10 De un rostro poco noble

Atilio había alcanzado esa edad en que los números ya no dicen nada, y el rostro ya no coincide con los números. Así que su edad no importa. Tenía nietos inexpertos que no superaban los siete años, un colega pragmático y varias horas de trabajo como profesor. Y, como casi todas las personas, un rito que cumplía desde años inmemoriales que vivificaba su rostro marchito e infundía animación a la monotoneidad que encarnaba en su persona. Era un rito que hubiera querido abandonar para siempre, pero no podía. No mientras los espejos estuvieran en los baños y su rostro presentara ese rasgo característico.
El cristal le devolvió el reflejo de la baba en la comisura de los labios. Atilio la limpió con una mano perezosa. Sus nietos menores siempre lo interrogaban al respecto; los mayores, más prejuiciosos, observaban el rastro blanquecino con poca simpatía, asqueados de eso que tanto les hacía recordar la deliciosa infancia de mocosos que hacía tan poco tiempo habían dejado atrás. Atilio enjuagó sus manos lentamente y después mojó su cara deformada por la edad, procurando no empapar los mechones de cabello que nacían en la frente. Dejó que las gotas chorrearan y cayeran en la pileta mientras secaba sus manos con la toalla. Después apoyó el trapo en su cara. Cuando volvió a enfrentarse al espejo, no quedaban rastros de la baba de la que se reían sus alumnos y que miraban con poco disimulo sus colegas. No hizo ruido alguno; sólo pestañeó.
Atilio no recordaba cuándo había visto la baba por primera vez en el espejo, pero sí tenía muy presente los sentimientos que lo habían invadido. Eran los mismos que lo asaltaban cada vez que abría la puerta de un baño, una mezcla de mínima esperanza y una oleada de resignación que se traducían en unas inaprensibles gesticulaciones neuróticas. Si alguno de sus conocidos hubiera podido observar su expresión en ese momento, habría visto algo extraño y oculto a los ojos del mundo, tanto, que hubiera hallado a Atilio irreconocible. Luego lo habría reencontrado en lo parsimonioso de sus acciones y la monotonía que exudaba su ser. Atilio, ante los ojos de ese conocido, habría vuelto a dejar de ser interesante en unos segundos, los mismos segundos que habría tardado en escaparse la animación de su cuerpo flaco y espigado.
Pero Atilio no habría permitido que un extraño (todos son extraños ante nuestros más grandes secretos) observara el rito. Podía soportar su rostro poco noble, su baba infame, sus divagues y lo monótono de su voz opaca; podía soportar las risas de sus alumnos y las miradas de sus colegas, la ingenuidad con que sus nietos cuestionaban y sentían asco. El tormento que esa baba viva, delatora y cruel le infundía debía permanecer oculto. Por eso Atilio sólo la limpiaba en soledad. El uso de un pañuelo no era una alternativa.

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