17 Rayuela

El libro tiene las esquinas de la tapa negra estropeadas. Son tapas blandas; sobre la mesa, un apoya-vasos con una leyenda en alemán. De abajo llegan murmullos, una mujer (la tipa del 2° 10, seguramente) le grita a su pareja. Decir que él no participa del conventillo en el barrio porque no baja nunca: tiene todo lo necesario en su rincón. Y no tendría que soportar los aullidos de la del 2° 10 de no ser porque no quiere que nadie entre a insonorizar la casa. No quiere abrir la puerta. Se conforma con pensar que entre los gritos y murmullos de los otros, a veces surge algo ridículo.
Es el último libro de la biblioteca el que está sobre la mesa. Es el último, el último de todos. Lo compró muchos años atrás en una feria multitudinaria, antes de que el rincón pasara a ser importante. Faltan cien hojas para que se termine, y sabe que no las va a leer jamás. No tendría que haberlo devorado tan rápido, piensa que no, que no, que tendría que haber sido más precavido, más prudente. Es el último libro del rincón que no abandona hace años, años que pasaron entre piel pálida y sol filtrándose por ventanas cerradas. Tendría que haber sido más precavido, piensa, mientras descubre que ya no se oyen los gritos. La del 2° 10 está franeleando abajo con el marido. Siempre hacen lo mismo, gritos de rabia, otros gritos. Los del barrio lo comentan entre risas, en la casa de la del 3° 9, en el lugar del PB 11. Siempre llegan los murmullos, las risitas entre el tintineo de las tacitas de té contra el plato y el fulgor de las lamparitas. Arriba, en el rincón, se escucha todo. Y él no lo abandona desde hace años. Pero ahora sólo faltan cien hojas y luego tendrá que encontrar una nueva distracción.
Cuando al fin se había dado cuenta realmente de lo que estaba haciendo, ese día lejano en que cerró la puerta y las ventanas, con treinta y tres años recién cumplidos y nada de barba en el rostro, creyó que todo eso iba a ser suficiente. Tenía para sobrevivir, tenía para distraerse, lo necesario para no volverse loco. Tenía todo, lejos del sudor de la del 2° 10 pegada a la cama y de las masas del 5° 12 y el alcohol del 3° 11. Tenía lo suficiente: dos valijas de libros que habían sido llenadas varias veces, la tele, plata, suficiente alimentos imperecederos, lapiceras, diez cuadernos, orejas, ojos, tenía, tenía, se tenía a él mismo y el tiempo y el lugar. Tenía unos cómplices afuera: el del 3°11 y su hermano menor, que le pagaba las facturas y le alcanzaba las cartas. Por muchos años. Pero eso era antes; el hermano del 3°11 había crecido, se había ido, después se había ido el otro hermano, el viejo, y el que era un pibe había vuelto grande y serio pero no había vuelto nunca, nunca más detrás de la puerta que separaba al rincón de mundo, y ahora sólo quedaban cien hojas. Los cuadernos se habían gastado hace mucho, antes de que la piel empalideciera tanto y sus rodillas empezaran a doler. La gente con la que intercambiaba ideas había muerto con las cartas, con el teléfono cortado, y ahora sólo quedaban cien hojas. Hacía mucho la realidad, lo que se dice realidad, era algo demasiado inexacto como para que le fuera factible definirlo, como para que pudiera saber bien cómo seguía funcionándole el cuerpo y qué había sido del colchón o la heladera o el televisor. Pero sólo quedaban cien hojas, y luego, los gritos de la del 2° 10 y los hijos del divorciado de PB 9 y el guitarrista del 3° 12. La vieja rica del 3°9, incluso el cuarto vacío del 4°10, donde dormitaba alguien pero nunca se escuchaba nada, nada más que pasos desnudos de pies flacos. Y además, los ruidos de allá afuera: a lo lejos lo que parecía un circo, un almacén enfrente, la arenga de la iglesia evangelista al lado; esos ruidos de más allá de los postigos de las ventanas cerradas. Eso, eso después de las cien hojas –pero no iba a leerlas. Siempre era posible releer, claro. Quizás ya hubiera releído sin darse cuenta. Siempre era posible escuchar, también. Pero ahora el barrio estaba silencioso; la luz no se filtraba por la ventana cerrada. Algo cantaba monótonamente afuera. Ya no podría leer; quizás podría pasar así el resto de los días, hasta que por fin pudiera saber el final, conocer las letras del fin del libro de tapas negras. Sí, seguir así como el día de hoy, como las últimas semanas.
La biblioteca exudaba un olor a humedad, él se abrazó las rodillas y jugueteó con una lapicera, acariciando el papel. Escuchó el goteo de una canilla, dos pisos abajo. Quedaban cien hojas, nada más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario