de internarnos entre los árboles y armar chozas con maderas, o hacer equilibrio sobre los troncos de los caídos. A veces, asado, y oler a humo y brasas el resto del domingo. En otras ocasiones nos arriesgábamos demasiado y terminábamos peleándonos por tonterías, pero después quedaban anécdotas divertidas que los adultos sabían contar muy bien –lo repitieron tantas veces: que un día vimos un pasto brillante, lindísimo y desabitado, enfilamos hacia el verde sin dudarlo, y terminamos embarrados, casi sin poder salir: pasamos toda la tarde en el auto, tratando de sacarlo, hasta que llegó alguna mano amiga.
Eran días tan felices, y nos aburrimos de ellos como de todo. Los mosquitos comenzaron a picar, el bosque se llenó de ladrones domingueros, se organizaron picadas de autos y el silencio que cantaba fue nombrado –y desapareció. Dejamos de ir, sobre todo porque yo comencé a quejarme y Ale sabía acompañarme en mis quejas. Descubrimos otros lados, pero no la misma sensación. Ya no saqué la cabeza por la abertura en el techo del auto (cambiamos de vehículo), y tampoco pude asomar mis brazos. De pronto crecimos muy rápido y llegamos al día de hoy, en el que Ale ya vive sola y yo dejé de ser un monigote flacuchento de poco más de un metro. Seguimos conservando esos días felices, aunque ya no vienen amigos a casa para contar anécdotas en la noche. Sin embargo, no los recuerdo con nostalgia. No siento al bosque como una pérdida, aunque se encuentre tan temporalmente lejano. A pocos kilómetros de distancia, podría llegar con una foto, con una canción o un día de lluvia, cuando la tierra se moja y salen los gusanos, y los hormigueros de pronto estallan, pero no quiero. No puede haber circularidad en este relato. No puedo volver a esos días, no puedo recuperar esos colores y esas horas. Tampoco lo deseo. No hubo que dejarlo en el tiempo para no seguir desgastándolo, o para poder recordar, desde fuera hacia adentro, hacia otro lado. Simplemente, el tiempo, el mismo bosque nos había cambiado.
Los domingos son esta quietud cansada y placentera, esta ansiedad de lunes que se aproxima y de ausencia de espacio donde respirar tranquilo. Ya no me llega el olor a tierra, y sin embargo, está bien. No pretendo conformarme. Nosotros hicimos lo que somos. Nosotros cambiamos el bosque. Nosotros ocultamos la llave en ese mismo lugar cuyo candado ya no podemos abrir.
No hay final feliz, no se necesita, nunca supe lo que eso era. Hay una sensación agradable en mi pecho que probablemente no te haya sabido transmitir, porque es puro color y fragancia, algo que no dicen las palabras.
Tuve un auto, una vez: los domingos solíamos salir en él a un bosque que quedaba cerca de casa. Era un auto otrora carmesí, rotoso. El que tenemos nosotros ahora es azul, un océano también viejo (con este fuimos a otros lados y recorrimos otras rutas; es el auto de días libres como no conocí otros, días felices). Es azul y rotoso, difícilmente consigamos otro, quizás dentro de algunos años. Será un auto de recuerdos inefables, indecibles, días como tampoco conoceré otros.

1 comentario: