22 Una carta cursi

Le dijo "¿Me enviás un mail, Martín, uno que sea para mí, como una postal en el correo con una foto del Obelisco y algo que escribiste pensando en mí, nada más?" Y no supo qué escribir. Es difícil escribir por y para otro, preguntándose si le va a gustar, o no. Así que decidió dar vueltas y contar una historia. Tomó la lapicera y escribió.

Cuando terminó... Cuando terminó, qué difícil, apreciar las sutilezas que hay en terminar. Terminó y se preparó un café. Había estado toda la noche despierto, escribiendo; no podía dormir. Era cansador estar en la cama, el ventilador al lado, no ventilando nada, la vista fija en el techo de madera lleno de estrellas fosforescentes, estrellas de cuando era chico y quería ser astronauta. Así que se había hecho una infusión, y luego un café, y luego mate, y había escrito, escrito, escrito. Escrito para alguien, escrito para él, escrito para la nieve del otro día en Buenos Aires, quizás. Tenía las manos congeladas, pero no usaba guantes, un poco por capricho y otro poco por comodidad: era difícil sostener la birome con guantes, los guantes no estaban hechos para escritores, no, no. Igual, le gustaban las manos frías, los pies fríos, le hacían pensar en una mañana de invierno, en sábanas y frazadas blancuzcas, en un café humeante y recibir un beso en la cama y tomar el desayuno mirando el mar borrándose en el horizonte, o el cielo pincelado, en su defecto. Apartó las ensoñaciones; era temprano, no iba a dormir, tenía que ocuparse de los "tengo que". Había llovido ayer, y el cemento seguía húmedo, el cielo nuboso, los árboles desnudos. Un globo rojo volaba allá a lo lejos, lo persiguió con la mirada hasta que se perdió detrás de la carpa.
Era malabarista, era payaso, era mimo profesional; el circo, extrañamente, estaba apostado en la ciudad desde hacía años. Trabajaba ahí, no hace mucha falta aclararlo. La ciudad era famosa por su circo: siempre había caras nuevas, siempre risas nuevas, siempre estridentes bufidos de muchachos aburridos, siempre sonrisas en ojos, manos serias, lamparones, siempre manchones de gente que no paraba de moverse, y en el medio, él, él y los otros payasos, los otros malabaristas, las bailarinas, los actores con antifaz. Entrenaban duro desde temprano, y a la noche, la gran función, donde buscaba lo que ya creía inencontrable. Los ojos que lo rodeaban eran líquidos, brillantes, de un cristal extrañamente opaco donde nada se reflejaba verdaderamente. Antes, cuando había llovido pocas veces y el rojo en la lona era más rojo, el púrpura más púrpura y el bronce más broncíneo, antes se sentía en cada una de las miradas, en cada una de las risas, en cada aplauso entusiasmado, y quizás por eso no importaba, tenía ese algo. Antes, eso era antes. Un día había cambiado, y cuando se dio cuenta sólo eran cristales empolvados aplaudiendo todas las noches las mismas muecas, no pudiendo reconocer las variaciones que se esforzaba por lograr. Había llovido, desde entonces, el rojo era naranja, el púrpura un raro morado, el bronce, musgo, él, un tipo cansado que pasaba las noches en vela, combinando palabras, sobreviviendo a cigarrillo y café. Lunes, martes, jueves, octubre, diciembre, 2006, 2007, 2010, eterna danza de reflejos y clavas, orquesta y titiriteros, gimnastas, sombreros, poesía, clamor, poesía. Porque de repente, la mirada sorprendida, reflejante, las manos calmas y finas, Malena, el silencio distantemente cercano, y el camino a la noche con los charcos tachonados de estrellas, dos, dos, cuatro, dos, el clamor de una guitarra, pintura, sólo pintura y poesía.

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