22 Una paseo por la plaza

Un billete de cien, encima uno de veinte, encima uno de diez, y encima de todo, siete pesos en monedas. En un rincón, moneditas de cinco y diez centavos. Abajo, las voces de unos chicos festejando con cervezas. En la tele una de acción y en la cama sólo el hueco vacío del colchón viejo, y el peso de todo lo que hay que hacer antes de dormir. El peso de lo que hay que hacer... Se ató los zapatitos y salió de casa.
Bajaba despacio, y no se apuraba si el pibe flacucho del cuarto piso, ese que no conocía nadie y tenía cara de salame, bufaba detrás o trataba de adelantarla. Bajar las escaleras era dificultoso a su edad, pero el ascensor estaba averiado y ella vivía en el tercero. Eso resultaba especialmente molesto, sobre todo en casos como el de ahora, en los que descubría que resultaba conveniente subir a buscar un abrigo. Nunca revisaba la temperatura antes de salir de casa, y cuando de día había hecho calor y de noche bajaba la temperatura y llegaba la hora de salir, esto le ocasionaba problemas. Sin embargo, no volvió, enfrentó el frío inicial y caminó un poco. Las semillas peludas y livianas de los árboles de la cuadra volaban metiéndose en sus ojos; la espalda le dolía y caminaba algo encorvada. Vio a una pareja de chicos en una de las esquinas, y sin pensarlo mucho se les acercó.
El resto fue lo de siempre. Ya ni se fijaba en la postura, ni medía sus palabras. Salían solas; era lo usual. La apertura siempre era la misma: repetir con voz quebrada que le habían robado, que debía volver a casa, que tenía miedo. Sus moretones hacían el resto: la gente era demasiado fácil de embaucar. Algunos le preguntaban dónde vivía, como la pareja de ahora, y entonces respondía cualquier cosa: en Morón, en Merlo, en San Isidro. Le daban bastante plata: nunca se limitaban al precio de un pasaje. Y entonces, generalmente, la dejaban. Los chicos de hoy, en cambio, no; por alguna razón no tenían algo mejor que hacer. Le preguntaron de dónde venía, qué hacía, le ofrecieron acompañarla... Se contradijo y ellos parecieron no darse cuenta; al final, terminaron caminando junto a ella hasta el edificio. Desarticularon todos sus planes, y no pudo hacer nada al respecto; sólo procuró sacárselos rápido de encima. Después de dos o tres historias improvisadas lo consiguió, entonces tuvo que esperar diez minutos antes de volver a salir. Aprovechó para ir a buscar un abrigo.
El ruido de la llave, la noche, el aire fresco. La calle estaba desierta, lo cual era conveniente, pero ya quedaban pocos solitarios. Buscando pasó por la misma esquina de antes. Había una pareja de chicos, y unos metros más allá unos jóvenes que compraban en un kiosco. Los jóvenes serían: tenían plata, estaban un poco borrachos. Trató de apresurar el paso, y entonces, los gritos: la pareja gritaba felicitándola, le decía que su táctica había sido sublime, que esto, que lo otro. Los chicos ya salían del kiosco e iban a darse cuenta; no sabía que hacer. La pareja siguió haciendo barullo, llamándola. Mirarlos sería como admitir la derrota, pero al fin y al cabo, era una vieja. Enderezándose y acomodándose la chalina, los miro, se acomodó los anteojos y respondió con voz aguda: "Chicos, ¿yo a ustedes los conozco?"
Se mataron de risa, pero los muchachos de kiosco todavía no estaban muy lejos. Los zapatitos sonaron al golpear contra el suelo cuando se les acercó y le contó que recién le habían robado, que tenía miedo, que si por favor podían hacer algo para ayudarla.

1 comentario:

  1. UNA GRAN HISTORIA!
    QUE MEJOR MANERA DE GANARCE LA VIDA, APROBECHANDOSE DE LA BUENA VOLUNTAD.
    Y DE SER UNA GRAN ACTRIS.

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