07 Mario

Se despertó media hora después de lo debido, se vistió a las corridas, le dio un beso a la panza de su esposa dormida y salió de casa quince minutos más tarde de lo habitual. Cruzó corriendo la ruta, y casi al instante se subió al colectivo. Pidió boleto: cincuenta centavos más caro de lo usual.
Se sentó en uno de los asientos del medio, del lado del pasillo; luego, se corrió hacia la ventana. Viajaba hasta la terminal. Miró por la ventana: todavía estaba lejos.
Subió una mujer al colectivo; Mario miró su asiento y esperó. La mujer pasó de largo. Mario pensaba.
(Es difícil conseguir un buen acompañante en el colectivo. Algunos invaden tu espacio personal, otros se duermen en vos, otros huelen muy mal, otros molestan con el periódico, o se mueven mucho, o hablan por celular, en tu oído, o repasan apuntes en voz alta... Los más peligrosos son, probablemente, los que andan con ruidosos walkie-talkies. O, más abundantes, los que no emplean auriculares para escuchan música.)
Subió un viejo, corto de estatura, que observó el asiento vacío pero avanzó hasta el fondo. Una chica con la panza al aire y otro viejo hicieron lo mismo.
(Mejor), pensó Mario, y giró su cabeza hacia la ventana.
Antes de llegar a mitad del camino subió un tipo de horrible aspecto, con la cara manchada y criminal. Se sentó al lado, sin mirarlo, la vista siempre fija en un punto indeterminado, hacia delante. Mario lo miró: el tipo no hizo nada. Mario miró a todos en el colectivo. Un asiento delante, dos mujeres conversaban en voz alta, el resto de los pasajeros permanecía callado. Algún viajante devolvió la mirada; la mayoría, no. Pocas caras hablaban el lenguaje gestual. Dos o tres estaban decididamente dormidas, incluso con la boca abierta. El resto eran rostros de hombre enfrentado al fotógrafo para una foto 3x3, rostros de DNI y registros, credenciales para la facultad y células del MERCOSUR. Talantes nulos, inexpresivos, borrados con liquid-paper, caricaturas de goma que apenas insinuaban los rasgos característicos.
(A veces pienso que soy el único que mira a la gente. Lo mismo en la calle, en el subte...)
El tipo horrible se bajó en San Justo, donde subió mucha gente. El colectivo se llenó; una señora se sentó al lado de Mario y colocó su cartera de cuero negro entre ambos. Luego pareció titubear y pensarlo mejor, dudó un rato en silencio, se mordió un labio. Mario empezó a contar, uno dos tres cuatro cinco seis siete... La mujer se movió rápidamente sutil y apoyó una mano sobre el cierre de la cartera. Entonces, descansó. Viajaron así hasta el final: la mano sobre el cuero negro, Mario arrinconado contra el cristal, la vista definitivamente perdida. Menos en el momento en que subió un borracho que preguntó si el colectivo llegaba a Ituizangó. No llegaba; todos los pasajeros lo vieron trastabillar hasta los escalones y doblar la esquina. La señora de al lado se relajó y comentó algo al respecto. Mario no contestó. La mujer le vio la cara y la encontró fea.
Volvió a afianzar la posición de la mano sobre su bolsa.
Mientras, en el asiento de adelante, otra mujer, menos preocupada, contaba dinero. Otra se comía las uñas. El colectivero, casi oculto en su rincón, bostezó.
Fue instantáneo, imprevisto, de nada sirvió el desesperado volantazo. Las ruedas giraron en el aire; el colectivo osciló un segundo en el que los pasajeros no supieron gritar. Luego todo se inclinó y cayó, abajo, hacia las rocas. Otros autos aminoraron la marcha cerca del precipicio para mirar. Los pasajeros, dentro del colectivo, rostros de piedra y hueso, permanecieron en sus incómodas posiciones como si nada hubiera pasado, siguieron durmiendo aunque Mario dejó escapar un grito largo y otro más. No pudieron entender lo sucedido.

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