16 Incomunicable, incognoscible, inexistente


La cosa es que estaba en el colectivo con la cabeza inclinada y el pelo graso colgando viejo hacia un costado, gris, encrespado, apenas si tapando el puente de la nariz roja enorme sobre la que se balanceaba una gota única. Había un pibe rubio en el asiento de al lado de la ventana, un gordo sentado a mi derecha junto a una mujer con un bebé, y un viejo en su asiento detrás del gordo, llorando. Lloraba el viejo, en público, y las gotas caían lentamente porque no se las secaba. No podía verle los ojos: una mano recogía el pelo mustio y sostenía la frente. Era pura arrugas, pura manchas solares y lunares y nudillos huesudos de viejo. Pero lloraba, la nariz estaba roja y una gota caía intermitentemente, con indolencia, y sus hombros no se movían ni emitía gemidos, pero lloraba hasta mojar, poco a poco, la remera y el pantalón. De vez en cuando la otra mano se levantaba y ahí sí, se secaba las lágrimas ocultas en los ojos, y la postura se relajaba pero ganaba algo de solidez, de confianza, se erguía un poco y quizás la otra mano soltaba la frente y si lo mirabas a la cara, de pronto parecía que todo ya iba a ir bien, que ya nadie iba a llorar en el colectivo, que todo iba a ser el mismo trámite de siempre. Creo que él quería creer lo mismo, pero no sé lo que pasaba por la mente del viejo, nunca voy a saberlo, y así de pronto veías aguarse los ojos oscuros y la escena se repetía de nuevo, incómoda para los que no podíamos saber, invariable. Los hombros caían y era como si necesitara una palmadita en la espalda, o mejor, una mano en la espalda, el contacto de una mano que no puede ser hipócrita si al menos te presenta la opción de un consuelo, aunque sea inútil. No sé cómo sentía ese viejo, si se le murió una hija, un nieto, un sueño que quiso creer pero se fue a pique, si lloraba por estar llorando solo en un colectivo y saber que ya no va a ser como cuando era pibe, que nadie va a venir mientras berrea porque se raspó la rodilla y duele y es demasiado dependiente de la mano que siempre está demasiado lejos, quizás en la otra esquina de la plaza, pero que aunque sea tarde va a venir con la curita a paliar el miedo eterno de lloriquear solo sobre la calesita con todo ese espacio vacío alrededor. No, no va a haber mano que cure, mano que acompañe; con mucho miradas incomprensivas que jamás le ofrecerán un pañuelo para la incomodidad de la nariz, que no van a ver nada excepto a un viejo lloroso, que se olvidarán de él en cuanto llegue la hora en que haya que bajar del colectivo, suene el timbre, las puertas se abran y el vacío se vaya con el viejo a cuestas y el fastidio de saber, con certeza, que no se está entendiendo nada, que no se puede, que quizás no hay nada que entender.

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