19 Martín

Las gotas cayeron marrones, pesadas, mojaron todo, y luego, cuando terminaron las exclamaciones y los golpes de cacerolas, empezaron a repiquetear contra el trasto abollado e inútil.
La casa se volvió fría, como el tiempo largo cual tortura china, tiempo paciente y burlón. En ese momento no pensé nada. Sequé la cocina, acomodé las cacerolas, busqué un buzo viejo y gigante y me senté frente a la computadora para perderme en el primer juego idiota que encontrara en internet. Recién cuando me aburrí de jugar bajé para conseguir un algo de comida y me senté a hacer nada, un alfajor de maicena en una mano (aunque no me gusta la maicena) y la mejilla en la otra. Tuve sed en la boca arenosa, y sueño, y delante el resplandor eterno de la computadora zumbante como el silencio de las pisadas en un desierto.
Pensé: nos horrorizamos ante la crueldad de ese mecanismo interno que nos hace ver espejismos en el paraje más árido o la ruta más ardiente, y un resorte que saltó irrelevante me contestó:
- Bah, qué va a ser cruel. Es una maravilla. Lo jodido es cuando no ves nada.
Claro que el resorte no articuló las cosas así: fue más bien una sensación de contrariedad y una idea completamente distinta a la anterior que surgió casi sin palabras, como surgen realmente las ideas: imagen de un desierto estereotipado (una ciudad), boca seca, y la certidumbre (es cierto, porque es la subjetividad de todos los días) de que lo horrible es estar seguro de la anulación de la distancia a causa de la infinitud de la misma, de la ausencia de cualquier engaño que lo distraiga a uno con sus sentidos, de la completa falta de esperanzas y la imposibilidad de no seguir andando. Quizás alguien recuerde a Camus o algún otro teórico de la angustia en este momento, a esa persona le digo que lo deje de lado. Esa certidumbre, ese resorte que saltó ni siquiera ofreció como salida la angustia: lo peor de todo es cosa de todos los días, es la imposibilidad de evadirse por el camino fácil, es el achatamiento y el cansancio sin nombre, sospechar que los nombres mienten y que se camina por un no-espacio. Después de sentir eso, ya no importa si el destino está a dos pasos o tras kilómetros de camino.
Al llegar este punto ya había cerrado los ojos y apoyado la frente sobre el escritorio, mientras pensaba en nada para escuchar pasivamente los diálogos descontextualizados que provenían de la tv. La lluvia había parado hacía rato, y las piedras se habían descongelado sobre los autos abollados ya por el granizo anterior. Se retorcieron los trapos mojados, y en la propaganda pensé que cuando se llega desde el desierto la cosa debe ser distinta, porque al final siempre hay más ilusiones ópticas que en el recorrido y uno cumple con el ritual de engaño u olvido. Desgraciado el que no pudiera dudar del sentimiento y deformarlo hasta volverlo irreconocible, ese sería como una cocina llena de goteras durante un diluvio a lo Macondo: enmohecida, húmeda, de ladrillos rotos y rodillas reumáticas, y cacerolas anegadas a las que ya no hay en donde vaciar.

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