22 Las insólitas aventuras de Pablo Costa

Hola, pibe. Así que volviste. A que no sabés para qué. ¿Qué buscás? ¿Entretenimiento? La vida es una mierda, y acá no vas a encontrar diversión, ya te lo dije, se te va a congelar el culo sentado en el piso allá afuera. No, ya no tengo cartas; no me quedan hojas. No, no quiero que me compres. No, el dinero se gasta pibe: decile a tu hermano que no pague. No. No tengo mucho que contarte, fijate que ya te aburrís y no te dije nada. No, no hay mucho que contar sobre mí, te dije mil veces eso. Mi vida es como la de Pablo Costa pero menos colorida, sin un sólido pedestal de memorias sobre el que sostenerse. Sí, Costa el vecino. Sí, conozco algo de esa historia, ¿no entendés que acá se escucha todo? Nah. Mejor contame primero qué hay de nuevo en el mundo. ¿Nada hoy, nada? Al final la cosa no cambia tanto. Y bueno, ya que querés... Pero es la última vez, esta. Me hago viejo y tengo cosas que hacer, mil cosas, y vos también estás grande. Te voy a pasar lo que me queda de guita, confío en vos. Administrala como quieras, sólo te pido que me pagués el agua, o que le digas a tu hermano. Sí, pero esta es la última vez. Después no vuelvas más.
Y bueno, Costa... Costa era un personaje, ¿sabés? Un tipo bueno, como todos nosotros, que se mandó las mismas cagadas que uno hace sólo de vez en cuando, por timidez. Robó en una tienda de souvenirs, allá en Córdoba, cuando era pibe. Cada tanto se colaba gratis en los colectivos repletos de gente. A veces tiraba papeles de golosina al suelo. Nunca amó lo suficiente a ninguna mujer, si eso es importante. En fin, se había domesticado. Ya conoces la historia, o si no mirá a cualquier tipo de mediana edad en el tren, puteando al pasar al suicida que retrasa la tarde, con nostalgia en los ojos, con ojeras del cansancio que no cura la almohada y la espalda apaleada por el día. Ese era nuestro Costa, probablemente otros; ese podría haber sido yo. Pero a Costa... a Costa lo mataba la ansiedad de algo indefinible, pibe. Igual no sorprende, pero en él todo eso tomó un rumbo que yo habría reprimido sin pensarlo mucho, si hubiera estado en su lugar. Por eso te lo cuento. Aunque te aviso que no te va a servir de nada, porque esta no es una historia con moraleja, porque es algo real, que le pasó a alguien de carne y hueso, y esas historias no tienen moraleja, ni siquiera tienen final. Son tan complejas que casi da vergüenza contarlas del modo en que lo voy a hacer. Pero nadie más conoce a Costa como lo conocí yo, que fue poco. El tipo era silencioso y solitario, aburrido. A veces le contaba algo a alguno de esos amigos que lo visitaban, pero nunca del todo, siempre se terminaba callando. Él tampoco creía tener mucho que decir.
Costa vivía con su madre, como sabés, aunque no sé si llegaste a conocerla. Trabajaba durante el día, cocinaba para la vieja durante la noche, miraba tele y dormía. Habría seguido así hasta el funeral de Norma de no ser por la ansiedad. Uno podría decir que la verdadera historia de Costa empezó el día en que entró por trigésima vez al supermercadito chino o coreano o lo que sea de mitad de cuadra y escuchó el diálogo ese ininteligible de los patrones. Era de tarde, ya, un lunes, un principio de semana. La chica que atendía era de acá del barrio pero no del edificio; pasaba los artículos con desgano sobre la lectora de código de barras como si fuera un robot. Siempre era el mismo “pip, pip” de la máquina. Detrás, la pareja de chinos discutía en ese idioma ininteligible. Costa los miró. Eran iguales a todos los chinos que conocía. Los chinos lo miraban pensando lo mismo. A veces lo señalaban, pero no se dirigían a él. No era la primera vez que pasaba. Costa no entendía las palabras chillonas, ¿sabés?, ese “charlar por la espalda”, en un “a escondidas” evidente. Se sentía implicado, aunque sin motivos. Como si dijeran algo de él, sobre él. Lo inquietaban. La chica terminó con los artículos y le dijo el total. Masticaba chicle. Costa le pagó. Los chinos lo veían. Costa les pagó y se fue, y la pareja siguió discutiendo.
Digamos que eso ocurrió un cuatro de abril. Recién en octubre Costa se decidió a estudiar chino. Quería saber qué decían, tan seguros en el escondrijo de su lengua. A partir de entonces la cosas se precipitaron, pero su vida siguió igual: trabajando de día, estudiando de noche, durmiendo. Le preparaba la comida a Norma los domingos, y dejaba que ella la calentara en el microondas nuevo durante la semana. Se sentía bien, casi contento: estudiaba cuando podía, en todo momento, con esa voracidad que nunca había dedicado a ninguna mina, ni siquiera a sí mismo. Era un curso acelerado, pero estudió durante cinco años, cinco años redondos, hasta que se sintió seguro de poder entender esa lengua que antes le había parecido vertiginosa. Entonces volvió al supermercadito de mitad de cuadra con la llave del departamento abultando en el bolsillo. La tarde comenzaba a ser engullida por la noche, pero las luces de la calle todavía no habían sido prendidas. La ansiedad le pesaba en la garganta, en las luces de neón del supermercado y las baldosas sucias del suelo. Las góndolas. La sección de carnicería. La de lácteos. La caja. Otra chica, una pibita, pasando los artículos con desgano. Los chinos que habían empezado a discutir, detrás. Todo seguía igual, pero las palabras eran penetrables, pibe, y Costa sonrió cuando entendió lo que decían. Lo miraban, pero nada tenía que ver con él. Nada tenía que ver con nadie, nada tenía la más mínima importancia. Costa sonrió entre el “pip, pip” de la máquina registradora y sintió que las palabras acudían solas a su boca, que se estrellaban contra los dientes y se abrían paso a borbotones, en un murmullo entrecortado que había empezado mal y terminó peor, que fue ininteligible como todo en los comienzos. “Los entiendo”, articuló con esa voz de voyeur ansioso por ser descubierto, ¿viste?, con un tono así pero que decreció hasta ser un mascullo. Costa los entendía, pero ellos no a él. La ansiedad era un nudo en la garganta, y el error inicial le parecía irremediable. Le ardían las orejas. Los chinos lo miraban de reojo, sin alterar la expresión de siempre, de indiferencia atenta. La chica terminaba de cobrar.
Costa volvió a casa temprano, cuando las luces recién encendidas comenzaban a bañar las calles con el amarillo viejo y escaso. Le preparó la cena a su madre, lavó los platos y se fue a dormir. Y nunca más volvió a hablar con los chinos. Los escuchaba en sus discusiones inútiles, en sus peleas matrimoniales, en sus críticas insulsas que daban por descontada la ignorancia de los oídos en los alrededores. Cuando era necesario, se comunicaba en español, y los escuchaba en su enredo de erres y eles. Y así siguió la vida para Costa, incluso después de que murió su madre y ya no tuvo para quién trabajar de día o cocinar de noche.
Era un tipo taciturno, Pablo Costa, y silencioso. Sus historias se apagaban en sus labios y te dejaba esa sensación de vacío y hambre y bronca, se morían tal como se acallan las palabras sin sentido, como enmudece hoy cualquiera que no sea medianamente vanidoso. Porque esta vida es una mierda, pibe, porque te hace darte cuenta que ya no sabes qué, con quién o para qué contar. Y entonces te callás, claro, y en el silencio final sólo le preguntás al otro: ¿cómo es que todavía no te fuiste de acá?

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