21 Guerra


Llega un momento en la vida de toda casa, en el que sus ocupantes danzan todos sin remedio. Pero esta no es una danza nupcial, ni siquiera un baile espontáneo; más bien podríamos llamarla una danza por la supremacía, o hasta por la supervivencia. Comienza con una pareja desproporcionada, y con una muerte, pero termina con el horror menos deseado.
Una noche, un incauto cualquiera (imagine en este caso, si lo desea, a alguien que camina descalzo, o mejor aún, asuma el papel protagónico usted mismo para vivir la recreada experiencia con mayor intensidad), un día, decimos, alguien (usted) entra a la cocina y prende la luz, sólo para ver a una sucia ladrona huir con todas sus patas por la mesada para esconderse en el primer recoveco grasoso. Cuando eso ocurre, ese alguien debe preocuparse, y mucho. Que un invasor se haya animado a aparecer sólo significa que hay muchos otros, ocultos en las sombras, que no tardarán en volverse igualmente desvergonzados. Así empieza, con una sola criatura corriendo por el mármol y, probablemente, un chancletazo, un cacerolazo o un manoteo imprudente. Difícilmente ocurra, pero a veces se tiene suerte y el bicho muere. Lo mismo da: los comensales ya están en la fiesta y poco falta para el baile. La casa está infestada.
Parca resulta la cantidad de estratagemas que el infortunado huésped emplea para intentar echarlos: ni la ley tiene poder sobre ellos. Los hospedados no harán caso de ningún producto. Hasta la hora del baile, muchos serán los bombones destripados y los bocados crocantes repartidos entre anfitrión e invitados. Muchos serán también los venenosos elogios y los halagos. Muchos los cambios de asientos, muchos los platos rotos. Dos o tres visitantes, quizás, se cansarán en el camino y dormirán antes de tiempo. Pero todos ellos habrán cumplido su feliz objetivo, y poco tardarán en ser ocupadas sus plazas.
Entonces, un día, llegará el momento en que, descalzo en su vestido de fiesta, alguien dé el primer paso y se inicie la danza. Los comensales concurrirán a montones y los pies harán maravillas en lo que reste de espacio, procurando no pisar a nadie. "Si sólo tuviera zapatillas", pensará ese alguien, pero han sido olvidadas en el otro cuarto. Por el bien de la danza.
Comenzará con una pareja desproporcionada y quizás, una muerte; terminará con un cuerpo fluctuante y amorfo derramándose por pisos y paredes, en ascenso, en descenso, en olas de exoesqueletos marrones. Los pies procurarán huir del indeseado contacto, las figuras y maniobras serán únicas e irrepetibles. Una danza macabra de viscosa intrepidez y única magnificencia, toda una noche en retroceso, con la constancia de un mal sueño.

¿Cómo termina? ¿Cómo resolver dilema semejante? Otro danzarín, el gas letal, la luz del nuevo día pondrán término a la pesadilla de pies cansados y duchas largas. Hasta la ocasión en que la casa ofrezca, tal vez, una nueva mascarada, o en que el que se dice propietario abandone, agotado, ese antro ya desconocido, y los huéspedes se expongan ya sin ambages y sin temor a la luz del día que se filtra, melosa, por las ventanas polvorientas.

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