18 Sobre el camino a casa bajo el sol en ojotas y la noche de verano

Hay una calle vacía. Gris tiza, que se pierde en una perspectiva cortada abruptamente por la autopista, a lo lejos. Los negocios están cerrados por el feriado, y el aire pesado gravita sobre la gomería, las lámparas callejeras que agonizan inútilmente, los bancos de cemento caliente por el sol. Las cabezas callan resguardadas bajo sombras raquíticas de árboles sedientos, y la tristeza viene envasada en frasquitos de cuarto de litro exhibidos en los quioscos de tele y partido. El pueblo sueña, estancado en un verano de perro viejo, tendido en la calle, jadeando.

Tu helado se derrite. Un hilo húmedo y rosado moja el cucurucho, el papel, tu muñeca. Tu boca le sigue el rastro, pero se entretiene en el sabor dulce del limón y la cereza, mientras que el hilo húmedo aventaja y termina de recorrer tu brazo ripioso. Llega a tu codo. Cae. Se estrella contra el piso sin ruido. Perece bajo el calor, se estremece, se seca sobre una baldosa amarilla como el sol, que camina por tu nuca con esa lentitud, indulgente, certera.

Pasan rostros, son rostros de mar. Pasan cuellos lacustres, manos de riachuelo, piernas fluviales. Tus ojotas son negras, viejas, finitas, y crujen cuando caminás con ruido de charco. La autopista es sombra pasajera, el puesto de preparación para el encandilamiento del zambullirse nuevamente en el calor de pelo largo y fondos oscuros, de ojos ausentes en el ventilador que gira bajo un techo nocturno.

Un ruido metálico de llaves, una cuadra antes, y llegás a ningún lugar. No hay rejas. El picaporte suda cuando lo tocás suavemente, la puerta chirría como con un escalofrío inaudito, y la atmósfera dentro huele a lluvia mentirosa, a ficus, a agua con colorante. Si un amigo te pasó Eduardo Mateo, entonces el reproductor dice uh, qué macana, y en la cocina hay mate pero no calentarías agua en la pava, y en el comedor hay tele pero no romperías el silencio. Y si escuchás un tamborileo son dedos sobre un libro abandonado, y si ves un fogón agonizante es el cenicero sobre la mesa, y la arena es el polvo que se posa sobre el todo desde que entra por la ventana entornada.

Sí, un ruido. Está saltando sobre un cuenco de agua que dejó abandonado recién una señora en un balcón. Sí, ajetreo. Es el suyo un movimiento nervioso, que se excita por las previsiones de lo improbable, y no se queda quieto. Sí, salta. Ante el gesto de tu cara detrás de la ventana, por el viento que sopla, tenue, por sus propias plumas mojándose con el agua. El sol entra dibujando escalones por entre las rendijas de la cortina, y hace de cebra tu cara, y cubre el balcón de dorado. Y se vuela.

Hay una calle vacía. Gris humo, que se muere en soledad con el floreo de una voz que dice no pertenecer a nadie y huye de alguna ventana que jadea de calor, de olvido, de ayer. Un oído, en la sombra; se escucha el tañido del sol en el horizonte. El verano es una gata que se frota en tus piernas y se va dejando un camino de pelos, y si tus dedos empapan tu frente de agua es inútil, y si el ventilador gira es como si una gota cayera desde un codo, única, como lluvia de verano. La noche calla, vela, suspendida en sábana abandonada, en la felicidad que es un aperitivo nocturno, la soledad como reflejo ausente, como espejo y humedad bajo una luz blanca, y el tiempo como un reloj líquido, de pintura corrida, sudada, presente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario