23 Me and Julio down by the Schoolyard




Le cambió las cenizas al gato, abrió el vidrio para que entrara aire, peinó su bigotito y se encerró a la cocina para preparar la cena: polenta chirla con queso derretido. Llevó la olla a la mesa, dos vasos de los de plástico, jugo de manzana y un platito con un tomate partido en rodajas, condimentado con sal y orégano. Se sentó frente a su madre, la mujer de los pliegos en la piel, y comieron en silencio, aunque de vez en cuando se escapaban sonidos derivados del complicado mecanismo de tragar, o ella le comentaba alguna nimiedad relacionada con el mundo que pasaba detrás del vidrio de la ventana. Después de eso, levantó los platos, los lavó y los dejó secándose, pasó por la sala donde su madre acariciaba al gato con mano cansada, le dio un beso y se encerró en su cuarto.

Empieza de nuevo. Es una eterna repetición, siempre la misma canción, siempre el mismo fragmento. Le gusta la canción pero está cansado de escucharla. Es tan alegre o... no alegre, no, no es el término. Refrescante. Hay un cartel de coca-cola en la esquina. Refrescante. A Sergio le encantaba la coca-cola. Sergio venía siempre y traía coca-cola. La tomaba todo el día y era el muchacho más flaco del mundo. No, no exageremos, del pueblo. Era ingenioso, además: sabía encontrar el rasgo distintivo de cada uno de sus amigos y parodiarlo maravillosamente. Era el que inventaba seudónimos molestos para los chicos en la escuela. Gabi lo odiaba por eso, así que para vengarse le decía flaco escopeta, sin darse cuenta de que a él no le molestaba. Gabi, cachetes de silicona, la niña Pérez. Yo creo que a Sergio le gustaba Gabi, pero nunca pude enterarme porque no éramos demasiado amigos, y después se mudó y no supimos más de él. El año anterior a su partida fue de lejos el mejor de mi vida. Sí, seguro que Sergio quería a Gabi. Bueno, todos querían a Gabi, igual. Era una de esas personas asquerosamente -irremediablemente- adorables. Como los gatos cuando son chicos y tiernos. Como las nenas malcriadas de tres años. Como Violeta, también, aunque Violeta era más simpática que querible, pura vitalidad y rodillas nudosas. Siempre rompía los pantalones, Violeta; se llevaba dos o tres cuando nos acompañaba a Córdoba de vacaciones y volvía a casa con todos ellos gastados. Claudia no sabía qué hacer con ella, siempre tenía que comprarle ropa. Y encima, esas rodillas, esas patitas de pollo, largas y finísimas. Qué aparato que era Violeta. Casi como yo.

La silla mira desde el rincón donde él la deja después de acostar a la mujer monumental. Es una silla odiosa, de esas cuya presencia resulta intolerable pero imprescindible. La mujer no se pudo separar de ella desde el día en que la adquirió, y no podría cambiarla. Imprescindible: qué palabra aterradora. Todos piensan eso al mirarla, pero sin darse cuenta; podría decirse que no lo piensan: lo sienten. La mujer lo ve en sus miradas y la silla la siente temblar apenas imperceptiblemente al enfrentarlos, al desafiar esa incomodidad que camufla al miedo, la lástima, la desaprobación, el asco. Y todo eso contenido en algún rictus casi inapreciable, porque las manos que empujan la silla siempre son suaves, acariciadoras. Sólo a veces, cuando el que la toca es un chico, son juguetonas, y sólo con algunos chicos. Pero en el fondo todos la detestan, la odian más como la causa que como la consecuencia. Como si una silla pudiera tener la culpa de algo. Sí, la silla siente en las manos el rencor, hasta en los dedos de la mujer, aunque uno pensaría que después de tantos años debería haberse acostumbrado. A veces, también la culpa. Como ahora, en las manos trémulas que la arreglan un poco y empujan más en el rincón con un débil temblequeo, que la corren y la miman un poco, apenas lo indispensable.

Mamá estaba en la pieza, y me llamó para que le llevara al señor Pitufo a la cama. El señor Pitufo es el gato. Por alguna razón, a mamá le gusta ponerle nombres ridículos a sus mascotas, como esas mujeres de las películas yanquis. Lo hace desde hace años, desde cuando yo tenía 7 y Gabi era chiquita. Entonces teníamos peces y perros, además de un gato, y todos con nombres ridículos. Algunos eran aceptables, pero a veces eran demasiado risibles. Adoptó un perro callejero y le puso Patán. Con el canario amarillo, cometió el típico error de llamarlo Piolín. Y a nuestro caniche le puso Pompón. Ahora que lo pienso, siempre le gustaron los nombres empezados con "p". Yo me llamo Pablo... Gabi fue la única excepción.

El señor Pitufo era un gato arisco, que sólo toleraba a su madre. Lo rasguñó antes de dejarse alzar. En el camino fue apagando las luces. Acomodó el almohadón de la silla, le alcanzó el gato a su madre y se inclinó para darle un beso. Esta vez ella no trató de incorporarse. Se la veía cansada; acariciaba al gato con una mano indolente manchada por el tiempo, aceitosa por las cremas que aún usaba en un rapto de coquetería femenina y que la lámpara iluminaba en un juego poco favorecedor de luces y sombras. Él tenía ganas de hablar, al menos por un ratito, pero no sabía bien por dónde empezar. Últimamente no hablaban mucho.
- Este gato es un peligro –dijo, mostrándole la mano lastimada.
Norma movió la cabeza y le acarició la mano, pero no dijo nada. Él le dio otro beso, salió del cuarto sin cerrar la puerta y caminó por el pasillo a oscuras. Conocía el camino de memoria, pero de cualquier modo no prescindió de los crípticos tanteos de ciego a lo largo del recorrido. Era uno de esos departamentos grandes, alargados. Había un pasillo extenso, con puertas a los costados y un patio diminuto al final. Cuando eran chicos, jugar ahí era una delicia, aún cuando su madre les pedía que no corrieran, que recordaran el precio de los jarrones, que papá trabajaba mucho como para que ellos se dedicaran a romper las cosas. Pero estaba bueno jugar a las escondidas ahí, el piedra libre y correr, a veces invitar a algún otro amigo, a Sergio, a Violeta. Y también, sólo muy de vez en cuando, jugar a la pelota hasta romper algo, y escuchar el temido “vengan acá, los dos”.

Los escucho alejarse. Arrastran los pies, como antes, cuando se cortaban las luces y volvían a sus cuartos tratando de no tirar las cosas por el camino. Gabriela era más torpe que Pablito. Cuando iba al jardín perdió el dije de gatito que le había legado la bisabuela, y una vez, saltando sobre los sillones, rompió la madera y se fue al suelo. Tuvimos que salir corriendo al hospital, con la nena llorando en los brazos y la barbilla toda ensangrentada; un desastre. Le decíamos la novia de Frankenstein por eso: siempre tenía alguna lastimadura, alguna cicatriz reciente. El doctor debía creer que éramos una familia de locos.

- Todo el mundo te decía "me encanta tu pelo", y te pedían un mechón. Vos tenías un rulo para cada uno: para tu padre, para mamá, para Violeta, para Mari, la vecina... Yo nunca te pedí nada... Nunca te pedí.
La pasa los dedos por el cabello, jugueteando; manos-arañas en el mar rubio y la voz hablando de la infancia compartida, voz fraudulenta, seca como la fuente en el patio. Le habla a la foto: Gabriela desapareció hace años. Pero sus dedos casi sienten su sedoso cabello. Como si las yemas de los dedos tuvieran memoria y se empeñaran en recordar.

- La puerta se cerró con estrépito. Mamá está durmiendo.
- No duerme, recién le di al gato.
- El señor Pelusa.
- Pitufo. Pelusa se murió hace dos años.
Deshizo la cama, y la revisó cuidadosamente.
- ¿Todavía te dan asco las cucarachas?
No había ninguna, aunque las sábanas no estaban demasiado limpias. Mañana iba a comprar jabón para lavar.
- Chau, Gabi.
Pero claro, ella no respondió.

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