En cualquier momento cae una gota del cielo y llueve sobre la gente que se amontona bajo el sol en la urbe sudorosa. Va a ser una gota gris como la ciudad de concreto y las nubes que ocultan el sol; una gota pesada, redonda y cálida que ¡plaf!, cae sobre la frente traspirada de un transeúnte que camina al café más cercano al trabajo. Él se seca con la mano, mira al cielo encapotado y apresura el paso, porque no le gusta la lluvia de verano. Segundos más tarde cae otra gota, esta vez sobre un parabrisas. Luego, dos; a continuación, decenas. La muchedumbre camina molesta, un chico despreocupado saca la lengua para probar el sabor grisáceo de las gotas, y alguien sonríe a pesar de sentirse pegajoso. La lluvia dura poco; el sol se encarga de borrar los rastros. Dos semanas, y la lluvia es recordada por pocos.
Si las plantas escribieran y, además, no fueran desagradecidas, todas las lluvias serían homenajeadas.
Si las plantas escribieran y, además, no fueran desagradecidas, todas las lluvias serían homenajeadas.
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