16 El buscador

Que pisar tierra nueva está sobrevalorado, fue lo que pensó en cuanto bajó del buque. Así que eso era Buenos Aires. Con la única valija en la espalda y un poco de cansancio dio unos pasos entre la muchedumbre y se perdió en la ciudad.
Tres días después, seguía preguntándose qué hacía en esa urbe de concreto, tránsito loco y olor a humo que tanto le recordaba a ese lugar que había abandonado más por hastío que por verdadera necesidad. Más que un abandono había sido una huída, lo sabía entonces y lo comprobaba ahora, entre porteños voseando y yeísmo frecuente. Buenos Aires no le agradaba porque no satisfacía sus antojos. Era demasiado similar a Montevideo, a Santiago, a Caracas, al Distrito Federal. Y eso a pesar de las diferencias que se empeñaban en insinuarse todos los días en los momentos menos oportunos. Gente sumergida en angustias, cabalgando aferrada a las crines del miedo a la desintegración y del aburrimiento; apresurándose por llegar a tiempo, por no perder tiempo, por ganar tiempo, por aprovechar el tiempo; desquiciándose por alcanzar un absoluto; evadiéndose en la música y la belleza. Plazas demasiado chicas, días demasiado cortos, bocinas demasiado estridentes y el horizonte manchado de edificios era lo que veía en Buenos Aires. Dos meses más tarde, tras trabajar de peón, de mozo y de vendedor en un cine, visitó por primera y última vez el Museo de Bellas Artes y embarcó nuevamente.



Le gustaba del mar la lentitud y el bamboleo, a pesar de que nunca había sido muy fuerte y el movimiento lo mareaba. Pero, sobre todo, adoraba la falta de fronteras. Para el que no sabe de navegación, el mar no es más que una masa única, donde no hay ni este, ni oeste, ni norte ni sur; arriba el sol y abajo la muerte, y en medio, el barco, la gente mezclada y una esterilla.
Era en el mar cuando se sentía verdaderamente feliz, con una felicidad tambaleante y amenazada por la inevitable llegada a tierra. Era una felicidad contradictoria, surgida por tener fecha de vencimiento, necesariamente enlazada a la desazón de no poder ser eterna. Era más feliz en el momento justo en el que ya se había acostumbrado al bamboleo de las olas y cuando la llegada no estaba demasiado próxima, antes de que la nostalgia de lo aún no perdido reemplazara la dicha de yacer bajo el sol o el goce de temer en la tormenta.
Era en el mar cuando lo invadía la indolencia y, sin remordimientos, se tendía en los rincones sombríos a mirar el vaivén de las olas, a cerrar los ojos y dejar reposar la cabeza sobre una placa vieja de metal, a contemplar a la gente con una mezcla sublime de interés y deferencia, apenas distraído por el barullo de su ocasional belleza, olvidado de las horas y los plazos de los que estaban, sin embargo, todos tan conscientes.
Eso, hasta el momento en que el barco llegaba al pueblo y de nuevo la gente inmóvil con sus raíces en la tierra firme, con su desdén a las partidas y las llegadas, con su firme bambolearse según el viento, Buenos Aires, Caracas, Santiago por igual. Había llegado a un nuevo lugar. Quizás, en su vagar, encontrara algo nuevo. Quizás una explicación, quizás una excusa. Quizás tan sólo un nuevo envión, y de nuevo al mar, al sol, a la nada y el todo del desierto líquido, quizás.

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  1. Pintura: Botes de pesca regresando a tierra cerca de Saintes-Maries (1888) Van Gogh

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