18 The cons of hitchhiking


Justificar a ambos ladosBuenos Aires, 12 de septiembre de 1941

Mi querida amiga,

Acabo de recibir su carta y me ha alegrado mucho, creí que demoraría mucho más en responder. Me apena que se encuentre enferma, pero a la vez, ¡estoy tan feliz de recibir noticias suyas! Hace una semana me pasó algo perturbador y necesito hablarlo con alguien como usted, aunque ya me siento más tranquila. Usted es mi mejor amiga. ¿No me despreciará si le cuento una tontería de mi parte?
Usted sabe que Ciudad Momo es uno de esos pueblitos de los que quedan pocos, uno de esos a donde ni siquiera llega el ferrocarril. Hemos progresado tanto que ese aislamiento me da algo de vergüenza; a veces desearía vivir donde usted, tan cerca de los teatros, pero yo vivo aquí, así es mi ciudad, y no hay nada que hacerle. Sólo un colectivo pasa por aquí, por la ruta que constituye el límite este de la ciudad. Se detiene en dos paradas, antes de marchar para el Centro: yo lo tomo en la segunda parada, no la de la entrada de la ciudad, sino la que está entre el semáforo y el puente, que queda a un par de cuadras de mi casa.
Aunque tarda en pasar y tengo que caminar bastante para llegar a la parada -incluso tengo que cruzar la ruta, que a esas horas de la mañana es una trampa para despistados-, nunca me quejé del colectivo. Los asientos son mullidos, nuevitos, y viaja poca gente: tan temprano a la mañana, el viaje es un placer. Pero hoy, cuando volvía, el transporte, Ciudad Momo, la naturaleza y mi fortuna se conjuraron en mi contra. Mi pueblito, con su especial planificación urbana, el colectivo con fileteados, el olor a tierra de estos lugares ajenos al asfalto... Nunca podría volver a adorarlos seriamente.
Volvía del Centro, antes del atardecer; venía cansada y me quedé dormida. Usted sabe que caminar por allá es cansador: tanta gente, tanto movimiento... Estaba agotada. Desperté justo antes de llegar a mi parada, y tengo que reconocer que yo tendría que haber avisado antes, pero a él no le costaba tanto parar. La cuestión en que me dejó después del puente, en medio de la nada, cerca de una iglesia rara y gigantesca que permanece custodiada día y noche. Afortunadamente, aún no anochecía, pero por ahí no pasan transportes, y yo estaba muy lejos de casa, bajo la lluvia y rodeada de barro. Deseaba desesperar, pero usted sabe que por suerte siempre fui una persona razonable y sensata. No quedaba más que caminar, así que tras un bufido o dos comencé a buscar lugar donde posar los pies sin embarrar mis zapatos nuevos, tarea por lo demás imposible, pero en esos momentos fue lo mejor que se me ocurrió hacer. Llevaba media hora caminando cuando me percaté de que todavía estaba muy lejos de casa y el sol comenzaba a ocultarse. Mis caballos estaban húmedos, mi vestido y mis zapatos, completamente arruinados. Y entonces pasó un auto. Y paró.
¿Sabe? Siempre desconfié de la gente aparentemente caritativa, y recordaba bien lo que podía pasarle a una mujer sola en un auto ajeno, pero aún así, subí: casa estaba todavía lejos y Emilio no ve bien que yo llegue después de él, mucho menos si es tarde y la comida no está hecha. Conducía un señor de unos cincuenta años, con traje y zapatos de charol. El auto era realmente admirable. Me sentí intimidada desde el momento en que descubrí que entre él y yo había tan poco espacio. Mojada, tiritando, me arrinconé contra la puerta lo más que pude y respondí a las pocas preguntas que hizo. Luego, ambos callamos.
Sé lo que está pensando, y temo que me considere una desvergonzada y por eso pierda su amistad. Pero por favor, compréndame, sea mi amiga y no me desprecie. Estaba agotada, y caminar al lado de la ruta, de noche, en un día de lluvia, no habría sido una mejor opción. Estaba aterida de frío, preocupada... Tenía miedo. Y ya en el auto, me sentía anonadada por todo: la lluvia que arreciaba, mi lamentable estado, el auto -nunca había visto uno tan bonito, pero apenada como estaba, apenas presté atención a las formas, al cuero, a la graciosa velocidad con que me llevaba-, el mero hecho de haber aceptado la propuesta. Me temblaba el cuerpo de temor. Me sentía como un animal arrinconado; evité mirarlo a la cara todo el viaje. Ahora me doy cuenta de que mi actitud debió resultar muy ridícula, pero en ese momento sólo deseaba bajarme. Mis zapatos gotearon su alfombrilla un tiempo que me pareció interminable. Al final, llegamos a unas pocas cuadras de casa. Yo, aferrada a la manija en la puerta, casi grité cuando él se inclinó hacia mí. ¿Estaría tan preocupada una mala mujer? ¿Entiende que los rumores que corren ahora por mi pueblito no tienen fundamento en la realidad? ¡Si hasta huí, olvidé mis modales cuando lo vi acercarse! Ni siquiera recordé agradecer.
Ahora, Marta, las vecinas murmuran a mi paso. Un muchacho flaco de enfrente con el que no hablé nunca me mira fijo detrás de sus lentes. Y anteayer Cacho, el almacenero, osó comentar algo con doble sentido y guiñarme el ojo. ¡Estoy tan sola, mi amiga! Emilio se violentó cuando escuchó los rumores: una noche, creí que me golpearía hasta matarme. Nadie confía en mi honestidad. Y si hubiera rechazado la invitación de ese a quien tanto defenestro -descubrí que, en realidad, se inclinó para alcanzarme un monedero que ya no recuperaré, un monederito tejido cuya ausencia recién descubrí en casa-, si no hubiera subido a ese auto, de cualquier modo mi virtud sería cuestionada. Largas son las lenguas de calumnia en los pueblos chicos, como Ciudad Momo. ¡Y todo por dormir en el colectivo!
Querida amiga, espero que su salud mejore. Esperaré ansiosamente su próxima carta. Con afecto,

María Norma

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