22 El copión

Es una esponja. Absorber las cosas así como hace él debe ser malo. Yo sé que no puede evitarlo, me he dado cuenta en todos estos años de amistad. Desde que lo conocí en el jardín a los cinco años hasta el día de hoy en que, ya viejos, esperamos a la muerte, esa particularidad suya ha generado muchas discusiones, aunque él se empeñe en negarlo. Es que no es fácil compartir tus gustos y disgustos con una esponja, porque es casi inevitable que los absorba y los pase a considerar su propiedad. Decir que siempre fui paciente, y los lazos tiran más que cualquier defecto. Además, le debo el que nunca me haya reprochado mi violencia de joven cascarrabias.
Pero sí, es difícil. La primera vez que me di cuenta de su condición fue una semana después de iniciar nuestra amistad con esa frase que ahora suena tan absurda: “Hola, ¿querés ser mi amigo?” Era una frase cursi y femenina, pero nos sirvió para entrar en confianza. Entusiasmado, le conté sobre el dibujito que estaba de moda y sobre el Chavo del ocho. Él callaba. Una semana después, llegó al jardín con una remera que ostentaba sin pudor la cara de mi personaje favorito. Debo admitir que esa aparente semejanza de gustos me hizo muy feliz, y el chico se convirtió en mi mejor amigo. Durante años no sospeché nada, y lentamente él fue absorbiéndome sin que yo me diera cuenta.
Nuestra primera pelea fue a los quince años. Todos se sorprendieron porque para ese entonces ya éramos como carne y uña. La razón de nuestro pleito fue, cómo no, una mujer. Una jovencita hermosa llamada Estela. A mí me gustaba mucho, pero ella nunca me llevó el apunte. Su actitud desdeñosa no me importaba, porque mi padre ya me había contado sobre los histeriqueos femeninos. Pero cuando me enteré de la doble traición... Saber que tu mejor amigo y el objeto de tu querer te han traicionado no es fácil. Me llevó una semana poder perdonarlo, la semana que duró ese romance insostenible. La chica no volvió a entrometerse con nuestra amistad (para ese entonces, mi amor por ella ya se había enfriado), pero en su lugar se instaló la sospecha. Por qué, me peguntaba, por qué la había elegido a ella, si sabía que me gustaba. Con el paso del tiempo me daría cuenta de que no sólo absorbía mi gusto por mujeres específicas, sino también por otras cosas. Y fue entonces cuando empecé a llamarlo Esponja.
Algo que me exasperaba especialmente de Esponja era que encima de copiar mis gustos, siempre terminaba superándome. Yo le hablaba sobre algún intérprete, y cuatro días después él conocía toda su discografía y su historia. Yo le comentaba mi gusto por cierta película y tiempo después él tenía forjada una sólida opinión, en la que hasta incluía el comentario de los críticos. Con el tiempo eso fue desgastando la relación; poco a poco me fui alejando. Seguimos la misma carrera, pero no pasó mucho tiempo antes de que me abandonara por un amigo mejor. Callado como era cuando estaba junto a él, Esponja no podía absorber nada y se sentía obligado a hablar y a ser original. Eso lo molestaba, y como lo sabía, yo seguía callado a propósito. Cuando consiguió a alguien nuevo y se pegó a él como una sanguijuela, pude respirar tranquilo y decidí marcharme. Armé las maletas y partí a Europa. Las últimas noticias que recibí de él durante mi estadía en Paris fueron que se había casado con la prometida de un conocido, que su hija tenía el mismo nombre que mi mamá, que su carrera era promisoria y que era muy respetado por todos. Es que sus gustos y opiniones eran intachables. Lo que nadie sabía era que no eran sus opiniones, sino convicciones que había absorbido impunemente. Es fácil ser correcto y exitoso, así.
Hace cinco años regresé a Argentina, luego de que muriera mi esposa. Camila, mi hija, se quedó viviendo en el primer mundo. Lamento no haber logrado que apreciara las maravillas de mi país. Y dos días atrás me crucé con él, Esponja. El tiempo lo dejó calvo y panzón, y estaba raro, viejo, con un juntadero de baba en la comisura de los labios. En fin, está cambiado, pero es entendible: en todo este tiempo que no nos vimos conoció a muchas personas y absorbió un montón. Él me dijo que me notaba distinto. Que estoy más tranquilo y menos a la defensiva.. “Es lo que hacen los hijos”, le dije. Nos quedamos rápido sin tema de conversación, a pesar de todos estos años de alejamiento. Yo tamborileaba los dedos y miraba las otras mesas para no verlo a él: una parejita intercambiando manitas por aquí, una vieja con sus amiguetas por allá, un nene atragantándose con la milanesa. Al rato descubrí que me estaba copiando. Dos minutos después de que yo dejara de golpetear la mesa comenzó a hacerlo él. No pude soportarlo y me despedí. Se nota que las costumbres juveniles se agravan con la edad. Esponja ya ni siquiera absorbe usanzas ajenas con sutileza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario