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El aire olía a noche fría de verano, ese olor particular de las madrugadas posteriores a los días de lluvia espasmódica, en donde el recuerdo de la tierra mojada flota tenaz, negándose a desaparecer, y algo así como el aroma a pasto cortado, a fresco, a quietud aparente, se combinan en el aire formando esa fragancia vital, terrestre, viva. Me encaramé al marco de la ventana. Sentía la parte posterior de mi cabeza retumbar en latidos tribales acompasados al grito del grillo solitario, que se confabulaba con el cansancio para adormecerme. El frío en los pies desnudos, el olor a eterno flujo, los repentinos silencios del monótono cantor invariablemente oculto en las sombras me mantenían despierta, apenas despierta. Pero el conjunto era adormecedor. Una luz ahuyentó las sombras, que se descolgaron de los árboles y hundieron los pies en tierra. Una luz me cegó y yo caí con ellas, desde mi posición nada precaria al borde de una caída de tres pisos hasta las ramas extendidas de nuestro paraíso, el que nunca volvió a dar flor. Sentí las hojas acariciar mi caída, vi el cielo que tampoco florece en este costado del mundo, que sigue siendo el mismo cristal bruno y liso, demasiado negro, demasiado ajeno y otro. El golpe fue suave contra el colchón de hojas, pero el frío sigue sintiéndose en los pies. El olor a noche se siente en mi ropa, muy tenue, y el grillo continúa su canto monótono acompañado: los grillos y sus extraños golpes, sus extraños y graves tic-tac, ocultos bajo las hojas equívocas, amonestando con su canto a alguna lámpara que sigue prendida, algún último baluarte de la vigilia.

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