02 El vaso de amapolas

El oriental llegó exclamando que crecían flores en los mingitorios. Todos quedamos algo asombrados ante la interrupción abrupta, pero la profesora Colomba ni se alteró. Apenas si sonrió de costado y le recordó al oriental que estaba dando clases, algo que era evidente y que él no podía haber olvidado, a pesar de que había llegado al instituto hacía poco.
El oriental se quedó ahí, en el vano de la puerta, parado con una expresión indescifrable, y Colomba siguió hablando del tema de turno. Me aburría. Mitad de mi libreta estaba llena de garabatos que tapaba con el brazo cuando ella pasaba cerca, la otra mitad estaba en blanco. Al lado, Petra también dibujaba, pero con más habilidad. Al final me levanté del asiento y salí del cuarto. Colomba interrumpió un momento su discurso, como para preguntar algo, pero decidió cruzar los brazos y siguió hablando. Fue sensato.
No solía escaparme de clases, porque en el instituto no había mucho que hacer y yo había dejado en mi infancia la habilidad creadora, pero el oriental me había desconcentrado lo suficiente como para preferir vagar sin rumbo por los pasillos. Mis pasos resonaban como golpes sordos bajo las lámparas de fría luz blanca, y todo, hasta la oscuridad al final del corredor principal, parecía copiado de una película de suspenso. Las ventanas estaban cegadas malamente con tablas sacadas de mesas del primer piso, pero la luz no se filtraba por los intersticios. Las plantas habían cubierto todo del otro lado, los vidrios sólo delataban el verde de hojas y tallos gruesos. Algunas lámparas titilaban en las alturas, y la luz intermitente creaba en las esquinas sombras móviles que más de una vez me habían provocado un susto. Las puertas chirreaban, y la humedad cubría las paredes, descendiendo del techo triunfante en una guerra sin antagonista. Todo era oscuro y cerrado, como en una tumba, pero no me sentía prisionero. Muchos se habían ido, al principio, y a veces todavía algunos se atrevían a enfrentar lo que pasaba afuera. No los veíamos partir. También estaban los que llegaban al instituto, exhaustos, con rasguños en la cara y los brazos, pero no podían soportar la situación y volvían a salir, incluso antes de que sus heridas sanaran. Pero yo me había quedado. Durante los primeros tiempos funcionaron los teléfonos y llamé cada tanto a casa para tranquilizar a mamá, después quedamos incomunicados, tapamos las ventanas, buscamos provisiones en la cocina y nos dedicamos a prepararnos para pasar el tiempo lo más cómodamente posible en el instituto. También armamos algunas expediciones a los almacenes de la cuadra de enfrente para llenar los depósitos de comida, pero eso pronto se acabó. Los saqueos fueron frecuentes en los primeros tiempos, a veces nos llegaban gritos de guerra y dolor a nuestra reclusión. Después, el silencio, y el mundo de afuera dejó de existir.
En el final del corredor estaban los baños y las escaleras. Los ascensores estaban clausurados (nunca habían funcionado bien), pero las escaleras permanecían libres, en negro silencio. Nadie tenía intenciones de visitar los otros pisos, ya.
Entré al baño, e inconscientemente fijé mi vista en los mingitorios. No había nada, por supuesto; sólo el líquido azulino que ya comenzaba a escasear. El agua caía turbia de la canilla, y me pregunté por cuánto tiempo seguiríamos teniendo los servicios básicos. También, qué haríamos cuando llegara el invierno. Pero mientras escurría las manos salpicando la loza me di cuenta de que no me preocupaba. Hasta ahora, nada malo había pasado. Los que se iban no volvían, pero eso no era alarmante. No sabíamos nada de que hubiera muertos o enfermos graves. De hecho, no sabíamos bien qué era lo que se había propagado allí afuera. Sólo había llegado la alarma, y habíamos quedado apartados del resto del mundo, como en otros lados, gracias a la vegetación que crecía a un ritmo imposible. Afrontamos la situación, eliminamos las plantas del interior del instituto, cubrimos los intersticios que permitirían su llegada del exterior. Sabíamos, igual, que ese no era el problema. Algo peligroso acechaba, yo no dudaba de su existencia. Pero no sabía bien qué.
Salí del baño y miré el pasillo desde las escaleras. Al fondo estaba nuestra aula, y en la puerta el oriental, que me miró con interés. A mitad del corredor había una abertura grande que llevaba al comedor, a las cocinas, y a las oficinas que usábamos como cuartos. Era un espacio grande y éramos pocos; nos bastábamos. Contábamos con computadoras con las que jugar al pimball, al buscaminas y al solitario. Internet no teníamos, había desaparecido con el teléfono, pero nos entreteníamos. Sin embargo, ahora no había mucho que hacer. Lucho me tenía prometida una partida de ajedrez (habíamos armado un tablero y piezas con maderas del primer piso), pero estaba en clases. Yo hacía rato quería jugar al monopolio. Teníamos madera, en el primer piso. Con pies pesados, miré un rato la escalera y subí.

El primer piso era tierra de nadie. No recordaba que las cosas estuvieran tan arruinadas, pero había subido por última vez hacía mucho tiempo. Las cosas en desuso se rompen, o eso parecía. Prendí las luces y vagué por el lugar con cuidado, procurando no pisar nada. Algunas lámparas no tenían focos porque se los habíamos sacado para reemplazar los de abajo, por esas zonas de tiniebla avanzaba con más cuidado. No tenía miedo, para qué, pero el lugar me daba un poco de asco y deseaba volver abajo pronto. Sin embargo, me entretuve un buen rato abriendo puertas y observando esa nada dividida en cuartos. No buscaba algo, porque ya había recogido las maderas necesarias y sabía que no podía encontrar más que eso. A pesar de mi desagrado, y aunque fuera contradictorio, quería hacer tiempo. Abría puertas, escuchaba el ruido, miraba las ventanas. Olía la humedad, también.
Subí al segundo piso, que estaba casi tan desolado como el anterior. En el suelo había polvo, mucho polvo inexplicable, y en el polvo huellas de bichos. Algo que me había sorprendido gratamente, al principio, fue esa desaparición repentina de los insectos, ese éxodo fugaz y permanente. No se veía mosquitos por ninguna parte, las cucarachas no invadían la cocina a pesar del festín que habrían encontrado allí preparado, y las arañas no tejían sus telas en las alturas (lo cual, dicho sea de paso, le quitaba algo a la visión sombría del edificio). Era un fenómeno difícil de entender, pero no nos molestaba demasiado. Nos habíamos acostumbrado. La visión de un escarabajo habría provocado en mí infinita sorpresa, y esperaba que eso no ocurriera pronto.
Cuando llegué al final del pasillo tuve que volver. En el segundo piso los corredores eran tres, y estaban comunicados en el medio por un pasaje ancho de menor longitud. Las escaleras estaban en la esquina del primer pasillo, yo estaba en la esquina contraria del tercero, junto a un amplio ventanal que había admirado en los viejos tiempos. Sólo lo habíamos cubierto con tablas hasta la mitad, pero era como si un pesado cortinaje impidiera que la luz se filtrara desde el exterior. La vegetación se agolpaba fundiéndose y formando un manto monótono y espeso, inmóvil, tan compacto que habría resultado imposible abrir la ventana entre cinco hombres. Ver la ciudad que habíamos recorrido con disgusto en esos días húmedos de calor hacia el trabajo, el instituto o la casa nos era imposible. Y en parte, era mejor.
Sin más que hacer, di la vuelta y caminé de regreso. Las puertas abiertas eran como ojos que me miraban desesperados, así que evitaba levantar la vista del suelo. Arrastraba los pies por el polvo para hacer ruido, mientras una melodía sin nombre sonaba en mi cabeza y yo la silbaba lo mejor que podía. Estaba casi feliz. Entonces, un chirrido agudo me sobresaltó. El movimiento involuntario de mi cuerpo me hizo sentir vergüenza en cuando me di cuenta de que se debía al oriental, que había cerrado una puerta y me miraba como yo lo miraba a él. Había estado cerrando con cuidado cada una de las puertas que yo había abierto en mi vagabundeo. Era raro, el oriental, y tenía un nombre impronunciable. Nunca pude descubrir si era de China, de Corea o de Japón, así que lo llamaba "oriental" cuando la ocasión lo exigía, y eso bastaba. Él no hablaba mucho, y cuando lo hacía le salía mal. Había llegado al país dos días antes de que sonara la alarma, había estado perdido y había aparecido en el instituto unas semanas atrás, con la ropa arañada y los cabellos en desorden. No había contado lo que sucedía afuera, pero sufría pesadillas en las noches, así que cada uno imaginó lo peor y encontró más motivos para no salir del instituto. Era hosco y taciturno. Y últimamente, deliraba incluso cuando estaba despierto.
Dado que tanto lo molestaban las puertas, fui cerrándolas mientras caminaba hacia las escaleras. Él se mantenía lejos y no decía nada, sólo revisaba bien que las puertas estuvieran cerradas, con una atención que me molestó. Revisaba incluso las puertas que yo atrancaba, y eso hacía que se retrasara, con cual yo me quedaba parado esperando a que él estuviera lo suficientemente cerca antes de continuar la tarea absurda. Inútil decir lo ridículas que me resultaban mi actuación y la suya, pero continué haciendo lo mismo, en uno y otro y otro pasillo hasta que las puertas estuvieron cerradas, todas menos una, y el oriental me miró con ansiedad. Era la del baño de hombres; su angustia no me resultó sorprendente. Se acercó a mí pero muy poco, yo tomé el pomo y pensé en cerrar con un golpe seco, de una vez y basta, pero él quería que mirara y yo también, por alguna razón yo también. Así que miré, y no vi nada, me acerqué, y no vi nada, y entonces vi. Había una flor, una flor roja de tallo grueso y flexible, de pétalos carnosos; una flor increíble, parecida a una amapola. La vi, y luego vi mi cara demacrada en el espejo. Abajo no había espejos. El oriental se acercó, quedó al lado mío, su cara, la mía y la flor en el cristal que nadie había limpiado. Pasé mi mano para retirar el polvo y lo sentí frío como todos los espejos. Un teléfono sonó a lo lejos. Insistió varias veces, pero no hice caso. Los teléfonos ya habían dejado de funcionar. Sonaba, sin embargo. No me sorprendió ver a la flor trepar por la porcelana. Viendo nuestras caras comprendí, entendí que estaba perdido y que pronto acabaría por volverme loco. El oriental, ese rasgado que me miraba en el espejo entre ojeras, él había traído la enfermedad. Corrí hacia la puerta y la cerré, la atranqué pero no lo suficiente, y del otro lado lo oí gritar por sobre el ruido del teléfono y de la vegetación creciendo debajo de la puerta, por las paredes, cubriendo de rojo el yeso y las baldosas, levantando polvo en su avance. Bajé corriendo las escaleras, saltando escalones, tratando de alcanzar la puerta de salida aunque ya sabía que era completamente inútil. Mis miembros se agarrotaron, caí pesadamente y alrededor sólo hubo flores, flores alrededor de mi cuerpo y la vista fija, fija para siempre en el techo blanco del instituto donde una tela invisible temblaba por el movimiento de una araña perezosa.

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