18 López


I
Le tenía miedo a los espacios en blanco, a cualquier espacio escribible que permaneciera impoluto. Por eso había comenzado por eliminar todos los papeles de su casa. Pero no había bastado, así que más tarde, y no sin algo de tristeza, había eliminado la computadora. No se dio el gusto de tirarla por la ventana tras tantos años de maltrato psicológico: prefirió regalársela a su primo, que se había mudado a un departamentucho y tenía un salario que apenas alcanzaba para pagar los gastos de los servicios y el alquiler. Eso tampoco había bastado. La heladera era blanca, las paredes también. Cuando las enfrentaba sentía sus ruegos, sus peticiones. Y no podía refugiar su mirada en el piso, que aunque era de madera, también resultaba escribible. Las almohadas, cubiertas de tela celeste, le reprochaban su dejadez cuando ocultaba la cabeza en ellas para no ver. Los lápices sobre el escritorio -un escritorio de fresno apenas dañado por una o dos gotas de tinta, un escritorio en blanco-, las lapiceras en la mochila, las brochas en el armario, todo le señalaba su falta y le recordaba su temor.

II
Había comenzado a salir de casa llevando a cuestas un bolso lleno de lapiceras y pinturas. Al principio se había limitado a dibujar rayas en las superficies que se cruzaban en su camino, luego había intentado con palabras. Nunca armaba frases. Los vecinos de la cuadra comenzaban a quejarse por el aspecto de las veredas, el asfalto y las otrora blanquísimas paredes. Algunos habían renunciado a dormir de noche para poder atrapar al vándalo que molestaba con sus travesuras. La mayoría había renunciado a pintar las paredes, o se había mudado.
Pero eso, todo eso tampoco había bastado. No había bastado con cubrir su cuerpo hasta el punto de no dejar un sólo espacio desconocedor de la tinta, no había resultado suficiente vender los libros, que tenían esos molestos márgenes blancos. A pesar de todo, las cosas seguían siendo escribibles. Las lapiceras se empeñaban en recordárselo.

III
Mirar por la ventana no era una buena forma de evadirse: aunque en la calle revoloteaban los autos y las cabezas de personas, incómodas y móviles, el cielo eternamente gris se semejaba al papel reciclado que hacía con su hermano. Un papel donde solían escribir tarjetas de navidad o de cumpleaños, y que a veces rompían en pedacitos para no ver que había quedado feo. El cielo, gris, el papel de su infancia...

IV
Al final, los vecinos consiguieron embellecer la ciudad. Limpiaron las paredes, pintaron las cercas y arreglaron los baches de las calles. La única casa que permaneció ajena a los cambios fue la de López, que un día había enterrado algo en el patio y cerrado las ventanas y desde entonces no las había vuelvo a abrir. Los vecinos llamaron a la policía después de que los insistentes golpes a la puerta no rindieran fruto; como la policía nunca se había presentado, entraron cinco fisgones. Entonces descubrieron que López, que tan serio parecía, había sido quien cometiera el vandalismo en la ciudad, pero no lo encontraron a él. La casa estaba oscura porque las ventanas no podían abrirse y las lámparas no tenían focos; la señora Estela y Lucho, el pibe de la casa de la esquina, fueron quienes regresaron a sus viviendas para buscar linternas. Mientras tanto, más gente se había instalado en el patio del señor López y pisaba sus pensamientos y sus jacintos: mujeres hermosas, flacos fumadores con lentes, nenes de rodillas nudosas, señores, viejas. La noticia de que la casa del vándalo era casi una obra de arte contemporáneo había corrido de boca en boca. Para cuando Lucho y Estela volvieron, ya había suficientes linternas y muchas personas dentro de la casa, así que tuvieron que quedarse esperando en el patio. Se había armado una cola de gente que esperaba su turno para poder entrar: algunos mandaban a sus hijos a buscar comida porque parecía que la espera iba a ser larga. Al final, pasaron, y a eso de las seis de la tarde todos se alejaron de la casa. Cada uno se había llevado algo, pero el que había tenido la idea había sido Lucho, que junto con sus dos hermanos se había apoderado de la heladera. Estaba algo asquerosa, porque López había pintado el interior con una mezcla de ketchup y mostaza, pero Lucho había asegurado que podía servir, y a partir de entonces nadie se había abstenido de recoger algo.

V
Los últimos en irse fueron Caro y los chicos de Claudia, un par de adolescentes que recordaron que el señor López había enterrado algo en el patio. Los demás se fueron porque dijeron que el bulto era muy chico como para ser un cadáver y que los objetos de valor ya habían sido retirados de la casa. Cuando escucharon esto, los hijos de Claudia quisieron irse también, pero se quedaron porque Caro les pidió que la ayudaran a cavar. Caro creía que había algo muy importante enterrado, y se llevó un chasco bien grande cuando sólo encontraron una bolsa llena de tizas, lápices, pinceles y lapiceras. Los hijos de Claudia la miraron mal y se fueron murmurando algo por lo bajo. Ella se quedó un rato ahí, con las manos llenas de tierra y el enfado escapando de sus mejillas, pero al final se levantó, recogió la pala y volvió a casa. Pero con la bolsa de plástico en una de las manos: le podía servir para dibujar.

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