22 De naderías

Estos encuentros después de tanto tiempo no salen. Simplemente no salen. Hay demasiadas cosas en medio, demasiada resistencia como para que el plan pueda ser acto. Surgen cosas en el camino: problemas, el olvido, el hastío. A veces la gente no quiere verte sólo porque les recordás una época que no fue mejor.
- ¡Ey, negro!
Ahí está, llega tarde, como siempre. A la gente no le importa que uno espere media hora, como un boludo.
Me da una palmada húmeda en la espalda.
- Qué hacés, flaco – le digo, y hay tan poco de pregunta en esto -. Te esperé media hora.
- Sí, ya sé, disculpame. Pero vos sabés, el tren es jodido. Yo esperé media hora ensanguchado entre Ramos y Haedo.
Típico, es de ilusos esperar que algo público ande bien. Pareciera una mentira eso de que invierten fondos. Y nosotros, los boludos...
- ¿Viste que renunció Lostó? – ¿Losteau se dice Lostó? Él sabrá. – Qué desastre, che.
La conversación se encausa sola. La realidad social es un excelente puntapié inicial, después se pasa a los grandes asuntos. Nada demasiado importante, igual. ¿Qué pueden contarse dos personas que no se ven hace tanto? Anécdotas del pasado compartido, tímidas notas del presente, nada más. Y eso se hace fácil, con pizza y birra de por medio.
- Che, ¿te acordás – ahí está, la nostalgia -, cuando éramos pibes, ese día en que estábamos en la casa de Aida, con ese tío tuyo?
- No, qué sé yo. Fue hace mucho.
- No, pero si fue re importante. Fue la primera vez que nos peleamos, ¿no te acordás?
No, no me acuerdo. Con Iván nos peleábamos mucho, éramos los peores amigos. Si fue por una pelea (estúpida, cómo no), fue por una estúpida pelea que nos dejamos de ver. Pero no le digo, a ver.
- A ver, ¿cuál?
- Uf, qué mala memoria, viejo. Fue por una boludez... una hormiga. ¿Te acordás ahora?
- ¿Una hormiga?
- Uf, sí. No sé. Andábamos en ese garaje de tu abuela. Te acordás de eso, ¿no?
Ni asiento: por supuesto que me acuerdo. El patio de la abuela era (es, supongo, aunque la casa ya no sea de la familia) largo, muy largo y estrecho: al fondo el portón del garaje que siempre estaba lleno de porquerías, más adelante el embaldosado sucio de agujas de pino, si seguíamos por él, pegados a la pared rasposa que formaba como montículos, de pronto la reja de color verde, ideal para escalar. Más allá, la huella de los autos, el pasto, el cactus que murió hace diez años, la calle y el resto del mundo, inexplorado, con sus iglesias y escuelas y kioscos. Al costado, el pino, el mismo embaldosado sucio, el pozo ciego y la librería de la abuela, que me regalaba bolitas que me volvían loco, pero perdía debajo de los muebles al instante.
- Estábamos con tu tío, el adoptado, y no sé de qué nos hablaba pero de repente se tenía que ir. Ah, pará, estábamos con tu tío que nos hablaba de una hormiga que nos encontró mirando. Nos contó una historia tonta sobre la hormiga y cuando se tuvo que ir nos dijo que no la tocáramos. ¿Te acordás?
- No.
- ¿No te acordás? Bueno, la cosa es que nos dijo que si uno tocaba la hormiga el otro le avisara cuando volviera. Onda, que si yo tocaba la hormiga vos le dijeras, y al revés.
- ¿Y?
- Y que apenas se fue tocamos la hormiga. Pero no me acuerdo quién la tocó primero, si vos o yo. Yo creo que fuiste vos, y te dije que tu tío nos dijo que no la tocáramos pero como ya la habías tocado vos yo también la quise tocar. Así que la tocamos los dos. Y eso que no era la primera hormiga que veíamos. Y cuando volvió tu tío vos me buchoneaste y yo te vendí a vos, lo típico, “no, pero yo no la toqué, él la tocó primero”. Pero tu tío no nos dijo nada, claro. Qué nos podía decir, si era un pendejo. Pensar que parecía tan grande. ¿Te acordás ahora?
No me acuerdo, pero si habláramos de esto dentro de dos meses, me acordaría de la anécdota como si hubiera ocurrido ayer. Ahora me veo como en un recuerdo falso, como en una película, desde atrás. “Tío, Iván tocó la hormiga. Yo le dije pero la tocó, tío”. Y la cara del tío, de benévolo desinterés. El tío que ahora está en la República Bolivariana de Venezuela y manda cadenas que exaltan a Chávez cada dos por tres.
- Sí, algo me acuerdo – le digo, para acabar con la cosa -. Pero muy poco.
Termino mi porción de pizza y tomo del vaso. Iván está pensando en algo. En la mesa de al lado hay una pareja con un carrito de bebé. El pibe duerme, la pareja come. El pibe tiene una cara de satisfacción y picardía... De película, labios curvados hacia arriba, cachetes sonrosados. Es flaquito. De repente sonríe con placer, mueve los brazos y relaja la cara poco a poco. Qué despreocupación envidiable. La pareja ya no come: me mira mal y fijo. Qué paranoia, che.
- ¿Qué te pasó en todos estos años?
Ahora también Iván me mira fijo, con los párpados medio caídos.
- Y, qué sé yo. Lo de siempre: trabajo, bancarse las deudas, cenas con los muchachos, alguna amiga... No hay mucho que contar.
- Sí, ¿pero y después de que nos embroncamos esa vez?
- Me fui a casa, qué iba a hacer. La vieja había comprado facturas y las comimos con Martita. No pasó gran cosa, ¿qué iba a pasar?
- No sé, yo estaba re mal. Ahora no me molesta porque es como una boludez del pasado, pero ese día estaba furioso. Casi voy a hacer quilombo a tu casa. Decí que vivías con tus viejos y que me caían bien. Mejor, porque de qué hubiera servido, igual.
- Y sí. ¿Para qué hablar de esto? Fue hace mucho.
Iván coincide, y después de eso no queda mucho más por decir, ni pizza ni bebida por consumir. Así que “mozo, mozo”, y la cuenta la pago yo porque le debía esa, y qué inflación che. Nos separamos en la misma esquina que antes porque de ahí cada uno se va para su lado. Y entonces Iván me da un abrazo que dura muy poco, y que en realidad tendría que haber durado menos. Yo le doy dos palmadas, fuerte, porque Iván nunca da abrazos.
- Cuidate, negro.
De ahí se va, y yo también. No hay mucha gente, apenas un flaco de lentes que fuma en la entrada un edificio, una mujer que camina apresurada. La calle está casi vacía y mal iluminada, porque basta con abandonar el centro de cualquier ciudad para que las luces escaseen. Apenas llovizna ya. Iván estuvo raro: no me habló por años y de pronto me invita a comer y me da un abrazo. Remordimientos, serán. ¿Serán? La gente tiene cada chifle... Se ofenden enormemente por dos palabras, lloran, se alejan y vuelven tratando de pretender que nada pasó. Pero se traicionan a la mitad del camino y terminan volviendo al punto de quiebre, y quebrando las cosas. Y ambos saben desde antes que eso va a pasar. De qué más se puede hablar después de trece años. Y como las cosas no cambian tanto...
Igual, ¿qué se puede decir de una bronca de hace tanto tiempo? Y más si de repente cortaste toda conversación, por una tontería semejante, por una asunto de tan poca plata. Que por tan poca plata se pueda pelear alguien, por una deuda tan tonta. Es estúpido. Por cuarenta pesos afanados por un ladrón no te veo más. Pero no, lo de la plata era una excusa. Ya nos habíamos cansado de vernos las caras, por ahí. Empieza con una sensación de molestia, por el enfado ante ciertos hábitos, y estalla ante cualquier cosa. Por eso al final uno se acostumbra rápido. Quién sabe, quizás la cosa comenzó con una hormiga y terminó en la bicicleta y los cuarenta pesos robados por el ladrón. Y con Iván gritándome porque el chorro era mi vecino, que era mi culpa y la guita la necesitaba, y la retahíla de etcéteras. Todo por lo que me salió la pizza de hoy. Así que, ¿de qué pueden hablar dos tipos después de una idiotez tan firme, con tanto peso como esa? No, si esos caros encuentros después de tanto tiempo no tienen sentido alguno.

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